El iquiqueño Alfonso Ugarte y sucontrovertida muerte en el Morro de Arica

       

Las circunstancias de la muerte de Alfonso Ugarte Vernal en el Morro de Arica, el 7 de junio de 1880, han sido motivo de una polémica intensa y porfiada, como que todavía persiste. Un acertijo acerca de cómo los ojos y los sentimientos perciben la realidad.

Por una parte, se afirma que se lanzó desde el Morro montado en su caballo y portando la bandera de su patria.

En la contrapartida, hay margen para sostener que Ugarte murió en la explanada del peñón.

Versiones encontradas, las más de las veces dictadas por el ímpetu nacionalista, ya sea de actores directos o de comentaristas externos de la cruenta batalla. Muchas de ellas, empero, en flagrante contradicción con los relatos más formales y verosímiles expresados en los partes militares de oficiales jefes peruanos protagonistas y testigos del desenlace de la Batalla de Arica.

                                   El personaje

Juan Alfonso Ugarte Vernal nació en Iquique el 13 de julio de 1847, hijo del agricultor y salitrero Narciso Ugarte y de Rosa Vernal Carpio, dueña de predios agrícolas, ambos oriundos de San Lorenzo de Tarapacá. Se casaron en 1842, en su pueblo de origen. El tenía 55 años, ella 20. De Narciso Ugarte sólo se sabe que fue propietario de chacras y paradas salitreras  y que falleció en 1852, cuando la familia ya estaba radicada en Iquique. Rosa Vernal contrae segundas nupcias en 1860, a la edad de 38 años, con el alemán Jorge Hilliger.

Alfonso es el segundo de los cinco hijos de la familia Ugarte-Vernal. Terminada su educación primaria en Iquique, parte a estudiar en el colegio Goldfinch y Bluhm de Valparaíso, establecimiento de alto prestigio y que se caracterizaba, entre otras cosas, por su estricto régimen de disciplina y porque la etapa lectiva de especialidad se impartía en idioma inglés, lo que presuponía un adecuado dominio de esta lengua, conforme confidencia el también ex alumno y héroe de la Guerra del Pacífico, el chileno Alberto del Solar.

Guillermo Billinghurst, vecino de Iquique por varias décadas, historiador y geógrafo de Tarapacá y posteriormente presidente del Perú, estudió  también en el mencionado plantel de Valparaíso. No fue condiscípulo de Ugarte, como se afirma, ya que era  nueve años menor.

En 1868, con 21 años y graduado de contador, Alfonso retorna a Iquique a hacerse cargo de la administración del patrimonio familiar: el suyo, conformado por la herencia paterna (tres oficinas salitreras y varias chacras en Tarapacá) y el de su madre, dedicada preferentemente al rubro de propiedades. Rosa Vernal era una mujer de carácter fuerte, ejecutiva y que se mantuvo lúcida hasta sus últimos días. Falleció en 1903, en la localidad francesa de Lonres, a la edad de 81 años.

                                  Semblanza 

Ugarte alternó en los círculos sociales iquiqueños y era uno de los pocos peruanos  que emulaba con empresarios británicos y alemanes. Fue uno de los fundadores -el 3 de diciembre de 1870- de la Compañía de Bomberos N° 1 Iquique (antecesora de la actual Bomba Española), siendo en la oportunidad designado teniente tercero, mientras que su amigo Guillermo Billinghurst ocupó el cargo de secretario. También se cuenta entre los fundadores de la Logia Masónica Fraternidad y Progreso N° 28, creada en 1876 (Lizama). Además fue director de la Beneficencia Pública, ente administrador del hospital y del cementerio.

En el campo cívico en 1876, a los 29 años, asume como alcalde de Iquique.

Sus biógrafos subrayan que, al margen de su cuantiosa fortuna, Alfonso Ugarte fue una persona sencilla y afable, a lo que unía su espíritu humanitario. Así, se comenta que con motivo de las calamidades provocadas por el terremoto-tsunami ocurrido el 13 de agosto de 1868, se preocupó de entregar ayuda material a familias damnificadas de Iquique y Arica. De igual modo, en su testamento manifiesta la voluntad de conferir 4 mil soles al hospital y 3 mil soles en favor de personas menesterosas (La República:28-09.2019).

