Tarapacá no fue escenario bélico de la lucha de emancipación peruana. Se vio involucrado de manera tangencial hacia la medianía del proceso con la toma de San Lorenzo de Tarapacá por patriotas venidos del Alto Perú y en una temprana proclamación de independencia. Pero, en general, el territorio sólo revistió interés estratégico por su conexión geográfica con el Alto Perú y Tacna, además de la posibilidad que ofrecía su costa para la internación de tropas de avance. Con todo, hubo margen para el protagonismo de determinados personajes, conjugando varios ellos pintorescos episodios.
No se dio enfrentamiento armado alguno y el único episodio aproximado en tal sentido fue una emboscada: una sorpresiva descarga de fusilería realista que significó la muerte de soldados patriotas que desembarcaban en Iquique.
El apoyo argentino
Para el Sur del Perú, la Guerra de Independencia se inicia en junio de 1811, en Tacna (la “Ciudad Heroica”) con el liderazgo de Francisco Antonio de Zela. El estallido patriota es prontamente aplastado y éste extrañado a Panamá, donde muere en prisión. Pero no fue un hecho casual ni aislado, sino ejecutado en concordancia con el ejército argentino, que procuraba extender el movimiento emancipador al Alto Perú, Tacna, Arica y Tarapacá.
Hubo una primera incursión argentina comandada por el general Juan José Castelli, la que sufrió dos derrotas consecutivas en el Alto Perú (actual Bolivia). Las acciones se desplazan entonces a la zona del Cuzco, donde los patriotas se organizan y administran políticamente el territorio. El proceso dura varios años en una secuencia de control territorial, victorias y derrotas.
En 1813 Argentina envía un segundo ejército, esta vez al mando del general Manuel Belgrano, el que también es derrotado en dos oportunidades en el área del Alto Perú. Entretanto, se produce un segundo levantamiento en Tacna, dirigido por Enrique Paillardelle, pero vuelven a imponerse la táctica y experiencia de las fuerzas realistas.
Al año siguiente se reitera la iniciativa de ayudar a la liberación del Perú. José de San Martín, que había formado en Argentina el Ejército de los Andes, organiza junto a Chile la Tercera Expedición Auxiliadora al Alto Perú, encabezada por el general José Rondeau, quien envía a Tarapacá una fuerza a cargo del teniente coronel Julián Peñaranda y el líder indígena José Choquehuanca, ambos cuzqueños y con anterior participación en los alzamientos de Tacna y La Paz (Glave 2020:35).
El objetivo es aglutinar a los patriotas del Partido de Tarapacá e iniciar acciones de agitación en pro de un alzamiento en una zona que, de ser controlada, posibilitaría el acceso directo a las costas del Pacífico, ganando con ello relevantes ventajas.
También se buscaba tender una línea de continuidad con el Alto Perú, pues en varios pueblos Julián Peñaranda ya había organizado milicias con naturales y gente de experiencia militar. Asimismo, la estrategia pretendía articular un nexo con Tacna y Locumba.
Un cura y un sargento patriotas en Pica
El obispo de Arequipa. Luis Gonzaga de la Encina, predicaba el amor a la corona con mayor intensidad que el amor al prójimo. En tal sentido, emitió tres cartas pastorales exhortando a los fieles a denunciar a los sacerdotes que en la reverencial intimidad del confesionario les incitaran a adherir a las consignas antiespañolas (Galdós 2019:280).
En una de esas pastorales, de fecha 7 de febrero de 1815, Gonzaga exigió al clero y a los feligreses de toda la diócesis un testimonio de fidelidad al rey, manifiesto que debía ser leído desde el púlpito.
El cura de Pica, Miguel Jerónimo García de Paredes, se negó a hacerlo, lo que motivó que el 16 de junio se abriera una investigación sumaria y secreta, para lo cual se recurrió “a cuantas personas puedan ser sabedoras, a fin de lograr el mejor esclarecimiento de cuanto se denuncia”.
