Lucas Martínez Vegaso encomendero y primer minero hispano en Huantajaya

Detalle del párrafo final del testamento redactado de su puño y letra y autografiado por Lucas Martínez Vegaso (1765).

En la hora precisa cuando en el mundo impera el paradigma económico del mercantilismo que manejan las monarquías y se fundamenta en los metales preciosos, Lucas Martínez Vegaso se hace del rico yacimiento argentífero Minas de Tarapacá (Huantajaya).

Merced a su olfato ventajista y prodigador de ganancias, se transformó en un comerciante de la cabeza a los pies, armado de una truculencia y desvergonzura sin límites. Y al frente de un puñado de extraños se permitió pisotear a los más débiles que constituían las mayorías étnicas, convirtiéndolos ahora en intrusos en su propia casa.

Hombre inquieto, de convicciones tornadizas, sobrellevó una vida plena de facetas realmente novelescas.

Es inevitable preguntarse cómo se enteró Martínez de la existencia del mineral y de qué manera pudo un hombre que era soldado acometer la compleja tarea de beneficiar un yacimiento de esa magnitud.

Lucas Martínez recibe el 22 de enero de 1540  en el Cuzco la encomienda de Arica y Tarapacá, que incluía también pueblos de Arequipa, Moquegua y Tacna. Poco después de un mes, el 17 de febrero, toma posesión en Arequipa de su encomienda en forma protocolar y luego emprende un recorrido de reconocimiento por cada una de las unidades tributarias que se le asignaban. Visita las de Arequipa, Sama, Locumba, Ilo, Lluta, Azapa y en Arica revista a 40 tributarios autóctonos y a 30 pescadores oriundos del Puerto de Tarapacá (Barriga 1955:17-18).

Al ingresar a territorio tarapaqueño debe irrogar ingentes esfuerzos perseverando por el Camino del Inca de los Llanos y transitar por una geografía agresivamente tortuosa de quebradas en que se acurrucan o descuelgan rústicas aldeas, junto a valles precarios e hilillos de agua que en esta árida zona justifican sobradamente el estatus de río: Camiña, Chiapa, Huaviña, Puchurca, Pachica y finalmente la capital Tarapacá Viejo.

De aquí la exploración accede a la insolada desolación de la pampa y luego, muy cerca de la costa ,el ánimo del conquistador rebosa de gozo: encuentra la mina de plata que lo colmará de riqueza y lo hará declarar: “Mi repartimiento que aunque es pequeño, vale más que toda la gobernación de Chile” (Pérez de Tudela 1964: volumen 21, parte 2).

Cómo llega a Huantajaya

Pensamos que Martínez no estaba en ayunas respecto a la existencia del mineral, ya que -como capitán del círculo de Francisco Pizarro- debió tener noticias de la excursión ordenada por Hernando Pizarro a Talaverano en 1538. Posible es también que la Visita de 1539 haya aportado algunos atisbos, pues la normativa incluía entre otras pesquisas sobre minas (Barriga 1939: tomo I:11). Con tales eventuales antecedentes bien pudo presionar al curaca de Tarapacá, Tusca Sanca, y exigir ser conducido a Huantajaya.

Según comentó un agudo observador “no hay español quien sepa de qué minas ni cómo se sacan, porque es cosa que anda entre los indios” (Santillán 1879:69).

Pero Martínez Vegaso tenía fuerte vocación organizacional y grandes habilidades en materia de planificación estratégica, de modo que delineó concienzudamente cada uno de los pasos a seguir.

En primer lugar, analiza el factor distancia, puesto que él reside en Arequipa y las minas se encuentran casi en el extremo del sur del Perú. Imposible pensar en recorrer los abruptos e interminables senderos del desierto para llegar a destino.

Se estima que hacia fines de 1540 manda a construir un barco, el “Santiaguillo”, con el cual articula el circuito Arequipa-Ilo-Arica-Puerto de Tarapacá (Trelles 1991:41). Según otra fuente, compró en 4.000 pesos una nave que ya tenía recorrido (Cuneo 1977:97).

También a fines de 1540, convencido de lo extenso y rico que es el yacimiento tarapaqueño, firma un convenio en virtud del cual Juan Quixada y Diego García Villalón se comprometen ante el encomendero  a tomar “cualesquiera minas de plata en la parte y lugar que vos pareciere y estacarlas y hazer en ellas todo lo que se requiere para la validación” (Trelles 1991:41). No por casualidad, García Villalón será el piloto del “Santiaguillo”.

1541 es un año de atinadas diligencias. En primer lugar, el 25 de abril de 1541 procede a fundar la villa de San Marcos de Arica, cuya creación hay que examinarla en consonancia con el emprendimiento minero tarapaqueño. Martínez la concibe como base de operaciones: en Arica hay agua buena y abundante, además de dos valles costeros (Azapa y Lluta) que ofrecen productos hortofrutícolas y leña.

