La casa de San Lorenzo: historias del pueblo y templo de Tarapacá

En su mítico viaje desde el transaltiplano a la costa, Tarapaca dejó imborrables marcas identitarias. En la precordillera su nombre quedó plasmado en un cerro, del cual no queda más memoria aquella que los ancestros grabaron en su cumbre y en la de las montañas vecinas en forma de petroglifos. Pregones en sordina que perseveran allí como blancas flores que no se descoloran ni marchitan, atestiguando un mensaje inefable que nosotros no vemos, pero que ni el tiempo ni el olvido han logrado extinguir. 

Tomando el hilo conductor de la historia, se sabe que en el período que la arqueología designa como Formativo Tardío (entre los años 200 y 800 de la presente era), pescadores que exploraron la Pampa del Tamarugal crearon en esta área las primeras aldeas y ensayos de agricultura. Parte de ellos accede posteriormente a la quebrada y forman un asentamiento que replica el nombre del cerro que se alza enfrente suyo por el sur: Tarapaca.

Desde temprano fue una marka importante y su centralidad abarcaba tanto pisos superiores de la quebrada como la serranía costera. Baste saber que ya entre los años 1247 y 1290 las minas de Huantajaya eran administradas desde Tarapaca (Urbina 2014:128).

Luego los incas lo privilegian como escala del Camino de los Llanos y también lo confirman como sede logística y administrativa del mineral, razón por la cual le imprimen trazas urbanísticas,  como que alcanza un perímetro de nada menos que 15 manzanas (P. Núñez 1984:55).

Andando el tiempo, a ese Tarapaca prehispánico llegaron los españoles motivados por la riqueza de Huantajaya. Lo tildaron Tarapacá y refrendaron sus credenciales al señalarlo como centro administrativo provincial de la Encomienda de Lucas Martínez Vegaso.

A causa de que la normativa colonizadora no les pemitía asentarse en un «pueblo de indios», optaron por ocupar como alojamiento una infraestructura situada al otro lado de la quebrada: el Tambo, que era una construcción incásica; es decir, de indios. Diríase que para apartarse y justificar el imperativo de segregación socio-espacial, imaginaron que el ancho cauce de la quebrada aplicaba como frontera.

                         El primer templo

Dentro la remodelación que efectuaron los conquistadores estuvo el templo cristiano, pues las mismas normas de colonización obligaban al encomendero a prestar servicio religioso a los indígenas: «los doctrineis en las cosas de nuestra Santa Fe Católica y les hagais todo buen tratamiento»(Barriga 1952:86) y contratar a tal efecto sacerdotes doctrineros o encargados de la evangelización.

Ese primer templo, que debe haber sido una ermita o cuando más una menuda capilla, se  levantó  durante la primera gestión de Lucas Martínez Vegaso (1540-1548). Por una escritura notarial, nos enteramos que en 1543 Martínez estaba construyendo una capilla (Trelles 1982:53), obra que debería corresponder a Tarapacá Viejo, habida cuenta de su relevancia económica y demográfica. Y porque el otro repartimiento de la encomienda, Arica, tenía iglesia desde que la fundara Martínez Vegaso en 1541 como cabeza de playa, en función del proyecto minero que era Huantajaya.

La referencia documental más temprana que conocemos acerca de Tarapacá Viejo se remonta al año 1553. Un documento denominado «Real Cédula de Alinderamiento» consigna que Tarapacá tiene rango de curato con clérigo residente (Cuneo 1977:135). Sin lugar a dudas, ya existía una iglesia: 1553.

Hacia 1561 es clérigo en Tarapacá Viejo el padre Alonso Maldonado (Glave y Díaz 2019:161). Su sucesor en 1565 es el dominico Hernando Abrego, quien percibía un estipendio o sueldo de 568 pesos y 4 tomines, además de insumos como cera (velas, candelabros) y vino de misa (Trelles 1982:234). Dada su condición de única doctrina del repartimiento de Tarapacá, el sacerdote debe atender cuatro pueblos, incluido Pica.

Al crearse el Corregimiento de Arica, en julio de 1565, en la jurisdicción subordinada Tenientazgo de Tarapacá, el doctrinero asume el carácter de vicario (representante del obispo del Cuzco) y con autoridad sobre dos curatos (1) el de Tarapacá, con los pueblos de Pica, Lanzana, Guaviña la Alta y Guaviña la Baja y (2) el de Camiña, con Sibaya, Usmagama, Chiapa, Sipiza, Sotoca y Estagama (¿Quistagama?). 

Durante el siglo 17 el estipendio del cura de Tarapacá (700 pesos) era el más alto después del que recibían los sacerdotes de Arequipa, de cuyo obispado depende ahora.

