La Tirana: evocando pasos y resonancias

A la Iglesia Católica las celebraciones andinas y los  bailes religiosos le producían urticarie. En medio de la disciplinante estrategia chilenizadora, eran un fastidioso convidado de piedra.

La chilenización significó rupturantes modificaciones: entronizó a la Virgen del Carmen y trasladó la celebración al mes de julio, mientras intentaba desterrar costumbres y tradiciones que traducían una identidad, una cultura de vida. Pero no logró erradicar el sello andino, como tampoco pudieron lograrlo antes los españoles en más de tres siglos de dominación.

No había cómo abolir tamaño paganismo, ignorancia y bajeza; tanta aberración, fanatismo e inmoralidad. A final de cuentas, no hubo cómo abolirlo. A tal punto que el obispo José María Caro tuvo que admitir resignadamente en 1925 que los usos y costumbres propios de La Tirana “no se pueden suprimir” (Caro 1925).

En verdad, el Estado chileno, con su ariete chilenizador que era la Iglesia, pudo perfectamente haberlos suprimido. De hecho, prohibió el uso de la lengua aymara y consiguió extinguirla a nivel de áreas precordilleranas de Arica e Iquique.

Como para preguntarnos: ¿qué sería de la festividad de La Tirana sin los bailes religiosos? ¿Habrían bastado la fe y la devoción para llegar a ser el fenómeno socio-cultural que cada año va creciendo más?

De igual modo, nos permitimos especular que si Rómulo Cuneo Vidal hubiese inventado en esos años chilenizadores la sutil novela de la princesa pagana que se enamoró de un cristiano, quien la convirtió y la bautizó, motivo por el cual fue ejecutada, transformándose en una mártir de la nueva fe que abrazaba, habría dispuesto la Iglesia de un instrumento catequizador insuperable, capaz de persuadir a los indígenas y mestizos más renuentes a aceptar el Evangelio.

En todo caso, la Iglesia chilena sintonizó con la saga una vez que ésta fue publicada en Perú y reeditada en Iquique (1936), lo que vino a equivaler a una suerte de actitud acomodaticia, de homologación o de «política de sustitución», como la denominan los historiadores (Díaz, Galdames y Muñoz 2012). Durante la Colonia, la Inquisición se puso una gruesa venda sobre los ojos.

Leyendas amañadas y seudo historias aparte, desde hace poco más de diez años, se sabe fehacientemente que La Tirana sí tiene -por remota que sea- una raíz andina, de la cual deriva también su hoy renombrado topónimo. Ello gracias a las investigaciones de la antropóloga chilena Verónica Cereceda que contribuyeron a descubrir el episodio de Tira-Tirani.

                    Pasos perdidos y latentes

Pues bien, nuestro puntual afán tiene que ver con un acotado y ambicioso rastreo de los bailes religiosos o manifestaciones coreográficas similares en horizontes coloniales y antes de la Guerra del Salitre. Saber hasta donde sea posibles cuáles y cómo eran. Empeño hecho a pulso, no exento de vuelo y olfato especulativos.

Partiremos con un antecedente tan luminoso como estimulante. Y es que la danza de los Chunchos registra un parámetro de trazabilidad notable. En los templos de Tarapacá y de Sibaya se aprecian estructuras arquitectónicas llamadas cariátides que representan sendas imágenes de un bailarín chuncho, evidencias registradas por Lautaro Núñez y susceptibles de fecharse en el siglo 18 (Daponte y otros 2020:365).

En el caso de Tarapacá sabemos fehacientemente que su iglesia fue construida en 1720 y rehabilitada en 1769. No estamos en condiciones de asegurar que la representación escultórica del bailarín chuncho sea de data fundacional, pero podemos al menos imaginar que se trate de una obra atribuible a la munificencia de José Basilio de la Fuente, quien destacó entre 1752 y 1770, aproximadamente, en la construcción y alhajamiento de templos de la provincia.