Sobre el particular, el prelado justificó la investigación expresando que “repetidas veces se me ha informado que el cura de Pica, Miguel Jerónimo García de Paredes, es adicto a la causa de los insurgentes, lo que ha manifestado en conversaciones, y aun en juntas nocturnas, olvidando que su ministerio es de paz y de reconciliación” (Conspiraciones 1974:1).
El cuestionado sacerdote debió abandonar el oasis, pero fue reivindicado en la década siguiente. Ya con el Perú independiente, lo encontramos de nuevo al frente de la parroquia piqueña (Paredes 1827).
También está el caso del sargento Vicente Granadino de la guarnición de Pica, sumariado entre marzo de 1817 y abril de 1819 por habérsele encontrado material impreso revolucionario (Castro 2021).
Oportunismo y traición
En la jerga coloquial de los realistas se hablaba con desprecio de los “porteños” para referirse a los agentes y emisarios argentinos venidos de Buenos Aires. Aquellos chapetones (españoles de la colonia tardía) se refieren a la causa antiespañola con el nombre de “patria” y los más fanáticos la repudian como “maldita patria”.
Aunque apartada del teatro de la guerra, en la provincia de Tarapacá reinaba inquietud y además crisis económica. Uno de los efectos producidos por la lucha independentista había sido la paralización de muchos minerales, salvo el de Santa Rosa, que desde 1815 había entrado en un período de gran actividad y la mantuvo hasta 1825, en que hubo de interrumpirse.
Comoquiera que fuera, en Tarapacá tiene lugar una primera manifestación de sentimiento patriota en 1815 y en ello influyeron tanto el estímulo de las incursiones de los ejércitos rioplatenses, como el escaso contingente realista local. En este campo, repercutió el conflicto personal entre las dos principales autoridades y el confuso incidente que provocaron en San Lorenzo de Tarapacá.
Para sorpresa y escándalo general, el subdelegado (sinónimo de intendente) Manuel Almonte y el jefe militar José Francisco Reyes se trenzaron a balazos en un altercado sin mayores consecuencias. Tras ello, el subdelegado optó por trasladarse hacia Arica en un barquito guanero, junto a connotados vecinos de Huantajaya, Pica y Tarapacá (Vargas 1932:16), caracterizados representantes de la oligarquía provincial, arribando a puerto el 27 de septiembre (Vargas 1932:16).
El exabrupto llegó incluso a oídos del virrey Pezuela, quien ordenó que se enviara al teniente coronel Francisco Olazábal a relevar a Reyes (Vargas 1932:38). El traslado se produjo, pero no el cambio de mando militar.
Según se supo después, el enfrentamiento se originó en Atacama, donde debido a un mal procedimiento del padre de Almonte -quien era el subdelegado de dicho partido y odiado por los indígenas-, no fue posible que la fuerza militar tarapaqueña llevada por Reyes pudiera desbaratar un foco de insurgencia surgido allí (Vargas 1932:32).
Con la instrucción del general Rondeau de posicionarse y hacerse fuerte en el territorio de Tarapacá, Julián Peñaranda y José Domingo Choquehuanca llegan el 18 de octubre de 1815 a la capital del partido homónimo.
Para los chapetones, un amargo sentimiento al ver invadido el pueblo por esa montonera de indios, mestizos y negros. En cambio, los indígenas tarapaqueños experimentaron una gratificante efusión de empatía identitaria.
Los recién llegados no encuentran oposición alguna de parte de la guarnición. Por el contrario, intimados por Peñaranda, su comandante José Francisco Reyes y su segundo jefe, Francisco Olazábal se pliegan a la causa patriota, poniendo a disposición su línea de 30 pardos veteranos y algunos milicianos, además de tres cañones, armas y municiones.
Ocupada la capital provincial, se produce el denominado “Pronunciamiento de Tarapacá”, gesto equivalente a una proclamación de independencia y que cuenta con la presencia de representantes de San Lorenzo, Pica, Camiña y Huantajaya.
