I.-Expulsión de los chilenos de Iquique
“Para que la historia tome nota de la indigna conducta observada por el Perú en la presente guerra, insertamos los decretos que van a continuación:
-Decreto de expulsión
MARIANO I. PRADO, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.
Considerando:
Que el estado de guerra en que se encuentra la República con la de Chile hace indispensable la adopción de toda medida que asegure el buen éxito de las operaciones militares,
Decreto:
1.º En el perentorio término de ocho días contados desde la fecha, salvo el de la distancia, saldrán del territorio nacional todos los chilenos que actualmente residen en la
República;
2.° Quedan exceptuados de lo dispuesto en el artículo anterior: 1.° los chilenos comprendidos en el inciso 2.° i 3.° artículos 34 de la Constitución; i 2.º los que habiten en la República más de diez años, siendo casados con peruanas
i propietarios de bienes raíces, siempre que con su conducta no se hagan sospechosos al Gobierno, en cuyo caso se
considerarán incursos en el artículo 1.º;
3.° Los que no cumplan con este decreto en el plazo fijado, serán internados a su costa, a los puntos que designe el Gobierno;
4.° Los Prefectos de los departamentos cumplirán estrictamente, bajo la más severa responsabilidad, este decreto.
Dado en la casa de Gobierno en Lima a 15 días del mes de Abril de 1879.
MARIANO I. PRADO
Juan Corrales Melgar
-Extensión de la expulsión
MARIANO I. PRADO, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
Considerando
Que los últimos hechos practicados por el almirante de la escuadra chilena, atacando sin previo aviso contra los principios establecidos por el derecho de gentes los puertos indefensos de Mollendo, Iquique i Pabellón de Pica, autorizan al Gobierno del Perú para adoptar toda especie de represalias en defensa de la justicia i de sus derechos,
Decreto:
Declárase extensivo a todos los chilenos que residen en el territorio de la República, sin excepción alguna, lo dispuesto en el artículo 1.° del supremo decreto de 15 del corriente, debiendo en consecuencia salir del país en el plazo fijado en el citado artículo.
Dado en la caso de Gobierno en Lima a los 17 días del mes de Abril de 1879.
MARIANO I. PRADO.
Juan Corrales Melgar.
(Boletín de la Guerra del Pacífico, Editorial Andrés Bello, 1979, ps. 63-64)
II.-Expulsión de los chilenos de Iquique y el croquis de don Jaime Puig y Verdaguer, corresponsal de la revista “Ilustración Española y Americana”, de Madrid.
En su primera página, la citada publicación inserta el croquis de don Jaime Puig y Verdaguer, con el que se ilustra la “salida de los súbditos chilenos, a consecuencia de la ruptura de las hostilidades”, tomado el 1° (sic) de Abril de 1879.
A continuación, la mencionada revista se refiere a:
“NUESTROS GRABADOS
IQUIQUE (PERÚ)”
“Salida de los súbditos chilenos a consecuencia de la ruptura de hostilidades”.
“A ochenta mil elevábase próximamente el número de súbditos chilenos que, dedicados a la explotación de las minas y de los depósitos de guano y salitre, tenían en el Perú su residencia al estallar la guerra entre aquella república, aliada de Bolivia, y la de Chile , en la forma de que hemos dado cuenta a nuestros lectores en precedentes números de La ILUSTRACION. Los colonos chilenos eran, en lo general, gentes aptas y dispuestas para toda clase de trabajos, y laboriosos al extremo de haber conquistado el calificativo de los ingleses de Sud-América: la república peruana utilizaba sus brazos en las obras públicas de más importancia, como son la construcción de líneas férreas, puentes, calzadas, etc., las cuales se encuentran ahora en suspenso por falta de aquéllos. Tales son siempre las consecuencias de la guerra.
El grabado que damos en la página primera, según croquis remitido por nuestro celoso corresponsal en Iquique.
D. Jaime Puig, representa el aspecto del muelle de aquella población en el día 10 de Abril último, al abandonar los súbditos chilenos el suelo hospitalario que les albergara, a consecuencia de la intimación hecha por el comandante de la escuadra chilena al presentarse ésta en la rada de Iquique, cinco días antes.
«Tristísimo espectáculo -nos escribe nuestro citado corresponsal- era el que ofrecían aquellos centenares de familias muchas de ellas con largos años de residencia en el Perú, bajo cuyo sol habían visto crecer a sus hijos: tierra hospitalaria, tantas veces regada con el sudor de sus frentes. Debo agregar, en honor de las autoridades peruanas, y sin ánimo de establecer paralelo alguno, que los emigrantes no han sido molestados, ni aún por las demostraciones populares”.
Deseamos ardientemente que una paz honrosa venga a poner pronto término a los lamentables disturbios de aquellas repúblicas” (La Ilustración Española y Americana, Nº 22, Madrid, 15 de junio de 1879, ps. 386-387).
