Huasicima, la veleidosa mina fantasma

                          

Según una añeja tradición, no exenta de aristas históricas, existió en la pampa tarapaqueña una mina de plata que alucinó a muchos aventureros y buscadores de tesoros. Se llamaba Huacisima. Tan opulenta como caprichosa, incitaba a señalados caminantes, abriendo su boca de par en par o regalando en bandeja valiosísimas piezas de metal argentífero. Por lo común, se dejaba ver una sola vez y luego desaparecía, se chingaba; o sea, se corría a otros lugares, lo que explicaría la dispersión de los sitios en que se cuenta haberse manifestado su racha.

Conforme a la mayoría de los testimonios y/o casos venturosamente conjugados, habría que localizarla en Pampa Orcoma; es decir, dentro de un perímetro que se extiende desde Negreiros, por el Norte, hasta Huara, por el Sur, teniendo como límite la vertiente oriental de la serranía costera.

De creerle a la tradición y hasta donde se sabe, no habrían sido más de seis los predilectos que pudieron disfrutar de la esquiva generosidad de la Huacisima. Tres de ellos compartieron la dicha de conocerla cabalmente, como que la visitaron en más de una ocasión para extraer trozos minerales que se tradujeron en significativas sumas de dinero.

Los restantes se toparon con ella fortuitamente, pudiendo recoger a discreción piedras de rico metal que al ser sometidas a análisis resultaron de óptima ley. Pero a estos tres la suerte les brilló nada más que una vez.

Hubo también amargos desenlaces: del casual golpe de suerte al ramalazo de la frustración, del premio imprevisto al castigo desconcertante. Como también eventos devenidos en fatalidad.

                                           Los que atinaron

El primero de estos episodios dicen que se sitúa hacia las dos últimas décadas del siglo 19. Se trata de una persona que protagonizó un hallazgo entre la Oficina Valparaíso y Huara; en verdad, un entorno bastante acotado. El afortunado vivió con holgura, pero manteniendo una discreción a toda prueba, como si nunca hubiese tenido ese encontronazo con la suerte. Murió en 1880, llevándose el secreto a la tumba.

Por esa misma época, se cuenta de un anciano que concurría a sacar plata desde una mina desconocida, acompañado de un muchachito de nacionalidad boliviana. Luego de la muerte del anciano el ya hombre adulto no habría demostrado interés en endilgar sus pasos a un sitio que conocía sobradamente. Coincidentemente, terceras personas especulaban sobre la existencia de un plano que un cierto trabajador boliviano (¿el susodicho?) le habría entregado a un empleado salitrero de nacionalidad alemana, quien buscó afanosamente al informante, hasta ubicarlo y comprometerlo a guiarlo hasta la mina.

El boliviano en comento se mostró de acuerdo en juntársele y acompañarlo al objetivo, pero nunca llegó a la cita. Es más, se marchó de esta región. Aparentemente desinterés o recelo reverencial frente a los tesoros de la Pachamama. Pero nada de raro que haya concurrido más de una vez al sitio de la fama y acumulado suficiente material para asegurar su existencia, tras lo cual habría optado por alejarse para no seguir despertando codicia y dejar tranquila a la Huacisima.

Del frustrado alemán nunca más se supo, salvo que confió a un amigo un plano del sector donde se podía hallar la mina, pero tachando las referencias geográficas: “la mina H…., en el norte de M…” 

Especulando respecto al acertijo, una interpretación aceptable sería: “la mina Huasicima, en el norte de Mapocho” (la Oficina); es decir, antes de la Oficina Ramírez. No hay constancia de que el amigo del alemán haya intentado algo al respecto.

Luego están las experiencias de personas que toparon con la mina mientras caminaban desde una oficina salitrera hacia Iquique. Algo de muy poca credibilidad, atendiendo al factor distancia y, sobre todo, a la imprudente tarea de querer transitar de noche por una intrincada serranía por la cual, si bien se filtran huellas, eran muy pocos las que las conocían.