                     San Lorenzo de Tarapacá

El año 1578 marca un hito relevante. Además de disponerse que el repartimiento de Tarapacá (jurisdicción del teniente de corregidor) comprende cuatro pueblos, su cabecera Tarapacá queda consagrado bajo la advocación de San Lorenzo Mártir. (Larraín 1975:289)

Es a partir de esta fecha que comienza a perfilarse la devoción lorencina, lo que debe haber ocurrido tras la instalación de la imagen patronal y ha sido durante buenos años nada más que una celebración íntima, a nivel local, en un pueblo de reducida población.

Solo en tiempos coloniales más avanzados, cuando los españoles se avecindan oficialmente en Tarapacá y Huarasiña a propósito de la minería de la plata y bastante después, cuando por iniciativa de agricultores tarapaqueños se inauguran en Negreiros y Zapiga las primeras paradas salitreras, se supone que la festividad de San Lorenzo cobra creciente atractivo como celebración patronal y motivo de  convocatoria.

Y arranca la larga cadena de infortunios. Rebobinando, el desenvolvimiento de Tarapacá Viejo se vio interrumpido por el azote de una doble pandemia de tabardillo (tifus exantemático) y viruela que afectó a todo el sur del virreinato peruano y que en 1717 marcó aquí su mayor incidencia.

La población debió trasladarse al lado norte de la quebrada, sector que sabemos tenía como única infraestructura el aludido Tambo. En éste solía alojar el encomendero Lucas Martínez Vegaso en sus periódicas visitas a Tarapacá (Lockhart 1968:416).

Aludiéndolo a él, probablemente, una antiquísima tradición oral contaba que en esa margen norte vivía precisamente un español, a cuya casa le dio a San Lorenzo por mudarse. Traían la imagen de vuelta al templo de Tarapacá Viejo, pero a la mañana siguiente otra vez aparecía donde el español y así sucesivamente. Hasta que hubo que comprender y respetar la voluntad del patrono, lo que significó construir la población y una nueva iglesia al otro lado del río.

En 1718 un descomunal aluvión irrumpió por el plano inclinado de la quebrada arrastrando masas de piedra y lodo que arrasaron el curso inferior, desmantelando lo último que quedaba de Tarapacá Viejo.

El nuevo Tarapacá pudo sustraerse del impacto por encontrarse arrimado a una terraza más elevada y en el regazo de un recodo que se abre al pie de un cerro rocoso. Allí brotó su núcleo poblacional.  

                            Tarapacá colonial

La casa de San Lorenzo en este nuevo emplazamiento data de 1720, en el contexto de la reanudación oficial del mineral de Huantajaya que impulsó Bartolomé de Loayza. Se sabe que el templo era de una sola nave, de forma rectangular y contaba con dos sacristías laterales, obedecien al patrón constructivo en forma de cruz (Consejo de Monumentos Nacionales).

No pasaron dos años y una intensa temporada de lluvias estivales puso a prueba a la naciente aldea. Al parecer la iglesia no resultó dañada, solamente la casa parroquial, la que evidentemente no fue tomada en cuenta en 1720.

Es el desconsolado cura quien se encarga de reportar que su morada quedó «toda descuartizada y perdida, sin llave alguna, ni alacenas, perdidos los techos y paredes con las lluvias», por lo que ha sido necesario «blanquearla y poner techos nuevos al cuarto de dormir, hacer un corredor a la plaza para huir de las vinchucas y alacranes y mandar poner fierros en las puertas para candados» (Díaz y otras 2014:114).

Y cinco años después que Bartolomé de Loayza donara una campana (1541) sobreviene el peor cataclismo de ese siglo en el sur peruano. Fue el terremoto que reventó el 28 de octubre de 1746, a las 10 y media de la noche.

José Basilio de la Fuente, a la sazón minero de Huantajaya y el hombre más acaudalado de la provincia, se encarga en 1760 de iniciar las obras de reconstrucción de la iglesia, la que es ampliada con la habilitación de una segunda nave -adosada a la existente-, más presbiterio, sacristía, velatorio y el emblemático campanario externo, estructurado con piedra traquite extraída de un cerro aledaño.

La techumbre, fue cambiada por una de mojinete a tres aguas, de madera, y una cubierta de cañas y capa de argamasa de tierra con paja. Como prevención antisísmica, se le dio a los muros un grosor de 1,70 metro. Es de suponer que dispusieron de una buena casa para el señor cura.

Las obras terminaron en 1769.

Tanto el templo como su torre campanario constituyen el principal patrimonio de traza colonial y fueron declarados monumento nacional en 1951.

Las crónicas no lo dicen, pero es probable que, dada la magnitud del terremoto de 1746, se destruyera la imagen de San Lorenzo y haya sido necesario reponerla. Es más, a de la Fuente se le atribuye también el primer retablo de la Ultima Cena.