También compra ocho esclavos negros  jóvenes y los capacita con un especialista en las tareas de fundición y herrería, con el objetivo de prescindir del rústico sistema de la huayra.

Además de recibir numerosos poderes para buscar minas en nombre de terceros, el 23 de agosto nombra a Diego García de Villalón como su apoderado general, con atribuciones para cobrar deudas, registrar minas de oro y plata, enrolar funcionarios y operarios. El texto es elocuente al dejar constancia de que Martínez se propone “poblar y explotar las minas de Tarapacá” (Trelles 1991:45).

Asimismo, en Arequipa se hace de un equipo administrativo y de gestión y designa mayordomos de jerarquía escalonada: Arequipa, Arica y Tarapacá Viejo.

En base a todo lo expuesto, somos de la idea que la explotación europea de Huantajaya partió en 1541.

Mina La Cruz de Huantajaya

Sabemos que Martínez Vegaso conoció el mineral informado por el curaca de Tarapacá Viejo, Tusca Sanca. Una duda más que razonable nos persuade de que este jefe étnico eludió referenciarle las mejores minas -entre ellas la de superlativa calidad: la Mina del Sol-, y se limitó a enseñarle alguna de promedio superior.

La tradición oral recogida por el Alcalde Mayor de Minas, Antonio O’Brien (1765) indica que las labores extractivas de Martínez Vegaso y de algunos otros pioneros españoles se centraron primeramente en el Alto o Cerro de San Simón, antes de detectar mineral en el cerro San Agustín. A ambos sitios les separa un kilómetro de distancia.

 “En el Alto de San Simón, hay dos trabajos hechos por los antiguos” (del siglo 16) “en forma de pozos profundos, a el uno llaman el Chiflón de San Simón y a el otro el de San Joseph que están situados en un alto bastante espacioso rodeado de diferentes quebradas pequeñas por donde se sube a el” (O’Brien 1765, en Hidalgo 2004:24).

Refiriéndose también a la gestión de “los antiguos”, el propio impulsor Bartolomé de Loayza declarará en 1757 que “se ve por las minas, que dicen el Alto” (San Simón) “que solamente las trabajaban mientras encontraban barra y metales ricos, y cuanto les faltaron, las desampararon” (Valdivieso 1757).

Respecto a nombres de los sitios trabajados por Lucas Martínez Vegaso, solamente se ha podido rescatar a través de un documento de 1561 el de la mina “La Cruz” (Glave y Diaz 2019:161). En un principio, el encomendero trabajaba una “cueva”, al decir de Pedro Pizarro. En dicho lugar, se desenterraron numerosas “papas” (trozos de plata nativa, casi pura y prácticamente en barra), las que no requerían fundición y “se cortaban a cincel”. Sin embargo, las “papas” eran descubiertas esporádicamente y al cabo de intensa búsqueda, (Pizarro 1944:221).

De todos modos, para esa etapa inicial los vestigios encontrados en Huantajaya dan cuenta de pozos verticales de poca profundidad y piques oblícuos (chiflones) labrados en demanda de una veta definitivamente esquiva, resguardada por firmes cajas de roca dura; es decir, impenetrable para los precarios medios técnicos con que contaban Martínez Vegaso y otros pioneros europeos.

Lucas Martínez es indiscutiblemente un mercader emprendedor e innovativo. En  1554, en el mineral altoandino de Porco ya se había incorporado tecnología europea como el uso de fuelles, que ofrecen una ventilación oxidante. Martínez Vegaso no debe haberse demorado mucho (si es que no también adelantado) en implementar ese método. En su testamento, manifestado en 1565, declara que en las Minas de Tarapacá trabajan para él “un negro oficial herrero que se llama Anton, con su fragua e aderezos della, y otro que se dize Antonio Garbato que suena los fuelles” (Trelles 1991: 287-288).

Equipo de trabajo

Además de un administrador general en Arequipa, Lucas Martínez tenía como mayordomo de encomienda residente en Arica a Martín de Valencia (más adelante lo reemplazará su hijo Gonzalo). Allí también vivía el sirviente Roberto Corniel o Cornieles.

Su primo Pedro Alonso residía en Tarapacá, como mayordomo del repartimiento y su hermano Alonso (“Carrascalejo”) supervisaba las minas.

En España la familia de Martínez vivía en la ciudad extremeña de Trujillo. Su madre se llamaba Francisca de Valencia. Varios miembros de la familia Valencia, procedentes de Trujillo y Madroñera y emparentados con los hermanos Martínez, viajaron al Perú y trabajaron como empleados de la encomienda (Rubio y Sánchez 2006).