Sería ésta la única noticia relativa a conjuntos de danza ritual en la Colonia.

Hay referencias. ya en el periodo republicano, que muestran a los chunchos participando en festividades de diferentes pueblos. Por su movilidad era, por tanto, una danza popular y relativamente extendida.

Sobran dedos de una mano para contabilizar materiales cronísticos acerca de fiestas previas a 1879 y los que conocemos no pasan de ser reseñas breves.

Por ejemplo, ha trascendido por vía de tradición que la fiesta del Señor de Sipiza otorgó a este pueblo el rango de entrañable santuario de peregrinación regional y extrarregional. Por desgracia, no se han conocido mayores antecedentes al respecto, porque junto con el incendio del mencionado santuario en 1879 cayó sobre él y su celebración la cortina del olvido.

Del pueblo de Miñe Miñe, nos enteramos que en la festividad patronal de San Martín «los indios adornan sus cabezas de plumas, ejecutan sus danzas al tañido de quenas, flautas, bombos y tamboriles (Risopatrón 1890:69).

Inequívocamente, se trata de los sicuris (sopladores de sicu, zampoña), caracterizados por llevar un tocado de plumas sobre el sombrero.

Emparentados con éstos se encuentran los lacas o laquitas, ejecutantes de zampoñas de tamaño menor,

Menos conocidos, pero de indiscutible raigambre son los lichiguayos, intérpretes de la flauta homónima, prima hermana de la quena. Buena cantidad de referencias los asocian a la zona de Camiña. A propósito del fenómeno de traslado inmigratorio de danzas, hemos conocido lichiguayos en Alto Azapa, en un sector colonizado por camiñanos en la década de 1960 y que tiene justamente el nombre de su pueblo.

Creemos que los mencionados grupos nativos son un sustrato de coreografías rituales de data prehispánica reinstaladas en tiempos coloniales en las celebraciones del santoral católico.

A propósito de remanentes de danzas ancestrales, durante la fiesta del Señor de Chusmiza los bailarines realizaban su ejercicio coreográfico en medio de árboles frutales replantados ocasionalmente en la plaza (enfrente del templo) a fin de pedir que la próxima cosecha fuera generosa (Bertrand 1979:22).

No era exactamente un baile religioso, sino una especie de elenco encargado de desempeñar un rol de representación comunitaria en determinados eventos propiciatorios, sólo que la demanda ya no tenía como interlocutora a la Pachamama, a entidades sobrenaturales o a fuerzas  de la naturaleza, sino que al Señor Jesucristo. 

En efecto, la invocación de los indígenas es dirigida a las imágenes, conceptuándolas como realidad sagrada en sí misma. De esta manera, el  proceso de evangelización encontró en los ritos indígenas uno de los terrenos más fértiles para su desarrollo. En otras palabras, la piedad popular constituyó un importante componente para la propagación de la fe entre la gentilidad andina (Díaz, Galdames y Muñoz 2012). Irónicamente, esta estrategia se revertirá en más de alguna ocasión contra los propósitos de la Iglesia.

De los lichiguayos, sabemos que en el área macroandina el instrumento musical o, más exactamente su sonido, era un sortilegio para inducir la lluvia.

Y a la fiesta del Señor Espíritu Santo en Nama, dicen los testimonios que «llegaban los morenos y los chunchos que venían bailando de Moquella, Francia y Calatambo»  (Uribe y otros 2017:366).

Frente a esta referencia, que debe corresponder a las primeras décadas del siglo pasado, nos cuesta aceptar que en esos tres modestos pueblos del valle de Camiña existieran exponentes de baile ritual. El sentido, más bien, debiera ser que pasaron (visitaron) esas localidades, aunque la correlación geográfica anotada no es correcta.

