Fantasmagoría pampina

                                    

Por la torta de ripio de Peña Chica, se paseaba El Pije profiriendo gritos y silbidos que taladraban las calicheras y el ánimo de los eventuales caminantes.

-¡Eh, amigazo, a usté le digo! ¡Arrímeses p’acá que le tengo argo güeno! A los interpelados les crecían batidoras alas en los pies.

-¡Te le aconcharon, cabrito. No sabís lo que te perdíh. Vai a seguir siendo un pobre hueón pobre!¡Ja, ja, ja, ja!

Y continuaba paseándose rumboso, haciendo alarde de una elegancia que ni el mismísimo John Thomas North se hubiese permitido emular: chistera, frac, guantes albísimos y no menos relucientes zapatos de charol. No en vano le llamaban “Pije”. 

Un voluminoso maletín de cuero negro colgaba de su mano izquierda, en tanto que en la diestra empuñaba un bastón cuya puntera remataba en rutilante taco dorado. Todo en él era brillante: dueño y dispensador de la riqueza soterrada, no cesaba de pregonar la invitación.

Los valientes que se atreviesen debían sujetarse a la siguiente fórmula: aproximarse a la torta de ripio y detenerse a unos diez pasos de ésta, fijando los ojos nada más que en los deslumbrantes zapatos de charol. Y, cosa muy importante, mantener la mente despejada, sin pensar en dinero o fortuna. Apenas difuminada la horripilante figura, había que ponerse a excavar como quirquincho.

Entre otros casos, se cuenta el de un grupo de amigos de Huara que se animó a atinarle. Total, todo era cosa de no tener miedo; en eso consistía el asunto. Eran tres, el número cabalístico propicio para acometer el espeluznante, pero lucrativo desafío.

Convinieron un día y por la noche se reunieron en el boliche de la “María Bigote”, tanto para hacer hora (tenían que estar en Peña Chica a las 12 de la noche), como para apaciguar toda tensión asimilable a cobardía. Calcularon el tiempo que demorarían en llegar a destino y partieron.

Conversaban sobre los misterios de la pampa, aparentemente tranquila y callada, pero llena de sorpresas, sobre todo de noche o, más bien, en determinadas noches, en que flotan pálpitos de encantamiento y en cada instante y rincón pueden emerger enigmáticas imágenes furtivas, seres espectrales que no se materializan, sino que irrumpen visualizándose y desvaneciéndose. Existen lugares reconocidos o intuidos como peligrosos, en los cuales el presagio y el recelo son suficientemente proclives para proyectar lo más inimaginable. Por eso, se debe evitarlos. Y hay que estar bien atentos a ruidos inexplicables y no confundirlos con los propios de la caminata sobre un suelo que crepita y emite chasquidos. O auscultar determinadas señales del viento, que no es mudo, sino que se obstina de repente en esparcir susurros, aleteos o gemidos. También importa considerar si la intemperie nocturna se viste de oscuro o si se entreabre a la claridad.

No era aquella una noche gélida, tampoco muy cerrada, como que la torta de ripio de Peña Chica parecía reverberar en medio de las sombras. Sí, de lejos destacaba el menudo cerrito de residuos industriales, como barruntando un episodio inédito, aunque no se divisaba el personaje que huele a azufre.

De improviso, un silbido y una estrepitosa carcajada manifestaron su presencia. Miraron una sola vez para medir las distancias y a partir de entonces la marcha se les hizo pesada, lenta y, sobre todo, dramática, porque El Pije no dejaba de azuzar: ¡Apúrense, cabritos; muevan las patitas, que aquí los estoy esperándolos, pueh! ¡Ja, ja, ja, ja!

Silencio ensordecedor. Silverio calculó que faltarían uno cincuenta metros, cuando Gilberto sacó el habla:

-Putah, ya no doy más; devolvámosloh, más mejor.

-No, puh-, respondió Gerardo. Ya no falta casi na’ ya. Aguántate, gancho, no podís echar a perder esta machina. 