Antes de esto, tuvo lugar la reconstrucción de los templos de Huasquiña (1752) y Sibaya (1754). La existencia en este último de una campana con registro de fundición en 1718 estaría indicando que a este año se remontaba el templo anterior.

Pero los terremotos no descansan y así es como en 1751, otro violento sismo provoca serias averías al templo. Los vecinos se organizan para llevar adelante la reconstrucción.

Al hacer un recuento de los bienes de fábrica del templo. Bajo este concepto debe entender el amplio patrimonio que componían bienes como las imágenes sagradas y sus vestimentas, joyas, adornos, como también chacras o fincas que producían ciertas rentas para costear los gastos de los oficios religiosos (Díaz y Ponce 2013:52).

Las sospechas, más que fundadas, recaen sobre el cura, quien había hecho fundir los efectos de plata en la Caja Real de Carangas, Oruro (Díaz y otras 2014:115).

Este episodio parece haber incidido en que se pusiera mayor control en el manejo de la fábrica y fortalecido el asentado predicamento de que dichos bienes no pertenecen al cura ni a la Iglesia. sino a la comunidad que los produce y puede ella, por tanto, disponer de los mismos. Recelo que se hará extensivo incluso a los vasos sagrados. En el período de post Guerra del Salitre, se suscitará resistencia al uso de éstos por parte de los sacerdotes chilenos, al extremo de negárseles y mantenerlos guardados en casas particulares. No sólo en Tarapacá, sino en todos los pueblos de la quebrada.

 Y en 1758 nuevamente el flagelo de la peste golpea a Tarapacá y a otros pueblos de la quebrada. No hay más datos sobre esta tragedia, salvo que murió un segmento importante de la población indígena (Villalobos 1975:308).

Llegando a 1765, el casco habitacional de San Lorenzo de Tarapacá se compone de apenas 12 casas, de acuerdo a los detalles de un plano elaborado por O’Brien (Couyoumdjian y Larraín 1975:349) . Corresponden a viviendas de españoles y funcionarios, construcciones hechas con adobe, totora, sauce, caña; y torta de barro para la techumbre.

La calle principal es la Real y discurre frente a la plaza y al templo. La familia de la Fuente tiene allí una residencia de 13 piezas además de otra de 14 piezas y con oratorio, ubicada junto al Molino.

Los indígenas tienen repartidas sus chozas en los sectores de cultivo, entre los cuales se nombran Chintuya, Cala Cala, Guayguallani y Panaicollo. Sus chozas están rodeadas de alfalfares que conviven con la sorona que, si bien es silvestre, sirve como forraje alternativo.

En 1768 se separa a Tarapacá de Arica, de la que había dependido desde la institución del corregimiento del mismo nombre (1565) y se le constituye en Provincia de Tarapacá, siempre dentro de la jurisdicción general de la Intendencia de Arequipa. El Alcalde de Minas, Antonio O’Brien, continúa residiendo en San Lorenzo de Tarapacá, pero ahora en calidad de gobernador provincial. En lo eclesiástico, forma parte del obispado de Arequipa.

Como capital de partido, aparte de la sede de la Gobernación, se instalan la oficina del Receptor de Tributos, la Diputación de Minería, compuesta de dos diputados y cuatro sustitutos, cuyo tribunal despacha las causas del ramo y atiende también al fomento del rubro (Haenke 1799); y la oficina de Correos. Una bien organizada posta de chasquis  (Dagnino 1909:309) hace circular la correspondencia gracias a la agilidad y resistencia de estos carteros indígenas que atraviesan cuestas, pampas y quebradas.

De igual modo, en 1770 se estrena el Batallón de Infantería de Tarapacá, con un contingente de 130 hombres comprendidos en nueve compañías bajo el mando del comandante Juan Bautista Gallardo y del sargento mayor Matías de Soto (Sobreviela y Barcelo 1805). Pero no se crea que era una tropa de línea, sino una “milicia regional urbana” (Dagnino 1909:313) .

Con respecto al ordenamiento eclesiástico, en Tarapacá reside el vicario del partido, con jurisdicción no sólo sobre los nueve pueblos anexos que componen su curato, sino también sobre los de Pica, Sibaya y Camiña.

La iglesia de San Lorenzo y su torre-campanario descuellan por sobre un reducido conjunto de casas de un piso en las que residen los españoles o chapetones, como se les decía en esta tardía fase colonial a quienes se ufanaban invocando ascendencia hispana.

Hacia 1782 parece haber sido inaugurada una nueva sede del Gobernador del Partido, que fue ubicada en el extremo sur de la localidad. Y tambíén se construyó el convento de las monjas carmelitas, cuyas ruinas pueden observarse al costado sur de la actual iglesia. Poco después se instaló la Casa de Almoneda.