                        La estructural impronta andina

Volvamos a La Tirana. Ya hemos elucubrado que por fines del siglo 18, en el Pozo del Carmen pudiera haber existido al menos un baile religioso que se haya constituido en fermento para desarrollos posteriores. Y  mayores visos de probabilidad tiene estimar que por el tiempo en que el topónimo La Tirana se posiciona  en su actual y definitiva ubicación las compañías danzantes que homenajeaban a la Virgen de Copacabana fueran varias y de diversa procedencia (pampa y precordillera). Porque ya se perfilaba como un concurrido centro de peregrinación, en tránsito a constituir un santuario.

La referencia más temprana sobre la festividad que conocemos corresponde a una edición de 1898 del diario «El Nacional» de Iquique en que se da cuenta de la presencia de chunchos, morenos, cullacas, cambas y lacas. (Daponte y otros 2020).

A través de los diarios iquiqueños, es posible apreciar que en el umbral del siglo 20 la cantidad de bailes religiosos va en aumento. Así, hay constancia de que en 1905 asistió a La Tirana un total de 11 bailes, a saber:

Cuatro callaguayas (de las oficinas Buen Retiro, Carmen Bajo, Camiña y Campamento Libertad).

Cuatro morenos (de las oficinas Progreso, Santa Catalina, Carmen Bajo y Tarapacá).

Un camba (Oficina Josefina), un toba (oficina San Antonio y uno de llameras (Oficina Angela). (García 2007:47)

No aparecen nombrados los chunchos, pero vimos que en 1898 ya estaban presentes.

A la vista de lo expuesto, el denominador común es la extracción boliviana de sus componente. Masivos flujos de trabajadores venidos de Oruro y Cochabama se reparten por los cantones salitreros y llevados por su vocación de recrear cultura identitaria forman compañías danzantes que acuden a La Tirana.

Si no cuentan con un alférez que dispense recursos, se proveen y financian con los aportes individuales o familiares de sus integrantes.

Cabe detenerse a considerar lo que significaba para aquellos humildes trabajadores de la pampa disponer de trajes, que requerían telas y el trabajo de una modista; aparte de otros elementos adicionales como matracas, coronas para el Rey Moreno y los ángeles, además de varas para éstas y bastón de mando para el caporal, en el caso de lo morenos. O de trajes, plumas, lanzas y acompañamiento musical, en el de tobas y cambas.

Definitivamente, un esforzado nivel de organización, compatible con su devoción y voluntad de protagonismo. 

Para 1907 suman doce bailes, en razón de una novedad realmente llamativa: por primera vez se hace presente en ese escenario arraigadamente andino un conjunto chileno, representativo del género de baile chino de Andacollo, natural del Norte Chico. Al año siguiente se registra la fundación de uno de ellos en la Oficina Paposo.

                    Prejuicios y conjuros

En 1911 la prensa iquiqueña revela el sesgo discriminatorio con el que analizan los bailes religiosos:

«… comparsas de danzantes indios que visten los trajes mas extravagantes y ejecutan bailes o danzas en las que se notan muchos resabios de paganismo, sin que ello sea una falta, sino la costumbre heredada, en la que se han mezclado las practicas religiosas del catolicismo con el antiguo ritual de los Incas» (Caras y Caretas 6-05-1911).

Son tiempos de prematura instancia para comprender a cabalidad el fenómeno cultural que reviste la celebración carmelita.

Pero en esto nos quedamos cortos, ya que incluso en época más avanzada, como 1950, encontramos los juicios del académico musicólogo Carlos Lavín, quien califica a los bailes tiraneños de «comparsa», «farándula», «tradición gentílica»,»cohortes de danzantes tan anacrónicas como las llameras y en el carácter de visitantes de ultratumba prodigan sus fantasmales figuras». Y remata puntualizando que La Tirana está clasificada desde antaño «en el ciclo de las idolátricas manifestaciones de los quechuas» (Lavín 1950:10, 13, 22).