III.-Don Jaime Puig y Verdaguer (1852-1915)
-Nació en Barcelona, (Vilasar del Mar), España, el año 1852, y falleció el 30 de Abril de 1915.
Era Cónsul de Ecuador en Iquique. En esta ciudad, a la sazón peruana, vivió los inicios de la guerra del Pacífico.
Además de ser el autor del croquis que testimonia la expulsión de los chilenos de Iquique, publicado el 15 de Junio, en la revista “Ilustración Española y Americana”, narró los acontecimientos bélicos que le tocó presenciar durante su permanencia el Iquique.
Es el autor del libro “Memorias del bloqueo de Iquique”, Imprenta El Telégrafo, Guayaquil, 1910.
Según Arturo Olavarría Bravo, “si bien las Memorias del Bloqueo de Iquique, resultan destinadas a inmortalizar en el recuerdo escrito el heroísmo, el desprecio por la vida, el amor ciego por la patria, el concepto rígido y acerado del cumplimiento del deber, de que hicieron gala Arturo Prat y sus compañeros de sacrificio, el autor, en parte alguna de su libro, deja de reconocer el patriotismo con que, a su vez, lucharon en la homérica contienda los marinos del Perú” (Jaime Puig y Verdaguer, “Memorias del bloqueo de Iquique”, Asociación Cultural Vestigio, 2017, p. 8).
Como dice otro autor, “su estilo de escritura es romántico a la vez que lleno de referencias de la antigüedad clásica, por momentos artificial y pretencioso, pero a ratos capaz de dar con el tono adecuado al carácter épico de los hechos y personas que retrata; por otro lado, también hace patente su dominio de la terminología marinera, como cuando describe la entrada de la Escuadra chilena el 5 de abril de 1879, que llega a Iquique a establecer el bloqueo” (Piero Castagneto, Los Españoles y el 21 de Mayo de 1879, Diario «La Estrella» de Valparaíso, 22 de mayo de 2004).
IV.-Algunos pasajes de sus Memorias del bloqueo de Iquique
1.-El éxodo de los chilenos
“Los aprestos de guerra se llevaban a cabo con toda celeridad en la rada de Iquique, capital de la provincia de Tarapacá, y en la islilla se trabajaba día y noche para fortificarla convenientemente.
Desde algunos días antes, una multitud de peones de las salitreras e infinidad de familias chilenas habían iniciado un éxodo extraordinariamente simultáneo; los muelles se llenaban sin que las grandes lanchas y multitud de botes dieran abasto a aquella emigración insólita, que evocaba la idea del pueblo israelita a orillas del mar rojo.
Iquique, Pozo Almonte, Cocina, San Juan y la pampa toda, se despoblaban, y tuve ocasión de ver a muchos peones, alias rotos, que ya en las barcazas y en las lanchas, espolvoreaban sus zapatos cochabambinos, para no llevarse a la patria ni una partícula de la tierra que abandonaban.
La dulce idea de que regresaban a Chile les confortaba de cualquier pesar o recuerdo amable y cada uno de aquellos robustos hijos del trabajo lanzaba al viento potentes gritos de viva Chile, repetidos y coreados por el acento de tiple de mujeres y niños de los que había alguna, y cuya conciencia despertaba en aquel gran momento histórico al amor eterno de la patria añorada.
Todas aquellas multitudes iban a engrosar el ejército que se organizaba en Caldera, en Copiapó y otros lugares, y que había de ser mas tarde la avanzada asaltando Pisagua”.
2.-El bloqueo de Iquique (5 de Abril de 1879)
“El día 5 de aquel mes de abril, es para mí un día memorable, una fecha que no se borrara de la memoria en tanto que aliente un soplo de vida en mi ser.
En lo más activo de los trabajos de fortificación, apareció por el lado sur la escuadra chilena, causando aquella inesperada visión, un asombro y una confusión indescriptible”.
“Serían las dos de la tarde sino por filo, sobre poco más o menos, cuando la escuadra entraba al puerto, en hilera perfecta, con el Blanco Encalada a la cabeza, enarbolando la insignia”.
“La indignación de los naturales era inmensa, y se apostrofaba y protestaba de aquella actuación ejecutada, según decían, sin previa declaratoria de guerra, reputándola como una infracción del Derecho Internacional”.
“Pero los peruanos ignoraban que Chile había sabido cubrir bien el expediente en cuanto al Derecho Internacional; puesto que a las ocho de la mañana del mismo día 5 de abril se había declarado la guerra al Perú y a Bolivia solemnemente por medio de bando en Santiago y Valparaíso, en tanto que esa declaratoria de guerra era trasmitida a todas las cancillerías por cable en el mismo punto y hora en que el bando la hacía pública en el país”.