El día 22 de octubre eligen a Peñaranda como comandante general del contingente tarapaqueño. El comandante Reyes pasa a ser subdelegado.
Mientras el líder patriota se hace fuerte en el pueblo de San Lorenzo, un grupo de su ejército recorre localidades como Pica, Huantajaya y Pabellón de Pica, donde cometen acciones de violencia para demostrar su poderío y voluntad de lucha.
Entretanto, y con la misión de pacificar la provincia tarapaqueña, el subdelegado de Arica envía dos emisarios en son de parlamento, pero éstos son arrestados y pasados por las armas. Ante la situación, la mencionada autoridad despacha una fuerza de 50 efectivos por mar. Su misión era desembarcar en Iquique, apoderarse de la plaza y apresar la fragata “Victoria”, que venía procedente de Chile, intentos que no prosperan.
Sucede, sin embargo, un hecho inaudito. José Francisco Reyes, comunica a Peñaranda y Choquehuanca que el general argentino José Roundeau se encuentra en Pica y necesita reunirse con ambos. Casi de inmediato salen éstos acompañados por una escolta militar, endilgando por la ancestral ruta que cruza la Pampa del Tamarugal en dirección al oasis. Inesperadamente, en un determinado tramo, la escolta militar rodea a los líderes patriotas y los toma prisioneros y entonces la comitiva tuerce el rumbo a la costa. En Pabellón de Pica ya espera una nave para trasladarlos a Arica.
José Choquehuanca es fusilado en febrero de 1816. Peñaranda logra fugar de la prisión, pero es interceptado en Codpa (localidad al sureste de Arica) y regresado al puerto del Morro, donde se le ejecuta en el mes de marzo del mismo año.
Triste e inopinado final para dos valiosos elementos en la lucha emancipadora. La insurrección tarapaqueña queda descabezada y desconectada de su nexo argentino, aunque esto último ya estaba por definirse, toda vez que paralelamente el ejército de José Rondeau sufre dos estrepitosas derrotas y el afán liberador termina diluyéndose. Buen número de patriotas tanto tarapaqueños como altoperuanos debe huir para sortear las represalias de los realistas.
El peor de los mundos ¿Fue esto únicamente resultado de la felonía de Reyes o más bien de un exceso de confianza o de la incauta credibilidad de Peñaranda? Como sea, un simple percance determinó segar el promisorio proceso independentista tarapaqueño cuando estaba en la flor.
Y esto no es sino la inauguración de una temporada de irónicas volteretas que nos dejan sumidos en honda perplejidad.
Según se desprende de un intercambio de cartas entre los jefes militares argentinos Martín Güemes y Juan José Fernández Campero, en 1816 el consumado realista Manuel Almonte optó por pasarse a las filas de la “patria”.
Ocurre que Almonte, que había regresado a Tarapacá, a sus negocios y a su motivación contrainsurgente, fue cercado y detenido por los patriotas. Sin embargo, el realista a carta cabal y eventual prisionero, se reinventa mutando a revolucionario. A tal punto que el propio general Güemes lo nombra comandante general de Tarapacá, en tanto que José Francisco Reyes asume como subdelegado. Cambio de roles y aquí no ha pasado nada.
Es que la historia también se escribe con errores de ortografía y de sintaxis lógica, aparte de burdos borrones. No queda más que aceptarla como dinámica del destino, resignarse y esperar lo que depare el futuro.
Y ahora una emboscada: en Iquique
Han transcurrido seis años. Consolidada la independencia de Argentina y Chile, se renuevan los esfuerzos por la liberación del Perú. Con fecha 10 de octubre de 1822, zarpa la Primera Expedición del Ejército Libertador del Sur, con la misión de explorar los llamados puertos intermedios, como se denominaba a los situados al Sur del Callao (Ilo, Arica e Iquique). Navega al mando del general argentino Rudecindo Alvarado.