Como Gilberto insistiera, se le ocurrió estimularlo:

-Mira, hueón. Vai a ser rico y no vai a tener que trabajar más. Vai a tener plata pa’ cacharpearte lindo; te vai a poder tomarte too el vino y toa la cerveza que querai…

-¡Sí, puh, hueón!- terció Raimundo- Vamoh a tener las minas más ricas…    

No se dieron cuenta que habían transgredido el código: la ambición rompió prematuramente el saco.

Sobrevino el vozarrón del Pije y su sentencia:

-¡Eso sería todo, machucaoh. Cagaste leh mandó salúos!

                                     Fantasmagoría pampina

Por la torta de ripio de Peña Chica, se paseaba El Pije profiriendo gritos y silbidos que taladraban las calicheras y el ánimo de los eventuales caminantes.

-¡Eh, amigazo, a usté le digo! ¡Arrímeses p’acá que le tengo argo güeno! A los interpelados les crecían batidoras alas en los pies.

-¡Te le aconcharon, cabrito. No sabís lo que te perdíh. Vai a seguir siendo un pobre hueón pobre!¡Ja, ja, ja, ja!

Y continuaba paseándose rumboso, haciendo alarde de una elegancia que ni el mismísimo John Thomas North se hubiese permitido emular: chistera, frac, guantes albísimos y no menos relucientes zapatos de charol. No en vano le llamaban “Pije”. 

Un voluminoso maletín de cuero negro colgaba de su mano izquierda, en tanto que en la diestra empuñaba un bastón cuya puntera remataba en rutilante taco dorado. Todo en él era brillante: dueño y dispensador de la riqueza soterrada, no cesaba de pregonar la invitación.

Los valientes que se atreviesen debían sujetarse a la siguiente fórmula: aproximarse a la torta de ripio y detenerse a unos diez pasos de ésta, fijando los ojos nada más que en los deslumbrantes zapatos de charol. Y, cosa muy importante, mantener la mente despejada, sin pensar en dinero o fortuna. Apenas difuminada la horripilante figura, había que ponerse a excavar como quirquincho.

Entre otros casos, se cuenta el de un grupo de amigos de Huara que se animó a atinarle. Total, todo era cosa de no tener miedo; en eso consistía el asunto. Eran tres, el número cabalístico propicio para acometer el espeluznante, pero lucrativo desafío.

Convinieron un día y por la noche se reunieron en el boliche de la “María Bigote”, tanto para hacer hora (tenían que estar en Peña Chica a las 12 de la noche), como para apaciguar toda tensión asimilable a cobardía. Calcularon el tiempo que demorarían en llegar a destino y partieron.

Conversaban sobre los misterios de la pampa, aparentemente tranquila y callada, pero llena de sorpresas, sobre todo de noche o, más bien, en determinadas noches, en que flotan pálpitos de encantamiento y en cada instante y rincón pueden emerger enigmáticas imágenes furtivas, seres espectrales que no se materializan, sino que irrumpen visualizándose y desvaneciéndose. Existen lugares reconocidos o intuidos como peligrosos, en los cuales el presagio y el recelo son suficientemente proclives para proyectar lo más inimaginable. Por eso, se debe evitarlos. Y hay que estar bien atentos a ruidos inexplicables y no confundirlos con los propios de la caminata sobre un suelo que crepita y emite chasquidos. O auscultar determinadas señales del viento, que no es mudo, sino que se obstina de repente en esparcir susurros, aleteos o gemidos. También importa considerar si la intemperie nocturna se viste de oscuro o si se entreabre a la claridad.

No era aquella una noche gélida, tampoco muy cerrada, como que la torta de ripio de Peña Chica parecía reverberar en medio de las sombras. Sí, de lejos destacaba el menudo cerrito de residuos industriales, como barruntando un episodio inédito, aunque no se divisaba el personaje que huele a azufre.

De improviso, un silbido y una estrepitosa carcajada manifestaron su presencia. Miraron una sola vez para medir las distancias y a partir de entonces la marcha se les hizo pesada, lenta y, sobre todo, dramática, porque El Pije no dejaba de azuzar: ¡Apúrense, cabritos; muevan las patitas, que aquí los estoy esperándolos, pueh! ¡Ja, ja, ja, ja!