“William Rebolledo había salido algunos días antes con su escuadra rumbo al Norte, con orden expresa de que, hallándose a 40 millas en alta mar, abriera los pliegos cerrados que se le habían entregado por el Ministerio de Marina”.
“Abiertos los pliegos en la latitud señalada, se enteró de que el día 5 de abril, a mediodía, debía entrar a Iquique, y realizar lo que hemos visto que llevó a buen cabo y remate”.
“El señor Capitán del Puerto don M. Porras, mandó preparar el bote de la Capitanía para abordar al Blanco, cohonestando aquella decisión con un deber de cortesía marítima, en su calidad de Capitán del Puerto; pero en realidad, para saber a qué venía aquella escuadra y a que se debía aquella actitud, sin que se hubiese saludado la plaza.
Allí en aquel muelle y en aquel instante me hallaba con varios amigos, pisando el estuoso tablazón y al pasar por mi vera el señor Porras hube de decirle:
«Señor don Melitón, no vaya usted, porque se llevará un chasco».
“Como quiera que protestara anticipadamente del desaire anunciado, hube de insistir significándole que aquella escuadra ya no era una escuadra amiga, que venía en son de guerra como lo indicaba la calacuerda, el zafarrancho de combate y las enormes banderas izadas, pues cualquier profano podía ver desde tierra, que las colisas de popa y proa, y aún las piezas de batería estaban desenfundadas y servidas por sus respectivas dotaciones”.
“Pero el señor Capitán de puerto, que, dicho sea de paso, era todo un hombronazo, como veremos en el 21 de mayo, se lanzó a la buena de Dios llegando a los pocos momentos al costado de la Capitana”.
“Saludó desde su Ayuso, declarando ser el Capitán del Puerto; pero no se le bajó la escala, anunciándole que la guerra había sido declarada y que en breve bajaría a tierra un oficial, llevando una importante misiva”.
“En ese momento llegó al muelle mi simpático y malogrado amigo Juan Terrens, acompañado de Salvador Pirretas, Adolfo Posada y otros, y todos juntos unos pasos más hacia la escalera de desembarque; a fin de presenciar mejor la maniobra de la escuadra y separarnos un tanto de la multitud que se hallaba en los alrededores de la aduana. De pronto, suenan los pitos de contramaestre y en menos tiempo del necesario para referirlo, unos cuantos marineros se colocan dentro de un hermoso bote el cual se hallaba izado en los pescantes del centro, sobre la mura de estribor y comenzó a descender rápidamente, atracando luego a la escala, arriada también al mismo tiempo en tanto que descendía un oficial muy apuesto seguido de un cabo de mar y otros más. Una vez en el bote ocupó cada cual su puesto, se colocó la bandera a popa, armaron remos, y comenzó el bogar hacia tierra con ese ritmo solemne y acompasado que produce el traqueteo de los escalamos, tan peculiares en los botes de la marina de guerra.
Luego los bicheros de popa y proa aseguran el bote a la escala del muelle.
El gallardo oficial subió por fin, y con paso seguro, comenzó a andar con mucho donaire dirigiéndose resueltamente hacia nosotros, y estaba de Dios, como diría un fatalista, que las primeras palabras de aquel bizarro marino al pisar tierra peruana habían de ser dirigidas al que esto cuenta”.
“¿Caballero, tenga la bondad de indicarme adonde se halla la prefectura?”.
Correspondí con una atenta genuflexión y amable sonrisa, convertí a la derecha y señalando un negruzco [pentepilon] que se elevaba como una mole a poca distancia, exclamé: «Ahí la tiene Ud., señor». Se despidió agradeciendo cortésmente la indicación y siguió avanzando en la mano izquierda, en tanto que el brazo derecho seguía el movimiento marcial, de aquel cuerpo sobre cuyos hombros perfectos se mecía a merced de un robusto esplenio una hermosa cabeza de Pélide sin afectación ni pedantería.
A los pocos pasos hallábase un capitán perteneciente al batallón Zepita, y sin duda por cortesía y quizá por no pasar sin decirle nada, se le acerco también, haciéndole con un gran cumplido la misma pregunta que me había hecho a mí; pero el buen hijo de Marte, cuyo ánimo debía estar en una fuerte tensión pasionalmente patriótica, peso una cara más ferreña que la del viejo Druso de Samnio, limitándose a contestar, muy mal humorado, con un «si» tan seco como puede permitirlo este adverbio de afirmación; pero el garrido oficial de marina, poseído sin duda de un fino [docetismo] intuitivo, justificaría aquella incongruencia, a juzgar por la inmutación y la ecuanimidad con que siguió su camino cabe el caserón de las cinco puertas.
Aquel marino a quien se había confiado tan arriesgada y delicada misión, era Arturo Prat.