Fue este oficial, por entonces capitán del batallón Cazadores de Los Andes, miembro de la Logia Lautarina y muy amigo de San Martín y O’Higgins, quien asesinó a Manuel Rodríguez en Tiltil, el 26 de mayo de 1818, cumpliendo órdenes de esa organización secreta (Bueno 2010:20)
La escuadra compuesta por seis buques arriba a Iquique el 11 de noviembre de 1822. El Batallón N°2 de Chile recibe la orden de desembarcar y ocupar el puerto. Allí recibe el saludo y compromiso del capitán y comandante realista de Tarapacá, Manuel Anaya, quien se había volcado a la causa patriota y llegaba desde la capital provincial acompañado de otras personas importantes, igualmente independentistas. Luego, Alvarado se dirige a Arica, pero cuando vuelve para recoger la fuerza desembarcada, se encuentra con la novedad de que ante la inminente llegada de fuerzas realistas superiores, el Batallón N° 2 había optado por marcharse (Cuneo 1978:21).
A todo esto, un batallón realista había descendido desde Alto Perú hasta Pica, la noche del 10 de febrero de 1823, para reprimir algunos conatos patriotas. Al no hallar novedades en el oasis, se envía un escuadrón de reconocimiento a Pozo Almonte.
En el pueblo salitrero se enteran de que una escuadra patriota está a la gira en Iquique. La reacción inmediata fue salir a matacaballo hacia el puerto. Tras alcanzar la plataforma de la serranía marítima, bajan con sumo sigilo por la cuesta de Molle y se deslizan por la planicie litoral para llegar antes del amanecer a los ranchos del límite norte de la pequeña población. Dispuestos a una eventual acción, varios oficiales se disfrazan de pescadores y se ocultan en las chozas, mientras el grueso de los efectivos se agazapa a la expectativa de un desembarco entre las tumbas del cementerio (Cavagnaro 2010:109), ubicado en lo que hoy es Serrano, entre Pedro Lagos y Covadonga.
Efectivamente, la flota comandada por Rudecindo Alvaro arriba a Iquique a las 8 de la mañana. Una tropa de desembarco desglosada en tres columnas debe efectuar labores de reconocimiento en sendos punto del litoral. La Legión Peruana, al mando del teniente coronel Pedro de La Rosa y de los sargentos mayores Méndez Llano y Manuel Taramona llega a tierra por el desembarcadero, sitio del actual Muelle Prat.
Tras poner pie en la playa, son avisados mediante señas que en los alrededores hay cerca de 25 soldados realistas escondidos, de modo que los efectivos de la Legión Peruana avanzan con cautela, pero apenas ingresan a la población son sorprendidos por una nutrida descarga que provoca un alto número de bajas y el desbande general.
Algunos huyen hacia la playa y se echan a nadar en dirección a los seis buques. Escapatoria suicida: pocas bahías hay más convulsas que la de Iquique, ya que tanto la fuerte corriente que viene del Sur, como la no menos intensa que proviene del Norte, rodean la isla y se juntan en el punto denominado Patilliguaje, donde entrechocan y producen una línea de reventazones que se extiende por el Norte hasta La Puntilla, barrera difícil de franquear para las embarcaciones menores y, por supuesto, también para quienes intenten adentrarse nadando.
No hay indicios de cuántos se hayan salvado porque sabían nadar y -cosa imposible- tuvieran energías suficientes para llegar hasta la meta, por cuanto la flota del Ejército Libertador del Sur había fondeado bastante afuera de la bahía.
Entre los cadáveres que quedaron flotando o fueron arrojados por las olas se contabilizaron solamente doce, entre ellos los del teniente coronel La Rosa y del sargento mayor Taramona, los que fueron recogidos y sepultados en el cementerio en una tumba común por vecinos de corazón cristiano y espíritu patriota (Cavagnaro 2010:38).
Resultaron prisioneros unos ochenta efectivos, quienes no pudieron eludir la planificada estratagema realista.
A Pedro de la Rosa y Manuel Taramona el gobierno del Perú los distinguió como héroes y dispuso que sus familias se hicieran acreedoras a percibir sendos montepíos.
Braulio Olavarría Olmedo
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