Visión miope, criterio encajonado, sensibilidad encogida. Carlos Lavín percibe paganismos sin percatarse de los ídolos y herejías que él mismo activa tras los barrotes de su oscurantismo de época. Sí, en descargo suyo, habría que considerar que en esos años no existían las iluminadoras investigaciones históricas, antropológicas y sociológicas de las que hoy disponemos acerca de La Tirana.

No obstante, la incomprensión persiste en nuestros días, porque así como muchos la tildan de mero folclore, no faltan los fanáticos de esquina que la acusan de fanatismo y la miran con los ojos cerrados, poco menos que ansiando un exorcismo.

La Tirana es mucho más que lo visto e imaginado: es un universo cultural.

Y escenificado «entre la pampa y el cielo», como bien expresa un órgano eclesial.

                 Nuevos giros y mudanzas

Volviendo al recuento, para 1911 se consigna, entre otros, la presencia de llameras, cambas de Buen Retiro, morenos de traje blanco de Mapocho y chunchos de San Miguel (Lavín, 1950 :22).

Rompiendo la secuencia, por falta de información, saltamos al año 1917 y observamos que, en virtud del proceso de chilenización, la Iglesia ha intervenido para restructurar aspectos organizativos de la celebración.

Por ejemplo, complementa el nombre de cada una de las 11 compañías vigentes con una advocación del santoral. Lo más importante, empero, es que les asigna un orden de entrada al templo, de manera tal que el baile Chino, por obra y gracia de la chilenización, es gratificado con el número Uno, rango que hasta entonces competía a los chunchos.

A ese tiempo debe también remontarse el tricolor en el sombrero de los laquitas y en el turbante de los chunchos. Otro resabio chilenizador es el pie de cueca con que todavía se da inicio a ciertas fiestas andinas. 

Desde ese momento, los chinos ostentan ese rango preferencial y, como tal, son quienes escoltan a la Virgen en la procesión del 16 de julio.

Entretelones hacen saber que el baile chino nunca pretendió dicho privilegio. Por el contrario, ya que una vez notificado el respectivo decreto eclesiástico, su jefe se apersonó al caporal chuncho con el fin de solicitar su venia para escoltar a la Virgen (Daponte y otros 2020: 367). Una señal de honestidad y solidario respeto.

Para completar el inventario de agrupaciones de cuño boliviano recreadas en la pampa salitrera, hay que añadir a los Cullaguas y a los Tobas, a los que una fuente designa en forma errada como Cullave y Faba, respectivamente.

Claramente, y exceptuando a los Chinos, en La Tirana  las protagonistas de la veneración coreográfica son las agrupaciones andinas.

Una resumida información nos dice que en 1944 concurrieron tres decenas de bailes y que en 1948 no pasaron de veinte (Lavín, 1950:32).

Dada su condición de inmigrantes, los trabajadores bolivianos son vulnerables a las vicisitudes de la industria salitrera que en 1914 comienza a experimentar problemas de mercado por la fuerte competencia que implica la irrupción del sulfato de amonio europeo. Luego sobrevienen la Primera Guerra Mundial, la crisis económica internacional de 1930 y sucesivos períodos de vaivenes e inestabilidad. Consecuencias directas son la paralización y cierre de oficinas, con el consecutivo éxodo de familias bolivianas a su país. Con ellas se marchan igualmente muchas compañías danzantes.

Otro tanto ocurre a trabajadores chilenos. Los que no retornan al sur, optan por radicarse en Iquique, principalmente, y otros puertos del Norte Grande.

Y entonces se produce el fenómeno de refundación de bailes por iniciativa de ciudadanos chilenos devotos de la Virgen del Carmen de La Tirana. Inspirados en la impronta andina: surgen en Iquique Chunchos (1928), Cuyacas (1948) y Llameras.

Asimismo, el baile Moreno de la Oficina Mapocho se refunda en Iquique en 1933, aunque de sus antecesores conserva únicamente el nombre y la matraca, porque innova en toda la línea, razón por la cual podría catalogársele como el pionero de la nueva modalidad de morenos chilenos.