                                      Caminantes de la suerte

Sea como fuere, en 1895, dos obreros de la Oficina Agua Santa pierden el tren y optan por marchar al puerto. Es de noche. Una tupida camanchaca les ciega el camino, de manera que optan por quedarse a esperar el nuevo día en un determinado punto a la vera de un cerro. Al despertar, descubren una bocamina tapiada en cuyo umbral se desparraman piedras que despiden brillo. Examinándolas y frenéticamente persuadidos de que representan retazos de un tesoro mineral, proceden a guardarlas en sus bolsos y su ropa, lamentando no poder acarrear en mayor medida.

Pues bien, los dos bendecidos por la fortuna adquieren un alto nivel adquisitivo, provocando la admiración y envidia de muchos. Disfrutaron a todo trapo hasta casi agotárseles el dinero y sentir el deseo de ir por más. Claro que antes de partir consideraron providencias tales como procurarse una mula, herramientas y una buena cantidad de sacos. Pero una vez en la pampa y acicateados por las impacientes ganas de reencontrar la mina, todos sus intentos resultaron vanos.

Casi calcado es lo que se cuenta de un estafeta de la Oficina Tránsito, ubicada en el Cantón Negreiros, casi en el mismo perímetro de Agua Santa, punto de partida del caso anterior. Caminando a Iquique, le llegó la noche, pernoctó en la pampa y al retomar la caminata divisó varias piedras que resultaron ser plata de alto valor. Poco después volvió a la pampa y trató de desandar el itinerario en pos de esas piedras benditas, pero todo lo que encontró en su denodado esfuerzo fue arena y piedras, en medio de la más amarga desolación. Esto habría ocurrido en 1898.

Entrando al nuevo siglo, en 1902, un vecino de Pisagua salió desde la Oficina Ramírez (algo al Sur de Huara) con rumbo a Caleta Buena. A plena luz del día y antes de entroncar con la vía directa que partía a la costa desde la Oficina Valparaíso,, dio con una bocamina sembrada de piedras de plata que le depararon un feliz pasar.

Decidido a recoger en abundancia, y esta vez acompañado de dos amigos -para conformar el trío ideal recomendado por la cábala de los entierros-, se encaminó al objetivo pleno de optimismo, ya que el sitio lo tenía suficientemente bien internalizado: se ubicaba próximo al Cerro Constancia, que se alza al oeste de Huara y que con sus 1.471 metros es el gigante de la Pampa Orcoma.

Para mayor garantía de éxito, en su primera incursión, antes de retirarse con la fascinante carga, había tenido la precaución de poner marcas, entre ellas el indicio certero de una ruma de piedras que coronó con un tarro, a guisa de mudo heraldo. No tuvo problemas para llegar al escenario soñado. Observó con milimétrica atención, recorrió, dio vueltas, repasó lo andado, sin encontrar nunca aquel dintel de la gloria mineral. Nada, ni siquiera el relevante señuelo que era el tarro.

                              La maldición del “antimonio”

El último episodio, entre 1903 y 1905, lo protagonizó un pescador camanchaca de Caleta Buena, con toda seguridad uno de los últimos sobrevivientes de aquellos navegantes en balsas de cuero de lobo marino. Desde la caleta se disponía de varios caminos para discurrir por la pampa salitrera. Incluso, y desde horizontes prehispánicos, había una ruta longitudinal que corría paralela a la vertiente oriental de la Cordillera de la Costa, entre Pisagua y Huantajaya.

Motivado probablemente por un dato promisorio, se aventuró a subir a explorar y fue así como en la Pampa Orcoma descubrió una mina de plata a la que acudió en más de una oportunidad, haciéndose de una situación privilegiada. Dejó la pesca y se radicó en Iquique.

El origen de su aventajado estándar económico no lo revelaba a nadie, hasta que una noche, compartiendo tragos, contó entretelones a dos cuñados suyos y se dejó convencer -sin necesidad alguna- de formar una sociedad con un gringo que proveería todo lo referente a logística. Más temprano que tarde, accedieron a la mina y salieron de ella cargando varios kilos de plata. Éxito rotundo.

En opinión de algunos, resultaba más que extraño que la Huasicima se dignara colmar ambiciones tan desmedidas, como desmintiendo su fama de veleidosa.