Las investigaciones arqueológicas permiten deducir que los mayordomos y sirvientes de Lucas Martínez no habilitaron viviendas dentro del perímetro de la aldea prehispánica de Tarapacá Viejo, en función del impedimento normativo de residir en “pueblos de indios”. Irónicamente, sus empleados alojaban en la ribera opuesta, en la estructura incaica denominada “Tambo”, escala del Camino del Inca de los Llanos. Allí también debió alojar el encomendero cada vez que visitó dicho pueblo.

En Huantajaya había un equipo de trabajo multiétnico. Junto a un puñado de españoles, se desempeñaban camanchacas, aymaras, mestizos, negros y yanaconas (indígenas de servicio que se empleaban en forma libre).

A los nativos costeros se les denomina en un sentido general como “indios de la mar”. Aparte de los balseros emblemáticos, hay un grupo encargado de ir a buscar agua a Arica en un barco del encomendero. Pero en 1561, el sirviente afro Juan Martín Mulato testimonia que los mayordomos proveían de hojas de coca a los mineros aymaras “e a los indios camanchacas (negrita nuestra) que traían pescado e agua a las dichas minas” (Hidalgo y otros 2019: 280). De esos nativos costeros sólo conocemos los nombres de Puyle, Chuysa y Cilauca (Glave y Díaz. 2019:162).

Es presumible que la anotada en el párrafo precedente sea la primera mención documental (1561) del etnónimo aplicado a los indígenas costeros: camanchacas. Este no era su autónimo (designación que se daban a sí mismos), sino un exónimo o nombre aplicado por terceros, en este caso por los aymaras, en base a la siguiente composición: camancha (neblina) y haque (gente): gente de la neblina=camanchacas.

Concepto que posteriormente revirtió a su expresión como fenómeno natural. Antonio O’Brien (1765) dice que llaman camanchacas a “las nieblas y brumazones de la costa” (Hidalgo 2009:26). En esta última acepción, el término tiene mayor arraigo en la zona norte de Chile, toda vez que en Perú se habla de garúa.

Por las razones expuestas, se entiende nuestra propensión a utilizar camanchaca en vez de chango. Hasta donde sabemos, la primera mención documental de este último vocablo se encuentra en un documento fechado en 1641, en el que se hace referencia a la labor misionera en caletas de Antofagasta doctrinando a “camanchacas chiangos habitadores en estos puertos de mar” (V. Castro 2009:512).

Para finalizar con el segmento indígena, entre los forasteros se contaban el yanacona cuzqueño Pedro y el camanchaca Martín Imata, oriundo de Acari, puerto al norte de Ilo.

Los esclavos negros eran un grupo bastante apreciado por el encomendero. El listado incluye a Antón Banol, herrero; Antonio Camato, oficial de fuelles;  Antonio Botero,  ecónomo; Juan Martín Mulato, Francisco Biafra y Jerónimo  Angola (Trelles 1991:161,162).

A los que hay que agregar a Juan Ballol, a su mujer, la negra Juana, cocinera del campamento. Principales alimentos de consumo eran maíz, porotos, papas, pescado, gallinas y huevos.

En Tarapacá Viejo, donde funcionaba el taller de fundición, estaba el maestro especialista Jordán.

Y en un lugar denominado Ramainga permanecía Pedro Guatapari, elaborando permanentemente carbón (Trelles 1988:287-288). Inútil resulta atinar a localizar dicho sitio, necesariamente un sector arbolado. El problema es que muchos de los sectores, que por entonces estaban poblados de tamarugos, hoy son pampa desnuda.

Entre estos sirvientes esclavos, sobresalía Antón Martín Bran por su inteligencia y por tener el favoritismo del encomendero. El manejaba las llaves de algunos bienes y fue declarado libre por voluntad testamentaria de Martínez  (Trelles 1991:131).

Los mineros de Huantajaya ganaban menos (153 pesos) que los trabajadores de la viña de Ocurica, en Arica (333 pesos) y que los pastores (275 pesos). Solamente aventajaban a los arrieros que ganaban 68 pesos y a los operarios del molino de Guaylacana, en Arica que recibían 38 pesos (Trelles 1982:256).

Durante sus estadas en Huantajaya, Martínez Vegaso debe haber alojado en una vivienda de adobe, pero con techumbre de totora, como se desprende de una carta en que solicita le traigan desde Pisagua algunos haces de este material  “para  acabar  de  cubrir  el  aposento  para mí  y  mandadles  que  hagan  otras  tres  esteras  que  son  menester” (Glave y Díaz 2019).

A nivel de encomienda, pese a ser un polo de producción comparativamente modesto, Tarapacá exhibía mayor dinamismo que los repartimientos de más al Norte, toda vez que ejercía roles de exportación. En efecto, además de la remesa de barras de plata a Lima, buena parte de los productos generados por los indígenas tributarios (maíz, ají, pescado seco, frijoles y ganado camélido, entre otros) eran comercializados en Potosí, Porco y Carangas, en viajes de ida y vuelta con largas caravanas de llamos que demoraban hasta 3 meses.