Cabe considerar que en su carácter de vestigios de estructuras arquitectónicas, las ruinas revisten también rango patrimonial.

En 1785 las autoridades de partido estrenan la denominación de Subdelegado. Quien la recibe en Tarapacá es el hasta entonces gobernador Francisco de la Fuente Loayza. A esa altura la caleta de Iquique toma trazas urbanas y registra como bases económicas el guano y la minería de Huantajaya. En mérito a ello se le declara como Partido.

Por esa fecha, el intendente Antonio Alvarez y Jiménez deja constancia del abuso de poder que cometen los curas del partido de Tarapacá, ya que cobran onerosos estipendios por bautizos, matrimonios, entierros, sermones y misas en las fiestas patronales.

Además, denuncia que se arrogan el derecho a utilizar mano de obra indígena, bajo el expediente de que se trata de servidores de iglesia, como sacristanes, cantores y acólitos, cuando no eran más que “pongos, mitayos, muleros, ovejeros y guancamayos». Incluso había algunos con el insólito cargo «de guardián de gallinas» (Marchena 2005:62)

                  Ocupado por los tupamaristas

“El pueblo de Usmagama de esta Provincia se rebeló contra el teniente cobrador por las extorsiones que iba haciendo en su demanda”, reveló en 1777 el cura de Tarapacá y vicario, Juan Francisco Jiménez Lancho, en un informe dirigido al obispo de Arequipa (Hidalgo 2004:256). Fue este uno de los escasos conatos tarapaqueños de revuelta que preludiaron la insurrección que se desataría en los Andes en 1781,  

La sublevación tupamarista estalló en noviembre de 1780, en el Cuzco, encabezada por José Gabriel Condorcanqui (autodenominado Tupac Amaru) y se propagó por todo el virreinato.

En los territorios del extremo Sur del Perú el movimiento revolucionario prendió en marzo de 1781, en Tacna y continuó en los Altos de Arica con la excursión de una fuerza indígena comandada por Juan Buitrón, quien en su propio pueblo natal de Codpa ejecutó al gobernador Diego Felipe Cañipa por negarse a formar parte del movimiento. Tangencialmente había encono personal, puesto que Cañipa había sido empoderado por los españoles, usurpando el cacicazgo que ostentaba la familia Buitrón.

De allí el comandante de la hueste rebelde anunció que seguía a San Lorenzo de Tarapacá.

Enterados de la venida de los insurgentes, la escasa tropa del batallón y casi todo el vecindario huyen a Iquique. Una vez en el puerto, los más atemorizados se refugian en la Isla.

Juan Buitrón ingresa sin resistencia alguna al pueblo donde permaneció por espacio de tres meses, según un informe del subdelegado de Arica. Tres tensos meses de forzado receso administrativo, inactividad agrícola y cierre de Huantajaya. Y Tarapacá sin más moradores que los tupamaristas.

Con el objetivo de liberar Tarapacá, en Iquique se prepara un contingente compuesto de cien criollos y cien negros, provistos de arcabuces, pistolas y espadas.

Antes de que Juan Buitrón cumpla su amenaza de ir a apoderarse de Iquique, la escuadra miliciana marcha a Tarapacá. Ingresa sigilosamente de madrugada, sorprendiendo a Buitrón, lugartenientes y sus mujeres, que dormían ebrios al interior de la iglesia. Al mismo tiempo que el grueso de esa fuerza recorría casa por casa eliminando a sus ocupantes y poniendo en fuga al resto de los invasores, la mayoría de los cuales no tenía más armas que cuchillos, palos y hondas. Buitrón y dos de sus capitanes son ahorcados en un punto del Callejón de San Lorenzo, como se conocía a la vía de entrada al pueblo.

Retomando la trayectoria histórica del templo de San Lorenzo, de acuerdo a una tradición bastante verosímil, hacia las postrimerías del siglo 18 se instala una nueva imagen patronal. Ignoramos qué paso con la anterior y las razones para su recambio.

La crónica sólo manifiesta que fue iniciativa del párroco Martín Norberto Zelayeta, quien estuvo en Tarapacá entre 1792 y 1803. No es que este sacerdote haya confeccionado la imagen, sino que ésta fue adquirida, probablemente en Arequipa, durante su misión pastoral.

Atendiendo a la proximidad temporal, puede presumirse que la mencionada imagen sea la misma que describe en 1804 el sacerdote piqueño, a la sazón arcediano de la Catedral de Arequipa, Francisco Javier Echeverría y Morales:

“Una imagen de poco más de un metro de alto, imberbe, arrogante y muy milagrosa” . Y agrega que “está adornada de más de 2.000 marcos de plata” (Echeverría 1804). Digamos que se trata de poco más de cuatro kilos de metal argentífero proveniente de Huantajaya. De acuerdo a una versión popular, constituía el pedestal de la imagen lorencina.