En efecto, se transforma en un baile de salto, acompañado por banda de bronce y al compás de marchas militares. El traje remeda a los danzantes de Andacollo: pantalón bombacho y blusa de seda, turbante y zapatillas.

A nuestro entender tanto el proceso de refundación en Iquique de agrupaciones andinas, como del baile moreno recién mencionado, corresponderían a una fase de nacionalización. En adelante, los bailes religiosos son organizaciones chilenas y urbanas.

A esta altura, los iquiqueños designan genéricamente a los bailes con el coloquial apelativo de «chunchos», tal vez con cierto sesgo de alteridad que es sinónimo de «indios».

Luego se suceden nuevos bailes, ahora producto de la inventiva popular. En este sentido, una agrupación que rompe esquemas es la de Pieles Rojas, en torno a cuya autoría ronda una confusa polémica de nombres y fechas. A Damián Mercado se le sitúa como fundador hacia 1931, en tanto que a Aniceto Palza se le sindica como desertor de esa compañia y formador de una paralela hacia 1937.

Tuvimos en 1972 la ocasión de entrevistar a Aniceto Palza, quien nos confidenció que creó su baile con el propósito de magnificar una manda en favor de una hermana suya enferma.

La denominación y atuendo de los Pieles Rojas son más que elocuentes para señalar que son una réplica de los indígenas norteamericanos y así lo corroboran, por añadidura, los nombres adoptados por sus numerosas versiones en todo el Norte Grande: Apaches, Dakotas, Sioux, Aguila Blanca. etc.

Es un baile de acompañamiento musical simple, tradicional: pitos, cajas y bombo.

Bailes de nuevo cuño y foráneos son los Gitanos, procedentes de la actual Segunda Región y de Arica. De la Ciudad del Morro peregrinan también a La Tirana los Morenos del santuario Las Peñas los que, pese a acompañarse de marchas militares, conservan patrones coreográficos de los antiguos morenos pampinos, en especial su carácter de baile de paso.  Son los  «morenos pitucos», porque visten ambo y corbata.

Otras innovaciones son las Osadas, Marineros, Huasos, Gauchos, etc.

Los bailes religiosos urbanos se organizan formalmente con un directorio y efectúan actividades pro-recolección de fondos. Actualmente se rigen por una estructura institucional y reciben la denominación de sociedades religiosas.

En este siglo 21 debemos justipreciar que «la memoria histórica y mitológica ha sido movilizada por los bailes religiosos a lo largo del siglo pasado; lo han hecho a través de sus prácticas rituales y sobre todo gracias a una gran capacidad de organización» (Guerrero 2013:105).

                          En clave moderna

Postulamos que con la irrupción de la Primera Diablada creada por Gregorio Ordenes («Goyo»), inspirado en la Diablada de Oruro que visitó Iquique en 1961, se inicia con inusitada fuerza un proceso de formación de bailes religiosos de corte andino. O, para ser sinceros, de origen boliviano. Como los proto-bolivianos chipaya y los bolivianos asentados en la pampa salitrera.

Una vuelta de torniquete que funde pasado, presente y futuro. Es la Reandinización.

El «Goyo» era uno de los muchos diablos figurines o diablos sueltos, personas que por iniciativa personal asumían la promesa de ponerse un traje de color rojo y careta con cachos para bailar en La Tirana en forma independiente. Teóricamente, cumplían la misión de resguardar el perímetro en que evolucionaban los bailes religiosos, lo que contrastaba con su desempeño más bien lúdico, desordenado, y con su ademán de encimar a los espectadores para asustarlos.

Un día se les ocurrió juntarse y bailar en pandilla y ahí fue cuando Gregorio Ordenes propuso formar una diablada. Resultó un éxito. A partir de esta experiencia iquiqueña, las diabladas proliferan por todo el Norte Grande.