De vuelta a las armas

En 1541 comienza a generarse un panorama que determinará nuevos y decisivos cursos de acción para la suerte del empresario, tornándolo a retomar su carrera de soldado. Es que se avecina la rebelión de los encomenderos del Sur frente a la corona. Su corolario será la guerra civil.

Llegaron noticias de la venida desde España del comisionado real Cristóbal de Vaca de Castro, quien arriba a fines de 1541. Enterado de ello, Lucas Martínez se dirige al Puerto de Tarapacá acompañado de sus criados y algunos vecinos de Arequipa (Trelles 1982:48).

En la caleta de Bajo Molle se embarcan en el “Santiaguillo” y viajan al Norte a ponerse a disposición de Vaca de Castro. Esto lo hacía Martínez, no por lealtad a la corona, sino por su eventual filiación pizarrista. O, para ser más exactos, a fin de vengar la muerte (26 de junio de 1541) de Francisco Pizarro a manos de Diego de Almagro El Mozo, quien eliminó al marqués por haber ejecutado a su padre, el Adelantado, tras lo cual se autodesignó gobernador del Perú.

Dado que ha muerto Francisco Pizarro, representante oficial de la corona, y que Hernando Pizarro está preso en España, el único miembro del bando pizarrista restante es Gonzalo, quien asume de facto y en actitud cabalmente confrontacional.

Martínez imaginó que la venida de Vaca de Castro tenía como objetivo directo derribar al usurpador Almagro el Mozo. Para infortunio suyo, de los pizarristas y de los encomenderos levantiscos, la presencia del comisionado no respondía solamente a la voluntad real de poner orden, sino que venía fundamentalmente a implementar Las Leyes Nuevas (promulgadas el 20 de noviembre de 1542) que significaban una cuenta regresiva para el sistema de encomiendas. Según la nueva normativa, a la muerte de los actuales titulares expiraba también la encomienda.

Los encomenderos sostenían que ellos, en favor del rey de España,  habían conquistado territorios y pueblos con armas, pertrechos y recursos propios, cosa que no sólo legitimaba el privilegio de la encomienda, sino que además los hacía merecedores a satisfacer su pretensión de que se les otorgara el señorío sobre sus tierras y vasallos en forma vitalicia.

Pero los reclamos quedan en segundo plano. Lo puntual ahora es sacar a los almagristas de escena. El 16 de septiembre de 1542 las tropas de Vaca de Castro y Gonzalo Pizarro obtienen una victoria aplastante en la batalla de Chupas. Entonces, Lucas Martínez regresa a su hogar en Arequipa para supervisar desde allí la marcha de la encomienda.

Se suceden en el Perú años de paz y para Martínez de franca bonanza, gracias a que puede mandar a explorar y explotar nuevas minas. Más todavía, por cuanto uno de sus hombres de confianza, el sacerdote Alonso García, declara en 1542 que, habiendo tomado demasiadas minas en Tarapacá, renuncia a ellas en favor de Lucas.

La situación de Martínez es boyante. En tal condición, al año siguiente facilita su barco para transportar pertrechos que Pedro de Valdivia requería tan encarecidamente en Chile:

Lucas Martínez Vegaso me favoreció con un navío, quitándolo del trato de sus minas de Tarapacá, que no perdió poco”, comentaría después el conquistador de Chile (Valdivia 1970:62).

Alrededor de aquel año de 1543 se puede fijar uno de los periodos de mayor prosperidad de Lucas Martínez Vegaso. La producción de sus minas, que era enviada a Lima, le prodigaban elevadas sumas de dinero que destinaba a diversos fines: desde la construcción de barcos hasta la comercialización de productos europeos. La bonanza de nuestro personaje se reflejó también en un incremento de obras de equipamiento. Una escueta escritura de febrero de 1543 manifiesta que Lucas tenía en construcción una capilla y un molino(Trelles 1991:52).

Como no hay constancia de los lugares donde se llevaron a efecto tales obras, es de suponer que el molino se hizo en Huaylacani (valle de Lluta). Y el templo en Tarapacá Viejo, por su relevancia político-económica y por ser el centro administrativo del repartimiento con mayor dotación de tributarios, aparte de comprender un mineral de plata que produce considerable riqueza.

Pierde la Encomienda

Con el propósito de restablecer la autoridad real en el Perú, desde España envían al comisionado Vaca de Castro, cuya misión fracasa. Entonces la autoridad real se ve en la necesidad de despachar al Perú a Blasco Núñez de Vela, investido como primer virrey del Perú.

En mayo de 1544, Lucas Martínez hace saber a Núñez de Vela que está de su lado y dispuesto a reunir gente en favor de la causa real, mientras que el resto de los encomenderos del Sur (Pedro Pizarro, Hernán Torres y Rodríguez de San Juan) cierra fila en torno a su líder Gonzalo Pizarro. En un primer enfrentamiento, los rebeldes logran imponerse el 18 de enero de 1546 en la batalla de Añaquito, refriega en que muere aquel primer virrey. Martínez cae prisionero, pero Gonzalo le perdona la vida y lo incluye en sus filas.