Y en 1812 una vez más el cuento de nunca acabar, porque una fuente señala que el intendente de  Arequipa se ve en la necesidad de enviar a Tarapacá un médico y medicinas para combatir  la epidemia de viruela que estaba diezmando la población, tanto indígena como española y mestiza (Polo 1913:41).

          El «Pronunciamiento de Tarapacá»

El advenimiento del proceso emancipatorio y los agitados períodos republicanos venideros traerán inquietud y zozobra al poblado de Tarapacá.

La primera manifestación de sentimiento independentista en esta provincia se registra en 1815 y en ello influyeron tanto el escaso contingente realista con guarnición en San Lorenzo de Tarapacá como el estímulo de las incursiones del ejército argentino con la Tercera Expedición Auxiliadora al Alto Perú (Luis Castro Castro 2018:372).

La estrategia de los jefes militares rioplatenses apuntaba a organizar militarmente a los patriotas tarapaqueños e iniciar acciones en pro de un alzamiento en una zona que, de ser controlada, posibilitaría el acceso directo a las costas del Pacífico.

También se buscaba articular un nexo con Tacna y Locumba y tender una línea de continuidad con el Alto Perú.

Con tal propósito, se envía una avanzada a cargo de dos caracterizados líderes andinos: el teniente coronel cuzqueño Julián Peñaranda y el dirigente indígena José Choquehuanca (Castro 2018:370).

Un hecho más que confuso fue el enfrentamiento ocurrido en el pueblo de Tarapacá entre las dos autoridades principales, puesto que el subdelegado Manuel Almonte se trenzó a balazos con el jefe militar José Francisco Reyes, sin que se produjeran daños personales (Castro 2018:370).

Tras esto, el subdelegado huyó hacia Arica en un barquito guanero, acompañado de Juan José de la Fuente y connotados vecinos de Huantajaya, Pica y Tarapacá, todos ellos representantes de la oligarquía provincial y adherentes al bando realista.

Sin duda que este incidente facilitó la tarea organizativa de los dos líderes patriotas llegados a Tarapacá. Tanto que el coronel José Francisco Reyes como el comandante Francisco Olazábal se pliegan a la causa patriota, poniéndose a disposición de Julián Peñaranda con una fuerza de 30 soldados veteranos y algunos milicianos, además de tres cañones, armas y municiones.

Así las cosas, el 18 de octubre de 1815 se produce el denominado “Pronunciamiento de Tarapacá”, en que se proclama la voluntad emancipadora de esta provincia. Julián Peñaranda es designado comandante general de las fuerzas por representantes de Tarapacá, Pica, Camiña y Huantajaya.

                     Descabezamiento patriota

Sin embargo, José Francisco Reyes protagoniza una nueva e inaudita acción: comunica a los líderes Peñaranda y Choquehuanca que el jefe de la expedición argentina, general José Casimiro Rondeau, ha llegado a Pica y necesita reunirse con ambos. Salen camino al oasis acompañados por una escolta militar, pero en un determinado tramo de la pampa son reducidos y hecho prisioneros.

Siguiendo con la traicionera trama urdida por Reyes, son conducidos a Pabellón de Pica y embarcados con destino a Arica.

José Choquehuanca es fusilado en Tacna en febrero de 1816. Peñaranda logra fugar de la cárcel de Arica y emprende el largo camino a Tucumán, pero es interceptado en Codpa (suroeste de Arica) y regresado al puerto del Morro, donde se le ejecuta en el mes de marzo del mismo año (Castro 2018:374).

Pocos años después, como si nada, José Francisco Reyes y Manuel Almonte aparecen por Tarapacá, ahora como adeptos a la causa patriota. Pero eso es materia de otra crónica.

Terminada la lucha independentista, en 1823 una  devastadora avenida se dejó caer por la quebrada de Tarapacá, arrasando y arrastrando hacia Pampa Iluga, casas, cultivos y parte del cementerio de la capital.

                     Las «balas del Niño Dios»

Como resultado de una larga cadena de desencuentros entre Perú y Bolivia, con invasiones de uno y otro lado, enfrentamientos, tratados de paz incumplidos, propuestas federativas y  una fracasada confederación, en enero de 1842 una fuerza boliviana ocupó el pueblo de Tarapacá, lo que motivó una escaramuza bélica los días 6 y 7 de enero.