Silencio ensordecedor. Silverio calculó que faltarían uno cincuenta metros, cuando Gilberto sacó el habla:

-Putah, ya no doy más; devolvámosloh, más mejor.

-No, puh-, respondió Gerardo. Ya no falta casi na’ ya. Aguántate, gancho, no podís echar a perder esta machina. 

Como Gilberto insistiera, se le ocurrió estimularlo:

-Mira, hueón. Vai a ser rico y no vai a tener que trabajar más. Vai a tener plata pa’ cacharpearte lindo; te vai a poder tomarte too el vino y toa la cerveza que querai…

-¡Sí, puh, hueón!- terció Raimundo- Vamoh a tener las minas más ricas…    

No se dieron cuenta que habían transgredido el código: la ambición rompió prematuramente el saco.

Sobrevino el vozarrón del Pije y su sentencia:

-¡Eso sería todo, machucaoh. Cagaste leh mandó salúos!

                                    Entierros, tesoros 

Se acostumbra decir que Humberstone es un “pueblo fantasma”. Pamplinas ¿Cómo puede llamársele fantasma a la única oficina que se mantiene paradita, casi intacta y a la vera de la Panamericana, mientras que de casi todas las demás no quedan sino ruinas?

Lo que sí es cierto es que en todas las oficinas moran fantasmas.

Efectivamente, y propósito de Humberstone y del caso anterior, todavía persiste la gran oportunidad de atinarle a un entierro escondido por esa parte que queda entre la torta de ripio y la poza de agua vieja. Por las noches, entre el jueves y el viernes, surge una calabaza con una vela encendida que comienza a girar y girar, como danzando, hasta quedar inmóvil y apagarse. En ese preciso punto, hay que clavar un cuchillo y empezar a escarbar en demanda del tesoro. Para ello se necesitan tres hombres valientes y perseverantes.

No es el único entierro que promete Humberstone. Hay otro que aguarda pacientemente junto al cruce de la línea férrea que venía de Cala Cala. Y un tercero más suculento, pero tremendamente menos asequible, porque lo custodia un jinete descabezado que no desaparece hasta que los intrépidos no se le alleguen a unos cuantos palmos…

Se asegura que en Humberstone es habitual observar la silueta de un hombre que deambula por sus calles, no sólo de noche, sino también de día. Sólo se deja ver de pasada, ya que de inmediato hace mutis por alguna esquina. Le dicen “el cuidador”.  Tal vez se trate de un rondín que continuó cumpliendo su función después de muerto.

                          Cueros, espantos, estantiguas

Dentro de la fantasmagoría pampina, los especímenes más conocidos y temidos son los duendes. Los menos creíbles son las “viudas”, ya que en más de una oportunidad se descubrió que eran estratagemas utilizadas por bromistas o aficionados al esoterismo que se disfrazaban de negro y merodeaban los extramuros de las oficinas profiriendo sollozos. A más de alguno de esos chistosos los agarraron e hicieron escarmentar, linchándolos de manera brutal, so riesgo de dejar alguna mujer viuda de verdad.

Pero habían o hay (nunca se sabe) espectros casi desconocidos, como los llamados cueros o espantos. Son siluetas revestidas de un pellejo tan duro que resulta impenetrable por las balas.

Se les avistaban preferentemente en las inmediaciones de la Oficina Peña Grande, cerca de un panteón ya casi sin vestigios en que yace una buena cantidad de combatientes peruanos.

Como contumaces resabios de la Guerra del Pacífico, en el sector Dolores porfiaban las estantiguas de aquella memorable batalla. En cuestiones paranormales, se les denomina psicofonías.