La corona, que no ceja en su voluntad de doblegar a los insurrectos, envía un segundo ejército al mando del licenciado Pedro de La Gasca, un funcionario ejecutivo, además de buen administrador y negociador.

Esta vez Lucas Martínez apuesta por los rebeldes. A comienzos de abril de 1547, Gonzalo Pizarro lo nombra teniente de gobernador y capitán general de la ciudad de Arequipa. Una comisión especial fue la de amagar y, si fuese posible, capturar al capitán Diego Centeno, cabecilla del movimiento adicto al rey.

Cuando, en junio de ese año, se avecinaba el choque con las tropas de la corona, Martínez manda pregonar que todos los vecinos arequipeños deben enrolarse con el movimiento rebelde, so pena de muerte o pérdida de los bienes. Pero los arequipeños no están dispuestos a embarcarse en la aventura. Traduciendo esa resistencia, los capitanes Jerónimo de Villegas (compadre de Lucas) y Hernando de Silva toman prisionero a Martínez. Villegas asume como teniente de gobernador de la ciudad en nombre de la causa real.

Abrumado por las circunstancias, Lucas se ve obligado a pelear contra los pizarristas y nada menos que en un contingente comandado por el mismo al que le habían encomendado neutralizar: Diego de Centeno.

Para su infortunio, los realistas son derrotados en Huarina (20 de octubre de 1547). Martínez pierde su caballo, queda de infantería e impedido de huir, siendo rodeado por sus ex amigos pizarristas. Quien lo toma preso es nada menos que Pedro Pizarro. Contrariado y humillado debe retornar a la ciudad montado en un burro.

Pero tiene una suerte inesperada, ya que el sangriento lugarteniente pizarrista, Francisco Carvajal, apodado “Demonio de los Andes” (mataba a soldados y civiles por igual: asesinó a la mujer de Jerónimo de Villegas y a su hija de dos años), no le cortó la cabeza, como correspondía. Gonzalo lo perdonó nuevamente y lo reintegró a sus filas. 

Hasta que el 9 de abril de 1548 en Jaquijahuana las fuerzas reales, comandadas por Pedro de Valdivia, se imponen casi de pura presencia, pues en las filas pizarristas se produce el desbande y no pocos se ponen bajo la bandera del rey, entre ellos Martínez, tardía decisión que no impide que sea tomado prisionero y condenado por traición a la corona. Esto le significa perder la encomienda de Ilo, Arica y Tarapacá y la mitad de su patrimonio, compuesto por los tributos indígenas de numerosos pueblos, lo que le producían las minas; era dueño de haciendas, de ganado, de un barco, de dos molinos, de una fábrica de sogas, de esclavos y muchas otras cosas (Honores 2004).

Salvó la vida gracias a la intercesión de su amigo Nicolás de Ribera, quien gozaba de prestigio e influencia ante La Gasca. Del destierro perpetuo a España se libró sobornando a un juez.

Recupera la Encomienda

Nuevo encomendero es nominado Jerónimo de Villegas, pero éste -que era viudo- muere al cabo de ocho años, dejando su patrimonio a una hija de su segundo matrimonio, Ana, de siete años.  Dado que la minoría de edad era un impedimento para manejar una  encomienda, Martínez Vegaso, que no ceja en su afán de recuperar lo perdido, litiga y consigue imponer su pretensión de mejor derecho: le es restituida el 3 de marzo de 1556.

Según los abogados de Ana de Villegas, Lucas Martínez sobornó al propio virrey Marqués de Cañete, pagándole 12 mil pesos; y también  al juez Cuenca, con seis mil. Acusación bastante verosímil y que motivó que en 1561 fuera enviado un actuario a Huantajaya, donde se encontraba Martínez, para notificarlo y citarlo a comparecer, pero el astuto encomendero, sabedor del arribo del funcionario a Bajo Molle, deja recado de haber tenido que ausentarse a Atacama, pero lo real fue que escurrió el bulto trasladándose a Pica  (Glave y Díaz 2019:165).

Aparte de líos judiciales, el actuario venía a investigar  acusaciones sobre malos tratos y daños a los “criados, yanaconas o esclavos que residen en el mineral de La Cruz”. También el no pago de servicios “sobre los indios que andan en las minas y en el barco”; violencia a los yanaconas. Asimismo, había quejas de los indígenas de la precordillera por los despojos de sus chacras y pertenencias  (Glave y Díaz 2019:164-165). Pero el actuario nada pudo verificar, puesto que el pájaro de cuentas no pudo ser habido.