Por no contar con respuesta para enfrentar a los invasores, el Subprefecto Antonio Gutiérrez de la Fuente (oficial de ejército, nacido en Huantajaya y futuro presidente del Perú) se retira al sitio conocido como La Peña (después Oficina Peña Grande), donde se reúne con el jefe de la guarnición de Iquique, mayor Juan Buendía Noriega (sí, el mismo que siendo general tuvo como amante a una prostituta chilena en dicho puerto) y elabora un plan para liberar Tarapacá de los bolivianos.

En primer lugar, logra incorporar a su reducida tropa un cierto número de milicianos. Enterado, gracias a una labor de espionaje, que los bolivianos no exceden los 50 combatientes que utilizan como cuartel el edificio del Cabildo, lleva a efecto una estrategia de hostigamiento con el objetivo de debilitarlos sistemáticamente.

Durante dos jornadas consecutivas, desde el anochecer al alba, una patrulla de caballería al mando de Buendía hostiliza sin cesar a los invasores, impidiéndole dormir.

El día 7 enero, los atacantes se dan cuenta de que las municiones se les han agotado y que no pueden asestar el golpe decisivo a su enemigo.

Aparece entonces el cura tarapaqueño Gregorio Morales, quien proporciona una imagen de plomo del Niño Dios, la que es fundida y de esa manera es posible confeccionar un buen número de balas y emprender un ataque sostenido, al mismo tiempo que vecinos tarapaqueños apedrean a los sitiados desde un cerro contiguo al Cabildo. Finalmente, logran doblegar a los invasores, quienes se rinden (Castro 2017). 

Así el pueblo de San Lorenzo de Tarapacá es liberado con la bendición del Niño Dios.

Por aquella época, por ser Tarapacá el hermano mayor de toda la quebrada, debe haberse estilado ya la ceremonia del Asiento, protocolo consistente en que delegaciones de las diversas localidades llegaban con las imágenes de sus patronos y patronas a saludar a San Lorenzo en su onomástico. «Es que el Lolo era el presidente de todo el santoral de la quebrada de Tarapacá», dirá un pampino que presenció dicha práctica cultural en el siglo pasado.

Asimismo, en esos años podría haberse instituido la práctica cultural de bailar el cachimbo en la fiesta de San Lorenzo.

Y vuelta a la inevitable agenda disruptiva. Cuando todavía no se apagaban los ecos de la escaramuza de 1842 con los bolivianos, el sosiego pueblerino es interrumpido meses después por las incursiones militares de los irreconciliables bandos de los generales Ramón Castilla y Mariano Ignacio Vivanco. El enfrentamiento estalla en 1843 en una cruenta batalla en los alrededores de Tarapacá que favoreció a los vivanquistas.

                  Terremotos y un incendio

Después de la seguidilla de frenéticos sismos en 1815, 1830 y 1833, hay que afrontar los terremotos de 1868 y 1877. El primero ha sido el peor de todos los acaecidos en el siglo 19. Fue el del 13 de agosto de 1868. Al respecto, está el testimonio del párroco de Tarapacá, José Mariano Ossio:

“El templo de esta ciudad muy averiado en estado de no poder celebrarse el Santo Sacrificio si no es en el pie de la cuesta de Arica bajo de toldería (Lamagdelaine y Orrico 1994).

El sacerdote no hace referencia alguna a la imagen patronal, por lo que puede deducirse que resultó indemne.

A propósito de imagenes, se dice que hacia 1879 el escultor español Jose Marías Arias confecciona un nuevo retablo de la Ultima Cena, razón suficiente para admitir que la anterior fue destruida por un terremoto: el del 7 de mayo de 1877.

Un dato adicional, no confirmado documentalmente, indica que este conjunto escultórico fue refaccionado después por los artesanos Mariano Carpio y Pacífico Salas, sin especificar fechas, de modo que hay margen para elucubrar que sufrido averías por causa de ulteriores contingencias.

Para más adelante hay antecedentes acotados respecto a un incendio que afectó al templo en 1887, aparentemente sin daños para la imagen patronal ni para la Ultima Cena. Como no hay mayores detalles, podría especularse que pudo haber sido un incendio parcial, ya que cuesta imaginar un rescate expedito de la conjunto escultórico Ultima Cena.

En todo caso, un dato contestario revela que los oficios religiosos debieron efectuarse en las dependencias municipales hasta 1890, año en que el templo recién pudo ser rehabilitado. 

Y con la la Guerra del Salitre se abre en el pueblo de Tarapacá un paréntesis de honda incertidumbre: buena parte de las familias optan por marcharse al norte, la propiedad de las tierras queda bajo escrutinio de las autoridades chilenas y se suspende la festividad patronal de San Lorenzo hasta poco después del término del conflicto bélico.

No sabemos exactamente cuándo ni cómo ocurrió el retorno de la fiesta lorencina. Pero es de imaginar que las ansias contenidas durante tan largo receso deben haberse traducido en catarsis para una vibrante celebración.