Los viajeros que por allí pernoctaban eran ineludiblemente sobresaltados por la emergencia de cabalgatas fugaces, balaceras y cañonazos distantes, toques de clarín en lontananza. Fenómenos que cesaban no bien los afectados se reincorporaban de sus camas o sacos de dormir y salían con ánimo de investigar. Vueltos al descanso, las misteriosas manifestaciones se dejaban oír por unos segundo más, para luego enmudecer. Eran episodios que transcurrían así, en dos tiempos,

Un viejo pampino nos dio su opinión al respecto:

“Oiga, lo que pasa es que son los veteranos que siguen peleando, porque la guerra no ha terminado na’. Y como están todos muertos, nunca muere ni gana nadie; así que siguen peleando todas las noches y no van a parar hasta que llegue el fin del mundo y se terminen los conflictos y la violencia humana”.

                                    Entierros, tesoros 

Se acostumbra decir que Humberstone es un “pueblo fantasma”. Pamplinas ¿Cómo puede llamársele fantasma a la única oficina que se mantiene paradita, casi intacta y a la vera de la Panamericana, mientras que de casi todas las demás no quedan sino ruinas?

Lo que sí es cierto es que en todas las oficinas moran fantasmas.

Efectivamente, y propósito de Humberstone y del caso anterior, todavía persiste la gran oportunidad de atinarle a un entierro escondido por esa parte que queda entre la torta de ripio y la poza de agua vieja. Por las noches, entre el jueves y el viernes, surge una calabaza con una vela encendida que comienza a girar y girar, como danzando, hasta quedar inmóvil y apagarse. En ese preciso punto, hay que clavar un cuchillo y empezar a escarbar en demanda del tesoro. Para ello se necesitan tres hombres valientes y perseverantes.

No es el único entierro que promete Humberstone. Hay otro que aguarda pacientemente junto al cruce de la línea férrea que venía de Cala Cala. Y un tercero más suculento, pero tremendamente menos asequible, porque lo custodia un jinete descabezado que no desaparece hasta que los intrépidos no se le alleguen a unos cuantos palmos…

Se asegura que en Humberstone es habitual observar la silueta de un hombre que deambula por sus calles, no sólo de noche, sino también de día. Sólo se deja ver de pasada, ya que de inmediato hace mutis por alguna esquina. Le dicen “el cuidador”.  Tal vez se trate de un rondín que continuó cumpliendo su función después de muerto.

                          Cueros, espantos, estantiguas

Dentro de la fantasmagoría pampina, los especímenes más conocidos y temidos son los duendes. Los menos creíbles son las “viudas”, ya que en más de una oportunidad se descubrió que eran estratagemas utilizadas por bromistas o aficionados al esoterismo que se disfrazaban de negro y merodeaban los extramuros de las oficinas profiriendo sollozos. A más de alguno de esos chistosos los agarraron e hicieron escarmentar, linchándolos de manera brutal, so riesgo de dejar alguna mujer viuda de verdad.

Pero habían o hay (nunca se sabe) espectros casi desconocidos, como los llamados cueros o espantos. Son siluetas revestidas de un pellejo tan duro que resulta impenetrable por las balas.

Se les avistaban preferentemente en las inmediaciones de la Oficina Peña Grande, cerca de un panteón ya casi sin vestigios en que yace una buena cantidad de combatientes peruanos.

Como contumaces resabios de la Guerra del Pacífico, en el sector Dolores porfiaban las estantiguas de aquella memorable batalla. En cuestiones paranormales, se les denomina psicofonías.

Los viajeros que por allí pernoctaban eran ineludiblemente sobresaltados por la emergencia de cabalgatas fugaces, balaceras y cañonazos distantes, toques de clarín en lontananza. Fenómenos que cesaban no bien los afectados se reincorporaban de sus camas o sacos de dormir y salían con ánimo de investigar. Vueltos al descanso, las misteriosas manifestaciones se dejaban oír por unos segundo más, para luego enmudecer. Eran episodios que transcurrían así, en dos tiempos,

Un viejo pampino nos dio su opinión al respecto:

“Oiga, lo que pasa es que son los veteranos que siguen peleando, porque la guerra no ha terminado na’. Y como están todos muertos, nunca muere ni gana nadie; así que siguen peleando todas las noches y no van a parar hasta que llegue el fin del mundo y se terminen los conflictos y la violencia humana”.

Braulio Olavarría Olmedo

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