Minería en zona altiplánica

En 1557, mediante permuta, Martínez se hace de la Encomienda de Pica y Loa, que era de Juan de Castro, el que recibe a cambio el repartimiento de Carumas, cercano a Arequipa.  No sólo se trató de una ampliación del repartimiento de Tarapacá por la vía legal de la permuta, sino que la mañosa transacción mantuvo en favor de Martínez una serie de pueblos y chacras que no estaban contenidos en el repartimiento de Pica y que Castro se había anexado graciosamente. La irregularidad fue pasada por alto por la autoridad virreinal. En cifras oficiales, la anexión de este nuevo repartimiento significó un aporte adicional de 160 indígenas sujetos a tributo, los que sumados a los 761 de Tarapacá, totalizaban ahora 921 tributarios (Villalobos 1979:35).

Hay un aspecto poco conocido y es la alta probabilidad de que Martínez Vegaso haya emprendido también labores mineras en el área altiplánica cercana a Pica (Huatacondo, Challacollo, 8Ujina, etc.), zona que ya habían sido trabajada en época prehispánica.

Cuando en un documento leemos que el ausentista primer encomendero de Pica (1540), Andrés Jiménez, encargó a su administrador-mayordomo Juan de Carreño visitar “sus minas”, es obvio que se refiere a sitios prehispánicos dentro de su jurisdicción. No tenemos antecedentes de que Jiménez haya realizado labores en alguno de ellos (en todo caso, su gestión fue corta), ni tampoco que lo hayan hecho sus sucesores Martín Pérez de Lezcano, Juan de Castro (1557) o Lucas Martínez (1559). Sin embargo, hay para nosotros una prueba fehaciente de que en la segunda mitad del siglo 16 sí hubo minería en la zona interior del oasis.

El estudio de un centenar de momias excavadas en cementerios del entorno de Pica, reveló que los pulmones de veintidós de ellas mostraban severas evidencias de pneumoconiosis y silicosis, precisamente la causa de su muerte.

Las mediciones de carbono 14 arrojaron una data que las sitúa entre los años 1550 y 1600 después de Cristo (Munizaga y otros 1975). Habida cuenta que durante este lapso ya funcionaba la encomienda, habría razones para suponer que los mineros en referencia ejercieron labores bajo la administración hispana. Y no sería raro que Lucas Martínez, con su experiencia y ambición, hubiese promovido esa actividad.

Siempre a flote

A todo esto, la situación económica de Martínez post recuperación de la encomienda distaba muchísimo de la que tenía hacía menos de diez años. Su capital lo habían consumido los pleitos judiciales. O, mejor dicho, en sobornar autoridades. En tales condiciones tiene que abocarse a la reorganización de la vasta encomienda, debiendo mantenerse presente en los diferentes sectores de ella. Gracias a este esfuerzo y a su indiscutida capacidad empresarial, se puede decir que hacia 1558 ya ha logrado restaurar medianamente su hacienda.

Y añade un nuevo rubro a su cometido mercantil: en 1559, compra 1.500 botijas para envasar vino de sus viñas azapeñas de Ocurica, al mismo tiempo que celebra en Arequipa contrato con el caracterizado piloto Pedro Gallegos para la construcción de un barco de gran envergadura, con un costo de 250 pesos, destinado probablemente al transporte del vino. Un acápite de dicho contrato estipula la reparación de un navío viejo de Martínez al costo de 110 pesos, pero sólo por concepto de mano de obra y clavazón (Hidalgo 2004:462).

Así las cosas, Lucas Martínez es el precursor de la vitivinicultura en el extremo sur del Virreinato del Perú.

También se le atribuye el establecimiento de los primeros astilleros menores en Ilo y Arica (Cuneo 1977:77).

En 1560, Martínez asume como alcalde de Arequipa, cargo que ejerce hasta el 12 de julio de ese año, pues se ve obligado “a dejar la ciudad e internarse en los pueblos de su repartimiento, particularmente en Tarapacá, donde las minas de plata demandaban su presencia” (Trelles 1991:11).

¿Por qué razón? Probablemente porque quiere dejar todo bien estructurado, a cargo de sus mayordomos y emprender nuevos proyectos. Su última visita a Tarapacá será en marzo de 1561.

En mayo de ese año traslada su residencia de Arequipa a Lima. Junto con tener que afrontar líos judiciales referentes a la recuperación de la encomienda comienza a fungir como procurador de la Corte de Lima y oficia como apoderado y representante legal de notables vecinos arequipeños.

A todo esto, ¿qué hay de las minas de Huantajaya?

En 1563, el cronista Fernando de Santillán entrega el siguiente testimonio: “Demás de las minas de Potosí, hay otras muchas descubiertas y que se labran, como son las de Beringuela y las de Guamanga, y las de Conchucos, en Guánuco y en Tarapacá y otras partes; en las cuales, aunque metal es más rico que el de Potosí, no se ha hallado abundancia dél y es cosa poca lo que de todas estas minas se saca”  (Santillán 1879:114-115). Una sintomática visión de los imponderables que registrará la historia de Huantajaya.