Tendría a la sazón 28 o 30 años sobre poco más o menos; era de estatura más bien alta que regular, unos ocho codos le calculé desde la coronilla a las plantas de los pies; todo el era bellamente proporcionado, usaba barba negra como el azabache, ligeramente partida en el centro y cuadrada; ojos garzos, mirada inteligente y sugestiva, y velada por unas magníficas cejas que guarnecían graciosamente los arcos ciliares de aquel rostro varonilmente amable y simpático.
Tal era Arturo Prat, el oficial que venía a notificar el bloqueo, solo y sin más compañía que su sable de marino, pasando luego por entre medio de una multitud enemiga, pero muda, grave y circunspecta, en cuyos rostros se dibujaba mas atonismo, ansiedad, que ira y protesta.
Arturo Prat se hallaba ya conferenciando con el Prefecto, y la muchedumbre se había aglomerado frente a la puerta esperando noticias con ansiedad delirante.
El ajetreo de los que subían y bajaban era grande, y entre estos debo citar al cabo de matrícula Medrano, que era el que más se distinguía en vehemencia y garrulería sensacional.
«Señores! ¡Que nos bloquean… nos declaran la guerra!» y era de verle y oírle, los ojos casi fuera de las órbitas, jadeante y sudoroso, se pirraba por dar al público noticias emotivas, al que se dirigía con énfasis y aires de superhombre.
“¡Señores! (volvía a gritar Medrano): Nos dan solo veinticuatro horas de tiempo para que se ponga en salvo toda la parte indefensa de la población».
Efectivamente el público, que comprendió que el cabo de matrícula había dicho la verdad, comenzó a desbandarse como si hubiera sonado el grito de sálvense quien pueda.
Una hora después, a eso de las cuatro, se publicaba por bando, lo que había dicho Medrano, y supimos oficialmente que desde aquel momento la plaza de Iquique quedaba bloqueada; que se concedían veinticuatro horas para que el vecindario indefenso desocupara la ciudad; que toda contravención sería castigada a cañonazos, etc., etc.”.
¡Que barullo y que trajín, santo cielo! Por cada carretada de muebles o mercancías había que pechar quince y hasta veinticinco soles; tal era el arrebato y la prisa con que se desocupaban casas y almacenes.
Toda la noche trabajó aquel vecindario.
Amaneció el día 6 con más ajetreo y pavura. La mayor parte del comercio y muchos particulares se trasladaron a la sabana, cerca del cementerio, y tras de los promontorios del camal. Allí se improvisaron amplias carpas, y se ahondaban pozos cómodos rodeando las bocas con sacos de arena, a fin de tener un sitio seguro en caso de bombardeo.
Como quiera que la mayor parte del comercio allí refugiado se componía de españoles e italianos, acordóse ponerle el nombre de Lepanto, y así siguió denominándose durante mucho tiempo aquel lugar”.
3.-Los primeros cañonazos de la escuadra sobre Iquique
Un repente estrepitoso alarmó a la población en lo mejor de la tarea de liar objetos e indumentaria. Un cañonazo había sido disparado sobre la coquina condensadora, administrada por el noble asturiano señor don Eduardo Llanos. Eran las siete de la mañana.
El cañonazo aquel produjo gran alarma en toda la ciudad, y en los cuarteles, donde sonaron los clarines, se puso la tropa precipitadamente sobre las arenas, produciéndose con eso aún mayor confusión, pues nadie sabía lo que verdaderamente pasaba. La Chacabuco era la que había disparado el primer cañonazo, para dar a entender a la condensadora, que allí no se permitía más humareda que la de los buques.
No bien se reponía el público de aquel sobresalto, a eso de las ocho, sonó otro cañonazo, luego otro y otros, hasta seis consecutivos, disparados por la Magallanes, sobre el tren que salía furtivamente con toda velocidad para San Juan de la Pampa subiendo por un plano inclinado de 5 por ciento de gradiente.
El intrépido maquinista, no perdió la serenidad un momento, y siguió valientemente, aclamado con grandes aplausos hasta trasponer la colina sin haber recibido un solo impacto, a no ser una ligera rozadura de proyectil en el furgón de la máquina. La Angamos, que tenía a su cargo todo el polígono de la sabana por el lado de Cavancha, disparó también sobre unos arrieros, que ajenos a lo que sucedía, venían a la ciudad procedentes del interior de la provincia. Los disparos por aquella parte producían un pánico aterrador en el ánimo sencillo de los humildes pescadores”.
“Ya tenemos, pues, descrita a grandes y ligeros rasgos, a peripecia inicial de la aquella sangrienta guerra, los primeros cañonazos habían sido disparados. Los últimos no serían oídos por mí ni por Prat, pues ambos partíamos para otros mundos”.