                              Un santo popular

A poco andar y en creciente medida, los trabajadores pampinos chilenos se van incorporando a ella, aportando su entusiasta y desinhibida personalidad e identificándose con el patrono de tal manera que llegan a conceptuarlo como un amigo, como un compadre. Guardan estrecha distancia con él, pero al mismo tiempo recelan del desplante punitivo que asume el «Lolo» cuando no se le cumplen las mandas comprometidas.

La devoción y práctica religiosa popular que arranca desde que Tarapacá era peruano con un Lorenzo «pata» y compañero de jarana, sumada a la estrecha identificación con el santo que alcanzan después los pampinos chilenos, han llevado a configurar el imaginario de un «Lolo» amigo y compadre bacán. En ambos casos, la cercanía o grado de confianza con el santo se traduce en actitudes como tutearlo e incluso proferirle garabatos.

A todo esto, nadie debe llamarse a escándalo cuando se le tilda de «patrono de los curaditos» o porque en una determinada jornada de la celebración de agosto grupos de gays se reservan una agenda propia fuera de programa para homenajearlo. «San Lorenzo es patrono de todos, de la gente normal y de los marginales», afirma un devoto incondicional.

Y pulsando una clave cristiana omitida por los devotos ortodoxos, sostiene que no se debe olvidar que en el año 257 cuando el alcalde de Roma exigió al diácono Lorenzo la entrega de las riquezas del culto, éste reunió a los pobres, mendigos, lisiados, leprosos, enfermos mentales, etc. y los llevó en procesión ante la autoridad: «Aquí está el tesoro de la Iglesia», le dijo, induciendo con ello su sentencia a ser quemado vivo sobre una parrilla.

             Tensión entre Tarapacá y Huarasiña

Salvo el incidente de la desaparición en enero de 1903 de la imagen patronal, que fue más bien un secuestro para evitar que fuera prestada a una oficina salitrera,  provocando un sonado escándalo que determinó la salida del párroco Amador Mujica, las primeras cinco décadas del siglo 20 fueron bastante apacibles.

Normalidad que se rompió el 6 de diciembre de 1955 con el incendio probablemente intencional del templo perpetrado por dos extraños y que ocasionó la destrucción de la imagen de San Lorenzo y de la Ultima Cena. Tarapacá pierde dos referentes de alto valor simbólico y  esenciales de su capital religioso-cultural.

No faltaron los suspicaces que intuyeron como móvil de aquel siniestro la sustracción del supuesto pedestal de plata sobre el cual descansaba San Lorenzo.

La reposición de la imagen patronal dio lugar a una disputa de identidad representacional en torno a tres reproducciones que compitieron por calificar como sucesora oficial de aquella siniestrada por el fuego.

En el episodio inicial, en 1956 el Obispado de Iquique se acomedió a donar una imagen, pero a los tarapaqueños no les agradó y la rechazaron sin miramientos. Quedó en la trastienda con el apodo de «Luis Lorenzo».

Luego procedieron a encargar la confección de otra al artesano de Huarasiña Apolinario Relos, pero una vez lista, ésta no fue entregada, generando la indignación de sus vecinos de Tarapacá. «Quedó tan bonita que no tuvieron empacho en apoderarse de la obra. Fue un verdadero secuestro», acusaron.

Respondiendo al cargo, los de Huarasiña replicaron que la imagen la dejaron en su pueblo porque los tarapaqueños no habían cumplido formalmente con el compromiso económico acordado con el artífice. Bien poco convincente, si se quiere. Lo concreto es que no la soltaron y la obra de Apolinario Relos quedó como patrimonio de Huarasiña.

Este San Lorenzo de Relos es homenajeado en Huarasiña a la semana siguiente (Octava) de la festividad de Tarapacá.

En el tercer y definitivo episodio de esta trama (1957) los tarapaqueños, afligidos de no poder celebrar la festividad lorencina, encomendaron una imagen patronal a un artesano de la propia casa: José Prudencio Patiño Morales, la que fue aprobada definitivamente como oficial. Hasta el día de hoy.

                  Nueva temporada de sismos

Alrededor de la década del ’70 del siglo pasado se produce un fenómeno de explosivo crecimiento de la festividad, la que de escenificar hasta esa época un evento de notable convocatoria se convierte en multitudinaria.

Para no desmentir su karma de infortunios, la tranquilidad del pueblo y su patrono es perturbada por eventos sísmicos en 1976 y 1987. A consecuencia de este último movimiento telúrico, el templo registró daños de consideración, no así la imagen patronal. Mientras se realizaban los trabajos de restauración, se optó por retirar del templo a San Lorenzo.