Genio y figura hasta la sepultura

Es presumible que en 1565 Martínez ya tuviera resentida su salud (afecciones por una úlcera), porque procede a hacer su testamento en el que se muestra notablemente generoso con sus colaboradores y servidores. A pesar de su crecido patrimonio, las finanzas de Lucas no eran las más auspiciosas. Hay que considerar que debió desembolsar mucho dinero en el litigio con la desplazada encomendera Ana Villegas, afrontando querellas y pagos de coimas.

Sacando cuenta, sus deudas alcanzaban a casi 15 mil pesos y aunque el monto por concepto de acreedores ascendía a 20.000 pesos, se trataba de un monto difícil de rescatar en plazo cercano. Y debió olvidarse de 30 mil pesos de plata que le fueron embargados por el fiscal en Potosí (Trelles 1988:270).

Con 55 años (un anciano para la época), presentía que estaba en las postrimerías de su vida. Y le oprimía la conciencia ya que -según el imaginario cristiano- las deudas terrenales no le permitirían alcanzar la salvación.

Su genio de mercader le hizo concebir su último gran negocio: casarse con la hija de su extinto amigo Nicolás Rivera: María Dávalos, una guapa y codiciada joven de 23 años.

Las transacciones las realizó con la madre de la novia, Elvira Dávalos. Como Martínez exigía una dote de 20.000 pesos y ella no estaba dispuesta a soltar más de 13 mil pesos, las tratativas llegaron a un punto muerto. A esas alturas, Lucas ya no podía caminar. Pero ocurrió un hecho desencadenante: sabedores Ana de Villegas y su marido del trance que enfrentaba Martínez, interpelaron al presidente de la Audiencia para lograr la restitución de la encomienda. Como fundamento, invocaron que Lucas se hallaba en estado terminal, que era soltero y que no tenía hijos legítimos. O sea, no había nadie competente para ser heredero legal.

Viendo que el negocio matrimonial se frustraba, Martínez Vegaso y la familia de la novia se vieron forzados a concordar una dote de 16 mil pesos y a realizar el matrimonio ipso facto.

Todo se hizo el mismo día. Por la mañana se legalizó la escritura de donación -por la cual Lucas recibía la cantidad acordada- refrendada por las firmas de distinguidas personalidades de Lima. Paralelamente y festinando trámites, un clérigo amigo firmó las amonestaciones del matrimonio y las hizo publicar” (Trelles 1991:140-141).

Inmediatamente, el domingo 20 de abril de 1567 y oficiado por el mismo cura, se llevó a cabo el singular enlace y saltándose varios procedimientos de rigor. Siempre rompiendo esquemas, apenas nueve días después, el nada de flamante esposo dejaba este mundo y María Dávalos se convertía contractualmente en la nueva encomendera.

El reclamo de la contraparte no se hizo esperar, ya que para sancionar una sucesión encomendera se requería un mínimo de 20 días de convivencia conyugal y se sospechaba incluso complicidad del obispo. Sin embargo, se dio la tónica de que Lucas Martínez Vegaso nunca fallaba en sus negocios.

Como pasaporte al cielo, además de pedir ser amortajado con el hábito de San Francisco y de encargar más de 500 misas por el descanso de su alma,  Lucas Martínez dispuso en su testamento que la hacienda de Huarasiña y el molino de Tarapacá quedaran para sus respectivas comunidades de tributarios. En este último caso, dejaba como apoderado a los curacas Juan Jachura y Alonso Lucay (Trelles 1988:271).

Asume la nueva encomendera

Representada por apoderados, María Dávalos y Ribera tomó posesión de la encomienda en mayo de 1567 en Arequipa y luego en cada uno de los pueblos tributarios. Transcurridos tres años la feudataria en ejercicio era empoderada como heredera legal y encomendera en propiedad. En 1575 se casa con Alonso Vargas Carvajal.

Conforme a Francisco Javier Echeverría y Morales, en Arequipa corría tanta fama de las producciones de Huantajaya, que en 1571 el corregidor Juan Ramírez Zegarra expuso al Ayuntamiento la conveniencia de “ir a descubrir del todo las minas de Tarapacá” (Echeverría 1804:421).

Y lo decían con conocimiento de causa, porque él mismo beneficiaba ya un sitio en Huantajaya. Al apellido de este personaje pareciera corresponder el nombre del antiguo Pozo Ramírez, que se ubicaba en Pampa Iluga, a unos 10 kilómetros de Huara (Bollaert 1851:104).

La encomendera María Dávalos nunca estuvo en Tarapacá; solamente en Arica, junto a su segundo esposo, donde vivieron entre los años 1582 y 1594 (Cuneo 1977:92,95). Posteriormente se trasladan a Arequipa y finalmente a Lima.