4.-El Huáscar se cuela sigilosamente en la bahía de Iquique (14 de abril de 1879)
“A eso de las cinco o seis de la tarde abandonábamos la carpa de la pampa y bajábamos a la ciudad para cenar de lo que hubiere, y luego solíamos pasar las veladas en un llamado «Hotel Caballero», donde se recogía alguna noticia imaginaria, ya que nuestra posición de sitiados no era de las más propicias para regocijos de que estábamos tan ávidos, contra el sentir y el pensar de Fileas Fox que los creía innecesarios.
Allí en santo amor y armonía, hacíamos una partida de billar hasta las diez u once de la noche, según el partido y con quienes se concertaba.
Una noche, si mal no recuerdo, la del 14 de abril, todos los contertulios abandonaron súbitamente las mesas y los tacos, poseídos de un estupor insólito. Un marino apareció como un fantasma en el umbral de la puerta, y en su gorra se leía claramente: Huáscar.
“¿De dónde sale usted? ¿Por dónde ha venido usted? ¿Cómo se llama usted?”. Y el buen cholo, agobiado por aquel nutrido chaparrón de preguntas, no acertada a dar contestación alguna, permaneciendo mudo …hasta que por fin pudo hablar. En síntesis, aquel marino era efectivamente de la tripulación del Huáscar. Este monitor había entrado a la bahía con las luces apagadas: los compañeros del hombre que teníamos delante, estaban en el bote, junto al muelle, y él había saltado acompañando a su teniente, el cual en aquellos momentos conferenciaba con el jefe militar de la plaza y con el Prefecto, a los cuales había venido a saludar en nombre del Contralmirante Grau; tenían orden, en caso de oír un cañonazo, de quedarse en tierra, y si no, dentro de media hora regresar sigilosamente a bordo.
La curiosidad reaccionó en nuestras fantasías, y uno tras otro en escarrio o en grupos de camaradas, nos encaminamos al muelle envueltos en las tinieblas de una noche más negra que boca de lobo.
Unas voces quedas, muy quedas, se acercaban.
Era el oficial del Huáscar y su marinero que regresaban a bordo, perdiéndose pronto en la oscuridad cual siluetas fantasmagóricas.
Después de quince minutos, un enorme fogonazo iluminó con fulgor de rayo el negro espacio, y una potente detonación hizo vibrar el aire de manera extraordinaria.
Luego otra, otra más… Era la sorpresa del Huáscar.
Los buques chilenos, ante semejante antuvión de ruda sorpresa, entraron de repente con una alarma ruidosa e inusitada. Moviéronse aceleradamente, y empezó un fragor de disparos siniestros y simultáneos, entre fugitivos y perseguidores, con riesgo inminente de dañar en el amigo, lo que se deseaba dañar en el enemigo. Y comenzó una zaga incierta y desesperada, ya que el Huáscar dejó de disparar navegando sin luces y como perdido en la inmensidad de un antro profundo, para despistar al temible rival.
Los contertulios del «Hotel Caballero» nos dispersamos hondamente impresionados, a semejanza de los mochuelos que buscan sus olivos en horas de tormenta.
Yo fui acompañado de Mr. Broski, mi buen polaco, risueño y alegre como unas castañuelas; un excelente judío ataviado con tan luenga y verde levita, que más que mercader de buhonería parecía el embajador de la tribu de Leví”.
5.-El 21 de mayo
“Desde aquella memorable y osada sorpresa del Huáscar, la escuadra chilena, adoptó el partido de abandonar la bahía todas las noches de Dios, para evitarse nuevas sorpresas, dejando en el ancho puerto, cual atalayas inamovibles, a la Esmeralda, a la Covadonga y, además, el transporte Lamar, a fin de mantener la efectividad de aquel bloqueo riguroso …Regresaban, pues, todas las mañanas…
En ese día ya no pudimos gozar de la majestuosa entrada de la flota sitiadora …
¿Por qué no entraba la escuadra? ¿Qué había sucedido; donde se hallaba? Tales eran las preguntas que corrían de boca en boca en alas de la curiosidad.
Nada se sabía y, sin embargo, no faltó como no falta nunca en esos momentos de expectación, duda y extrañeza, un correo de brujas que nos trajera noticias que bien por deducción intuitiva, bien por misteriosa a adivinanza y cábala, suelen resultar generalmente ciertas.
Y, así pues, se decía y se aseguraba, que los chilenos habían sabido que la escuadra peruana había salido del Callao con rumbo al Sur, que la escuadra chilena ante noticia tan gorda y trascendental, había salido a su encuentro dispuesta a atropellarla y batirla…”.
6..-Jaime Puig y Verdaguer fue testigo ocular de los combates naval de Iquique y Punta Gruesa
Así lo sostiene el señor Puig, “porque el miramar de la Aduana desde el cual respectábamos aquella escena, es la posición más avanzada hacia el mar y el más elevado también y por tanto el mejor y más bien situado para otear cómodamente la grandiosa tragedia que iba a tener lugar a nuestra vista, en aquel momento histórico de nuestra villa.