Más impactante aún como expresión coreográfica andina es el Zambo Caporal, surgido en 1970 en Bolivia, una mixtura de danzas preexistentes como Saya, Negritos y Tundiquis. Por tener creador conocido (los hermanos Vicente y Víctor Estrada), en el vecino país no se le ha otorgado la calidad de danza folclórica.

Y seguirán apareciendo e imponiéndose en el gusto de los jóvenes aymaras de todo el Norte Grande modalidades como Morenadas, Tobas y Callaguallas (con pasado tiraneño) y Tinkus, encontrando acogida y emulación general.

En el contexto de la veneración coreográfica ritual, estas danzas andinas modernas son manifestaciones compatibles con las tendencias en boga y las mentalidades emergentes. Con su efusivo lenguaje plástico y musical suscitan emociones estéticas y vivencias de fuerte impacto. En verdad, revitalizan su cultura.

Son como una expresión superlativa del alférez que se esmera por optimizar hasta el más mínimo detalle cuando debe pasar una celebración. La fiesta es una oportunidad en que los andinos se despojan del mutismo y la sobria rutina de sus vidas cotidianas para desdoblarse, extrovertirse, desahogarse y a la vez cargarse de nuevas energías.

Mágica parafernalia de cuerpos de baile masivos en desbordante despliegue que atrapa las miradas de los espectadores con sus trajes de abigarrado colorido, guarnecidos de cintas, pañuelos, blondas, lentejuelas, tocados y un sin fin de adminículos ornamentales. Pero mucho más con los pasos y mudanzas que ejecutan: ágiles, acrobáticos, en el caso de los varones; cadenciosos, sensuales, en el de las bailarinas. 

Y en términos de certamen acústico, un explosión de contagiosa sonoridad, amplificada por mega bandas de bronces en atronador e inconfundible mensaje que induce a que a muchos espectadoras se les vayan los pies marcando el ritmo.

Que están volcados al espectáculo, al dominio escénico, a estilizarse procurando nuevos matices, a  destacar y sobresalir, son para ellos externalidades fuera de discusión.

Pero, bueno; la vida es como es, la historia en constante rodaje, algo propio de la dinámica de cambio y continuidad. Es decir, las cosas cambian y el nuevo estado tiende a naturalizarse, hasta que lo modifica una nueva situación. Pero portando siempre consigo la estela del pasado.

                  Imágenes y nostalgias perdurables

Por la década del 60 del siglo pasado La Tirana ostentaba el rango de principal festividad religiosa del Norte Grande y se aprestaba a una era de encumbrado sitial. En Iquique, ya en la primera semana de julio, la pregunta impajaritable en los diferentes ambientes sociales era: ¿Vas a ir a La Tirana?

Hoy, cuando La Tirana queda a la vuelta de la esquina y es fácil ir allí hasta de paseo, quizas suene ocioso, majadero. Pero entonces preguntarlo era razonable porque, además de ser una costumbre, connotaba un viaje, un traslado, las más de las veces con monos y petacas.

En la ocasión, siendo cabros, hicimos dos veces el viaje «a pata». Al llegar a Pozo Almonte, en vez de seguir por la carretera hasta el cruce de Sara, endilgábamos por el olvidado Camino de las Cruces, ya inexistente, borrado por el desuso y el viento. No era más que un sendero que uno trazaba imaginariamemte avistando cada cruz de fierro y dirigiendo los pasos hacia ella. Y así, vertebrando distancias, se perseveraba hasta distinguir como certeza del rumbo la redonda cúpula del santuario.

Hasta las primeras décadas del siglo anterior, el Camino de las Cruces  fue recorrido obligado y tramo final, saliendo desde Pozo Almonte, de la multitudinaria procesión por los «campos naturales» de peregrinos, bailes religiosos, carruajes, carretas, jinetes a caballo, en mula o en burro. Cuentan las crónicas que la polvareda que se levantaba era espectacular.