Tuvieron cuatro hijos: Diego, Domingo, Nicolás y Elvira. En la crónica ariqueña del siglo 17 aparece un Diego de Vargas Carvajal, vecino de la ciudad y dedicado a la agricultura.

María Dávalos Ribera falleció en Lima el 17 de mayo de 1608, a los 64 años. Su marido asumió la titularidad de la encomienda.

Ocaso incierto: cae el telón

Presumiblemente, el abandono definitivo de la actividad minera en Huantajaya se produce en el umbral del siglo 17. Es probable que esto haya motivado el alejamiento de María Dávalos y Alonso de Vargas a Arequipa.

Varias son las conjeturas planteadas para explicar el colapso de la actividad. Como contexto general, debe apuntarse un factor que se da a nivel de todo el Virreinato del Perú: el brusco descenso demográfico de la población indígena, lo que tiene como causa directa la explotación desmedida, que aniquila a peones esclavizados que trabajan en las minas en turnos de sol a sol y de la noche al amanecer, con su secuela de hambre, frío, enfermedades y desarraigo familiar.

También debió incidir el genocidio inducido: las epidemias que introdujeron los españoles y que diezmaron a la población indígena. La primera ola de infestación ocurrió ya en 1527 y determinó nada menos que la muerte del Inca Huayna Capac y de un hijo suyo quiteño.

Retomando el período finisecular, se habría registrado en las Minas de Tarapacá una situación de sostenido bajo rendimiento atribuible a razones de orden técnico-productivo, como es la de que la minería de extracción superficial y/o de somera profundidad agotó sus posibilidades, al mismo tiempo que todos los esfuerzos por encontrar la veta -desde Martínez Vegaso adelante- resultaron infructuosos. Lo que nos habla también de que no había ni el capital ni la voluntad suficiente para acometer metas más ambiciosas. En términos generales, fue una minería de tipo artesanal y con escasos intentos de prospección y laboreo en túneles y pozos.

Por otra parte, se cree que se produjo un traslado significativo de trabajadores hacia Potosí ante el atractivo y auge de esas minas, merced al método de la amalgamación con mercurio. Un nada desdeñable atractivo para quienes laboraban en Huantajaya, con salarios miserables y sufriendo la escasez y carestía de agua y alimento.

Una propuesta interesante, ya que estos mineros llegaban a Potosí en calidad de trabajadores libres, no mitayos como los que allí servían; pero sólo parcialmente válida, puesto que no puede desconocerse la secuencia de pestes que azotó al mundo andino a partir de 1583 y que cobra devastadora incidencia en Potosí en 1584, para cobrar mayor fuerza con la “Peste Grande” que apareció en el Cuzco en abril de 1585 y se extendió de inmediato a casi toda América del Sur, atacando casi exclusivamente a los indios, que morían en gran cantidad. No está claro si fue viruela, sarampión o tabardillo (tifus exantemático).

En el año 1586 reapareció en el Cuzco, para extenderse rápidamente desde Cartagena pasando por Quito, Arequipa y el altiplano, e incluso a Chile y hasta el mismo Estrecho de Magallanes. Y recrudeció en 1589 en forma de triple epidemia: viruela, sarampión y tifus.

Estando en Perú, en 1589 el religioso dominico fray Reginaldo Lizárraga es nombrado provincial de su orden en Chile. Emprende un viaje por tierra siguiendo el itinerario del Camino Incásico de los Llanos, que tiene como escala obligada el pueblo de Tarapacá, muy cerca de Huantajaya. Allí debe haberse enterado de lo que expresa sucintamente en su obra publicada en 1605: “el valle de Atarapacá; éste solía ser muy buen repartimiento y rico de minas de plata” (Lizárraga 1605: XX-60).

Y casi cerrando el siglo, en 1597 ocurre otra epidemia de grandes proporciones que provocó alta mortandad en toda la costa del extremo sur del Perú (Cavagnaro 2005, tomo IV).

A lo anterior, debe añadirse que la situación laboral potosina cambia con el declive hacia 1590 del importante mineral y la irrupción, en 1595, del asiento minero de Oruro, que por ofrecer mejores perspectivas atrae a un alto número de peones que laboraban en otros sitios (Salazar 2009: 152-153).

Por nuestra parte, planteamos que los terremotos acaecidos en el Sur peruano en 1582 y 1586 pueden haber repercutido en Huantajaya, traduciéndose en desplomes y aterramiento de minas, lo que pudo acarrear nuevos contratiempos a una explotación bastante rudimentaria desde el punto de vista tecnológico. Mayormente factible es con respecto al de 1586, que en Arica fue de alta magnitud y produjo un tsunami (Odriozola 1873: tomo IV, 211).

Como hemos visto en crónicas anteriores, y a propósito de la visita del pirata holandés Olivier van Noort, hay pistas de que Huantajaya estaba activo aún en el año 1600.

Braulio Olavarría Olmedo

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