Ocupábamos el mirador, el señor don Marcos Aguirre Comandante de la Bomba Iquique N° 1, el Secretario de la misma, señor Carrión y cuyo patronímico no recuerdo, el que esto relata después de 31 almas, Subsecretario y Teniente abanderado de la misma bomba, y el imprescindible Medrano cuya ubicuidad era extraordinaria”.
7.-Los cadáveres de Prat y Serrano
Ya comenzaba a obscurecer y las primeras brumas de la noche opacaban el horizonte por occidente cuando desembarcaban a los náufragos en calidad de prisioneros de guerra con las ropas mojadas aún, y todos ellos asidos por el sufrimiento, pero con el ánimo muy entero.
Los oficiales fueron inmediatamente instalados en el deposito bomba «Iquique» N° 1 merced a las nobles gestiones del señor don Marcos Aguirre, a quien ayudamos en el arreglo precipitado, el que esto refiere, un señor Chi-chilla, español, Ucles Arturo y Aurelio Valverde, contador de la casa Adolfo ligarte y Cía., estos últimos guayaquileños como el señor Aguirre.
Instalados ya los señores oficiales, entre los que recuerdo a un simpático joven Vicente Zegers, me dirigí al muelle nuevamente, y vi que subían a la marinería al piso alto de la Aduana. A la vera de este edificio y en varias plataformas yacían los cadáveres, entre los cuales, vi a dos oficiales.
El uno era Arturo Prat y el otro el valiente Serrano. AI primero le reconocí al instante pues era el mismo que me preguntó por la dirección de la prefectura, en la tarde del 5 de abril, cuando saltó a tierra para notificar el bloqueo de aquella plaza.
Entre los muchos espectadores tenía yo a mi lado a un amable Capitán Poblete del batallón «Zepita». Dicho sea de paso, amigo mío, a quien manifesté vivos deseos de conservar un recuerdo de aquel muerto ilustre que, si me lo permitía, le arrancaría un botón de la levita. El bueno del capitán del «Zepita». me dijo con su voz atiplada que tomara el botón deseado, que arranqué sin más cumplimiento y en menos tiempo del que he necesitado para referirlo, cuyo botón he venido guardando por muchos años juntamente con un (kilo) de la Esmeralda y otro quemado de la Independencia, reliquias que se me perdieron en el último gran incendio de 1912. No bien acababa de guardar aquella preciosa reliquia, oí la voz del señor don Eduardo Llanos que se aproximaba con varios amigos.
Cambiados los primeros saludos, me manifestó que había obtenido del señor Prefecto permiso para dar sepultura a aquellos cadáveres; invitándome para que les acompañara a cumplir aquella cristiana misión. Yo acepté con mucho gusto y quedamos concertados para realizar el piadoso acto al amanecer del día siguiente 22 de mayo.
Los cadáveres fueron cubiertos momentáneamente con unas lonas”.
8.-El entierro de Prat y Serrano
El señor Puig participó en la sepultación del Capitán Arturo Prat Chacón.
En efecto, el profesor Leonel Lamagdelaine consigna las personas que participaron en la sepultación de Prat y Serrano, entre las cuales se encontraba don Jaime Puig y Verdaguer. Al respecto señala: “El cortejo estuvo integrado por don Eduardo Llanos, don Benigno Posada, don Santos de Presa Casanova, don José Toyos Ruidíaz, don Jaime Puig y Verdaguer, Cónsul de Ecuador en Iquique, don Juan Naim, ciudadano inglés, Ex Cónsul de Gran Bretaña, don Eduardo Wallis, ciudadano inglés y un ciudadano francés” (Leonel Lamagdelaine Velarde, “Inhumanación y Exhumación de los restos de Prat y Serrano”, Ilustre Municipalidad de Iquique, 2009, p. 9).
Sigamos con las palabras del señor Puig:
“El cementerio, una cruz y un epitafio”.
“Hoy me toca hablar de los entierros, de una triste jornada a la región de miseria y de tinieblas donde tiene su lúgubre asiento la negra sombra de la muerte.
Amaneció por fin, la triste mañana del día 22, con mucha neblina en los altos cerros, y cerrazón muy densa en el ancho mar.
El suelo muy lientado, casi mojado y en la atmósfera imperaba un tono gris, ceniciento”.
“Llegué al depósito mortuorio, donde encontré a don Eduardo Llanos, asturiano de tomo, y al magnífico don Benigno Posada, el tipo acabado de la bonhomía, quien sonrióme bondadosamente (…). Luego fueron llegando otros amigos; tal que bostezaba, cual que se desperezaba y todos cambiando buenos días, que el silencio ahuecaba y hacia resonantes.