Al año siguiente, entre abril y mayo, la imagen salió por primera vez del pueblo y en peregrinación a Iquique y Arica, siendo de notar que en la ciudad del Morro San Lorenzo goza del mayor grado de devoción y popularidad después de Iquique, debido a la gran cantidad de pampinos que se radicó aquí a partir de las crisis salitreras de la década del 50. Existe un oratorio y gran cantidad de grutas y altares familiares en homenaje suyo.   

Tras el violento sismo de 1987, el Obispado de Iquique suscribe un convenio de cooperación con el Instituto de Investigaciones Arqueológicas de la Universidad de Antofagasta, en virtud del cual se emprende un proyecto de consolidación estructural, restauración de la capilla, techumbre, altares y velatorio. Trabajo que queda terminado en 2003.

Antes de esta obra de rehabilitación, cerrando casi el siglo 20 y fruto de intensas diligencias con España, se gestó un acontecimiento de incalculable valor histórico, religioso y vivencial, como fue la consecución en 1995 de una reliquia de San Lorenzo, específicamente, de un fragmento del hueso parietal del santo mártir. Suceso que legitimó su rango de santuario.

Por tan trascendente motivo, se estableció celebrar una fiesta el último domingo del mes de abril de cada año.

                     ¿Borrón y cuenta nueva?             

Pero, como pareciera que a la adversidad le place  ensañarse con Tarapacá, apenas despuntando el presente siglo se desencadenan nuevas desventuras para la varias veces centenaria localidad precordillerana. El terremoto del 13 de junio de 2005 provocó enormes fracturas en el templo y obligó a efectuar exigentes obras de consolidación estructural en la iglesia y en la población.

«La destrucción del santuario fue terrible: los techos cayeron y los viejos muros quedaron reducidos a túmulos de adobe y rocas en ruinas (…) Así, la pobre edificación colonial quedó estropeada, derrumbada prácticamente en su totalidad pues, al caerse los viejos muros, el techo resultó casi en el suelo, curvado y doliente como el lomo de una enorme bestia herida sufriendo al sol. También se dañaron otros monumentos nacionales de incalculable valor cultural en la feroz sacudida del pueblo: la torre del campanario se partió en su parte más alta, quedando precariamente suspendida y obligando a los ingenieros a retirarla; y algunas de las maravillosas casas coloniales que antes eran visitadas y admiradas por historiadores e investigadores, quedaron reducida a paredes tambaleantes y una penosa pila de adobes» (Salazar 2020:73-74).

Asimismo, la torre campanario registró una fisura en su cabezal y otras averías que obligaron a trabajos de consolidación. Como recuerdo y secuela del terremoto, quedó tumbada con algunos grados de inclinación.

En la oportunidad se suscitaron dos hechos sorprendentes. En primer lugar, la figura patronal no sufrió más novedad que la pérdida de un dedo de la mano derecha.

Lo otro fue que sepultada bajo una alfombra de escombros y tierra se encontró fortuitamente la reliquia del patrón instalada en 1995.

Pintoresco fue que en el elenco de la Ultima Cena sólo resultó destruido Judas Iscariote y no faltó picardía al interpretarlo como un designio de las fuerzas telúricas para castigar al apóstol traidor. 

A la luz de todo lo expuesto, queda más que comprobado que Lorenzo es un santo mártir. Sin embargo, su historial de peripecias no terminó ahí.

En septiembre de 2012 su imagen fue amenazada por un incendio del que afortunadamente pudo salvar ileso. Y seis años más tarde le arrancaron casi todos los dedos de una mano y  además le infirieron daños en el rostro.

Moraleja: además de mártir, es vulnerable. Frente a los desastres naturales, nada podemos hacer; pero tampoco podemos naturalizar la incidencia de atentados.

De  manera que pongan atención todos los fabriqueros, mayordomos, celadores, cargadores vecinos, devotos, autoridades eclesiales y gubernamentales, etc. Y también los que pontificamos. Más de algo hay que hacer. Somos todos incumbentes. 

Si amamos realmente a San Lorenzo, si apreciamos su pueblo de milenaria trayectoria, si admiramos su entrañable templo y si nos enfervoriza su festividad, no sigamos pecando de negligencia e indolencia, porque así como hay hechores materiales que son culpables, nosotros también lo somos en alguna medida por omisión.

No toleremos que al patrono lo castiguen los desquiciados. Hay que dormir con un ojo abierto, estar en alerta permanente y conjugar el buen hábito de la prevención. Y, ¿por qué no?, visitar su casa más a menudo, no sólo en agosto y en abril.

Sin duda que es una tarea difícil. Pero sería un milagro nuestro que San Lorenzo agradecerá con bendiciones. 

Braulio Olavarría Olmedo

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