No pasó mucho tiempo y el camanchaca cogió una enfermedad que lo arrastró a la muerte. El comentario obligado fue que le habría caído la maldición del “antimonio”; es decir, fue víctima del vagaroso hálito que desprende la plata soterrada al ser expuesta al aire libre. Inhalar el “antimonio” equivale a una sentencia de muerte. Su efecto es letal, aunque retardado.

 Y no sólo eso, porque a otros les tincaba que la Huasicima lo castigó por profanar el sortilegio e inducir a la codicia de terceros, propiciando un saqueo grupal. No se supo más del par de cuñados ni del gringo, pero se daba por descontado que corrieron similar suerte (mejor dicho mala suerte) y aseguraban que de esa fatalidad no escapa nadie.

De ahí en adelante, no hubo más noticias de hallazgos, porque cada vez fueron menos los interesados en salir en pos de la Huacisima, siendo su denominador común el fracaso. A tal punto que se desacreditó su fama y las opiniones oscilaban entre creer que la mina había desaparecido para siempre o que todo había sido simplemente una quimera. Pero una pregunta quedaba flotando: ¿y los que gozaron de buena suerte?

                             La Huacisima que sí existió

A todo esto, hay que decir que sí hubo una mina denominada Huasicima (por lo tanto, prehispánica) que fue explotada por los españoles en tiempos del encomendero Lucas Martínez Vegaso, según se desprende de un registro histórico proporcionado por el cronista-sacerdote piqueño Francisco Javier Echeverría y Morales, quien dejó constancia de que esta mina estaba enclavada en el Cerro San Simón de Huantajaya.

Refiriéndose al hallazgo de vestigios en este sitio, Echeverría y Morales expresa que se encontraron “dos papeles ya cuasi deshechos. En uno se leía: remitir dos libras de pimienta y en el otro: que si le iba mal en aquel mineral, se viniese al de Huasicima que estaba bueno. Como no tiene fecha ni data del lugar, no se ha podido saber dónde se halla. Se encontró también un cuerpo de un párvulo español con vestigios de lienzo de lino. Esto da a conocer que los españoles allí tuvieron su habitación y trabajaron el alto”. Se refiere al Alto o Cerro de San Simón, en Huantajaya.

En cuanto a los destinatarios de estos mensajes que no llegaron a destino, pensamos que el primero pudo ser un proveedor que llegaba periódicamente hasta el Puerto de Tarapacá, o tal vez el encargado del almacén de mercancías que funcionaba en la misma caleta de Bajo Molle desde los días de Martínez Vegaso.

El segundo destinatario correspondería, por lógica, a una persona que desarrollaba afanes mineros en otro lugar y al que se recomendaba se “viniese al de Huasicima”.

Según concluye Echeverría y Morales, el autor de la carta tenía su alojamiento al pie del cerro San Simón.

¿Quién no nos dice que la voz Huasicima pueda tener afinidad con el vocablo quechua huasi, que significa básicamente “casa” y para los incas designaba el acopio de las primeras piedras cosechadas en cada mineral, las que se colocaban en la bocamina como objeto de veneración y amuleto?

La precisa localización que entrega Echeverría y Morales (Cerro San Simón, Huantajaya) desmentiría todas las versiones anotadas, exitosas o fracasadas, con respecto a Huacisima. Sin embargo, un convencido de que las historias que se cuentan no son mentira, plantea la siguiente coartada: podrían tratarse de dos minas diferentes, a unas de las cuales -la caprichosa y que suele chingarse- se le endosó el nombre de la histórica.

A juzgar por los relatos conocidos, el tema de la Huacisima circuló entre los dos últimos decenios del siglo 19 y los albores del siglo 20. La pampa estuvo poblada de oficinas y de gente durante la primera mitad de la centuria pasada, pero ya no se hablaba de la mina fabulosa. Como para pensar que es una tradición anacrónica.

Más de un soñador impenitente aduciría que como hoy nadie anda por la pampa, la Huasicima no tiene a quién tentar. Braulio Olavarría Olmedo

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