Los ataúdes se hallaban en ringlera espeluznante, la velada había sido muy lúgubre, a juzgar por las caras de los que ahí habían amanecido.
Todavía ardían seis pebeteros alimentados de alcohol.
A las siete ya estaba todo arreglado, y nos habíamos reunido los citados, diez o doce, más o menos.
Por fin, nos pusimos en marcha procesional, en buen orden saliendo del callejón de la aduana, y bien pronto entramos en la calle de Tarapacá, por la cual desfilamos, muy contritos y silenciosos. Adelante marchaban llevados en hombros los ataúdes de Arturo Prat y de Ignacio Serrano y dos o tres más, cuyos yacentes no recuerdo bien (…). Así fueron llevados hasta la calle de Tacna, donde fueron posados, en unas carretas dispuestas de antemano.
Presidían el duelo don Eduardo Llanos y don Benigno Posada, gallego de mucha distinción este último, detrás seguíamos todos los demás, españoles todos (…).
“Al salir casi de la población y hallándonos en la última barriada del lado norte, siempre muy característica por las casas en construcción con techos sin entomizar y descubiertos; paredes de caña de Guayaquil a medio levantar, solares sin edificar, elevóse una enorme polvareda que envolvió al duelo todo, como un remolino de polvo, chos y cuanto de leve había en derrame sobre aquel árido y salitroso suelo, en el mismo instante que de la casa del austriaco salían unos acentos dulcísimos como arrancados de las arpas de las hijas de Sión. ¿Qué era aquella música en
aquella hora y en aquel momento?”.
El duelo hizo alto un instante a causa de un ligero incidente en el camino, y en tanto que allí tras del árido ribazo arenoso gemía Nereo con el rumor de las olas, tornó a sonar el armonio de la casa del austriaco, pero ahora acompañado de un canto diatónico, cuyas voces dulces y leves dejaron oír en una especie del adagio de Schubert en la menor, semejante a una plegaria conmovedora que derramó sobre nuestras almas un mundo de tristezas, y sobre nuestro espíritu, algo así como las aguas lustrales de la purificación, anegándonos en un Leteo de íntima dulzura.
Luego, supe que las hijas del austriaco eran nacidas en La Serena, que eran huérfanas de madre, y que, al paso de los chilenos muertos por la patria, habían entonado aquellas plegarias, en nombre de su patria también”.
“Por fin llegamos a aquella desolada mansión de la muerte, el cementerio más triste del mundo, sin cipreses, sin flores, sin verdor, todo árido, todo polvoriento, y cálido todo; todo tostado como las calcinadas cuencas del Atacama”.
“Los vehículos hicieron alto, y los ataúdes fueron bajados simultáneamente y llevados nuevamente en brazos hacia el interior de la sagrada mansión, donde iban a descansar aquellos cuerpos de héroes, en tanto que en los Elíseos vivían sus grandes almas.
Y doblamos cabe a la derecha con aquellos ataúdes igualmente sencillos al extremo que de nadie los hubiera diferenciado a no ser por las metálicas iniciales de sus respectivos nombres.
Por fin, hicimos alto por grupos, frente a cada hoya caniculada, en que debíamos de sepultar a nuestros muertos, las cuales habían sido cavadas dos horas antes.
A mí me tocó el grupo que enterraba al valiente Serrano.
Antes de descenderlo a la su tumba, abrimos el ataúd para examinarle y verle por última vez; el mismo registro se verificó con los demás.
El señor don Eduardo Llanos, se descubrió reverente y pronunció una conmovedora oración discurriendo sobre aquel acto y aquel deber cumplido, con sencilla y sentida elocuencia.
Nosotros contemplamos el libitio severo de aquella ceremonia, con los sombreros en la mano, a pesar de que en ese momento el sol brillaba inflamando aquel ambiente seco, cuyo vaho fatigaba nuestras ardorosas fauces y cuya radiante luz iluminaba la pálida frente de aquel rostro atezado de marino, salpicado de negra sangre.
En aquella frente se había helado el entimema cartesiano: ¡Ni existía, ni pensaba!
Depositado ya en el fondo de la negra fosa arrojé, el primero, un puñado de tierra, pronunciando la frase sacramental, al manifestar el pío deseo que le fuera ligera coda la que iba a cubrirle.
Luego me acerqué al ataúd de Arturo Prat que aún tenían abierto, y pude contemplar una vez más, al ilustre muerto de la plataforma de la víspera.
¡Aquella faz de nazareno lívida como la amarillenta cera de un velón, orlada de negra y cerrada barba ostentaba una gloriosa profunda herida (sic!), dando a aquella fisonomía la trágica expresión de un [afiartino], pidiendo venganza a los dioses Plaxadies.
Todos contemplábamos poseídos de esa necrodulía fervorosa que sucede a la admiración heroica.