Nuestre experiencia pedestre nada tenía de peregrinación, sino de desenfadada aventura. Claro que lo habitual era viajar acurrucados en la carrocería de un camión. Esto no era afán aventurero, sino la costumbre, algo usual, permitido.

Dormíamos dentro del templo, pero el sueño era interrumpido tempranamente por los bombos de los bailes que ingresaban a dar el «Buenos días». Obligados a abandonar nuestro sagrado dormitorio, salíamos en busca de alguna generosa fogata que nos abrigase hasta que se disipara la camanchaca y saliera el sol. Ahí el pueblo y la fiesta retomaban su actividad y llegaba la hora del desayuno. Como íbamos «a lo campeón», nos salvábamos comiendo alfajores y esas sabrosas sopaipillas gigantes que vendían comerciantes bolivianas. Menú que se repetía al almuerzo y a la once-comida. Pero éramos felices.

El monte era un inmenso campamento de carpas y de fogones para cocinar y hasta tendían ropa lavada in situ. Quién sabe de dónde sacaban agua. Pero se cumplía con la manda y/o el deseo de disfrutar en ese bendito campo del desierto.

Inolvidable por lo pintoresco es el recuerdo del matadero que se improvisaba al lado del cementerio y en el que pastores altiplánicos faenaban llamos y ofrecían la hoy eufemísticamente llamada «carne de alpaco».

Braulio Olavarría Olmedo

Imagen recuperada de:  https://www.bing.com/images/search?view=detailV2&ccid=lT%2bcjswN&id=CA1CD5B964D7E783046125FBD4543DAA19AEF46E&thid=OIP.lT-cjsw

Referencias biliográficas:

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Caro Rodríguez, José María: Semanario “La Luz”, 12 de febrero de 1925, Iquique.

Daponte, Jean Franco: Los chunchos en La Tirana. Baile, música y memoria festiva en el Norte chileno. Interciencia, vol. 45, núm. 8, 2020. https://www.redalyc.org/journal/339/33964324002/html/

Dìaz Araya, Alberto; Luis Galdames Rosas y Wilson Muñoz Henríquez:  Santos patronos en los Andes. Imagen, símbolo y ritual en las fiestas religiosas del mundo andino colonial (Siglos XVI – XVIII). Alpha  no.35 Osorno dic. 2012.

https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22012012000200003.

García Vásquez, Pablo R.: La danza ritual y bailes religiosos. Permanencia y sentido en el imaginario religioso de los bailes del Norte Grande. Revista Cultura y Religión, Dpto. Ciencias Sociales, UNAP,  junio de 2007.

 file:///C:/Users/personal/Downloads/Dialnet-LaDanzaRitualYBailesReligiosos-2785610.pdf

Guerrero, Bernardo: Chile, aquí tienes a tu madre: chilenización y religiosidad popular en el Norte Grande. Universidad Arturo Prat, Iquique, Chile. Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado Vol. XXVII / Nº 3 / septiembre-diciembre 2013.

El Tarapacá , 15 de julio de 1940: La fiesta de La Tirana. Fuente: La Tirana en la prensa,Tarapacá en el mundo.

Lavín, Carlos: La Tirana : Fiesta ritual del Norte de Chile. Colección de Ensayos N°8. Universidad de Chile, Instituto de Investigaciones Musicales, Facultad de Ciencias y Artes Musicales. Editorial Universitaria, 1950. 

Núñez Atencio, Lautaro: Núñez Atencio, Lautaro: La Tirana, desde sus orígenes hasta la actualidad. Ediciones del Desierto, 2015.

Uribe, Mauricio, Francisca Urrutia y Fernanda Kalazic: Pukara y chullpas de Nama (Tarapacá): Diálogos arqueológicos, patrimoniales y políticos con una comunidad aymara del norte de Chile. Revista Chilena de Antropología 36. 2017.  file:///C:/Users/personal/Downloads/franciscosorio,+Journal+manager,+uribe.pdf

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