A pesar de ver en aquel rostro rígido mudas expresiones de los duelos de Ifigenia, de los dolores de Alcestes, de los tormentos de Troyana y de los hondos suspiros de Electra, a pesar de verse pintadas en aquel severo gesto todas las amarguras imaginadas por el trágico Eurípides, aquel muerto tenía algo de envidiable.
Arturo Prat, murió violentamente. pero no de mala muerte, que jamás fue mala la gloria.
La muerte parece mala a veces, porque a veces es malo el que muere.
Prat murió heroicamente y el heroísmo es virtud y si entre las cosas peores se cuenta el morir, en este caso una de las pocas mejores es el ser muerto.
Prat y Serrano habían pasado de la oscuridad a la gloria, en un repente, sin períodos de transiciones dolorosas.
Fueron varones que conquistaron en una sola jornada la fama eterna, sin haber pasado por la cruz, sin necesidad de que los sayones se hubieran repartido sus vestiduras, ni clavado en sus corazones la alzada del centurión de la envidia. Luego, fue cerrado también aquel ataúd, desapareciendo de la conocida mirada nuestra, aquel rostro pálido y demacrado, muy efectico y trastesado, salpicado de sangre, y fue sepultado en la honda fosa, en la horrible mansión de Heades. Aquel acto solemne, mudo y triste, fue celebrado con la severa sencillez de las circunstancias, sin pompas, sin ostentaciones”.
“Luego, sobre aquellas sepulturas, se clavaron unas improvisadas cruces, formadas con tablas de cajones vacíos, y en ellas inscribimos también, provisionalmente, las leyendas correspondientes.
Con un pote de tinta de anilina negra y un pincel de cerda me tocó en suerte paleografiar, esta lacónica inscripción:
ARTURO PRAT
Mayo 21 de 1879”.
“Treinta y un años ya han transcurrido desde esta escena y desde entonces, más fácil será separar los teoremas de Pitágoras de la geometría que de la Historia de Chile los nombres preclaros de Prat y de Serrano”.
9.-El Presidente Prado en Iquique
Después del Combate, “por las mañanas, el Huáscar, entraba lentamente a la ancha bahía como un atleta dueño del circo, para tomar víveres, recibir noticias y luego haciendo proa aguas afuera, se perdía de vista, por el costado sur hacia el crucero.
El bloqueo, pues, había sido levantado o roto si queréis, y nada cierto se sabía aun del paradero de la escuadra chilena, a pesar de que se la suponía por el norte y, por ende, muy ajena del fin y remate de la desventurada corbeta Esmeralda.
De pronto, y al amanecer, una mañana limpia y serena de un hermoso día de junio, apareció un vapor por el lado del Norte.
Era el primero que nos visitaba después de tantos días, y a su bordo venía Su Excelencia el Sr. Presidente de la República, General Prado, quién desembarcó a eso de las diez de la mañana, en medio de un gentío inmenso ávido de noticias y anhelante de la consoladora palabra oficial”.
”En verdad que no recuerdo cuantos días estuvo S. E. en Iquique conferenciando con los jefes del ejército, y sobre todo y más que con todos con el General Buendía”.
“Al fin nos abandonó el Sr. Prado, por cuanto hubo que salir apuradamente con rumbo al Callao”.
10.-Vuelve la escuadra. Otra vez el bloqueo
“E iba transcurriendo el día cuarto, cuando a eso de las once de la mañana de un bello día divisamos una negra humareda cambien por el lado Norte, y tan negra y tan densa era aquella humareda, que no cabía duda que procedía de la hulla de Lota, de las minas famosas de Cousiño.
Luego apareció otra y otra; dos más y una allá lejos, muy lejos.
Eran el Lord Cochrane, el Blanco Encalada, el Abtao, la Magallanes y el Cousiño que venían a restablecer el bloqueo”.
Palabras finales
Solo nos resta decir que la contribución a la historia de Iquique y Chile, de don Jaime Puig y Verdaguer, distinguido e ilustrado vilasarense, es mucho más que sobresaliente. Es una historia escrita, día a día, en el mismo suelo iquiqueño, lugar donde acaecieron estos hechos heroicos, por un narrador de una versación excepcional, cuya pluma no era chilena, peruana o boliviana. Y que, incluso, tomó parte de alguno de ellos o fue testigo ocular privilegiado.
La importancia del dominio del mar es probablemente la conclusión del libro, cuando afirma que el 21 de mayo, el “Perú sufrió el primer desastre, del cual derivaron todos los que sufrió después”, al perder la Independencia, lo cual estratégicamente era evitable, si el Huáscar hubiese salido en persecución de la Covadonga. Asimismo, deja entrever que la expulsión de los chilenos sirvió solo para engrosar las filas del enemigo.
Gustavo Fiamma Olivares
Santiago, noviembre 23 de 2023