El futuro héroe consolidó su posición económico-comercial cuando forma junto a Antonio Cevallos una  sociedad propietaria de las oficinas San Lorenzo y Salar y otros intereses.

                         El honor y el deber

De su vida sentimental, se sabe que fue padre soltero de “el único hijo que tuve en Iquique sin ser casado ni haberlo reconocido”, criatura que murió, como él mismo declara en su testamento (Jonatan Saona).                                     

En 1879 Alfonso Ugarte estaba de novio con su prima Timotea Vernal y según se había convenido el enlace tendría lugar en París al año siguiente, compromiso que queda en suspenso, puesto que el estallido de la guerra con Chile despierta la profunda vocación patriótica de Ugarte, como que siente la necesidad de integrarse a las filas del ejército y de encontrarse en el frente a la brevedad posible. Participándole a ella su voluntad, le escribe:

«Querida mía: He decidido servir a mi patria (…) Mi madre y yo estamos de acuerdo, hemos arribado a él con mucho valor y serenidad, sin lágrimas y angustias; sabes, es una gran mujer, mucho me gustaría que la imitaras» (Jonatan Saona).

De aquí en adelante, su compromiso con la patria es el norte principal de su existencia y anticipándose previsoramente a lo que pueda deparar el destino, en noviembre de 1879 procede a protocolizar su testamento.

Visto su entusiasmo y voluntad de servir, se le encarga organizar un cuerpo de guardias nacionales. No tanscurrieron diez días y ya tenía estructurado un cuerpo de alrededor de 500 reclutas seleccionados entre jóvenes iquiqueños y trabajadores bolivianos, el que se convirtió en el Batallón Iquique, del que pasa a ser comandante con el grado asimilado de coronel. Paralelamente, un grupo de empresarios salitreros crea el Batallón “Tarapacá”, integrado principalmente por ciudadanos tarapaqueños, para el que se habilita como cuartel una bodega de la histórica familia Granadino (Saona).

Descenas de integrantes de estos dos contingentes encontrará alevosa muerte en Arica, corolario de la esencia de una guerra: matar al enemigo a como dé lugar, no sólo en el campo de batalla, sino en cualesquiera otras circunstancias. Precisamente, por ser enemigo y hay que borrarlo del mapa.

Diríase que a los 32 años de edad el horizonte de Ugarte es desesperanzador, pues parece intuir que su vida toma un giro determinante, probablemente irreversible, visión premonitoria que denota en el testamento, escrito de su puño y letra el 4 de noviembre de 1879:

“(…) en los momentos en que escribo esto, me encuentro apurado con mis deberes militares y del negocio y mi ánimo completamente aniquilado al pensar en que puedo desaparecer en esta campaña y abandonar a mi madre y hermanas que necesitan de mi apoyo”.  

Hasta que entra en acción. Su bautismo de fuego tiene lugar en la batalla de Dolores-San Francisco (19 de noviembre de 1879) y luego combate en la de Tarapacá (27 de noviembre del mismo año), donde resulta herido, pero persevera transitando el vía crucis hacia el Morro de Arica, en las filas del ya casi disuelto Ejército del Sur que lideró el general Juan Buendía.

A su llegada a la ciudad del Morro, por disposición de la autoridad de la plaza, contralmirante Lizardo Buendía, el general Buendía y oficiales de su estado mayor son interpelados y encarcelados por su responsabilidad en la caída de la provincia de Tarapacá.

El 3 de abril de 1880, cuando asume como jefe de plaza de Arica el coronel Francisco Bolognesi Cervantes, ya se habían conformado dos divisiones, la jefatura de una de las cuales, la Octava,  es asignada al coronel Alfonso Ugarte. En esa división quedan incorporados los batallones “Iquique”, al mando ahora del teniente coronel Roque Sáenz Peña; y “Tarapacá”, al mando del teniente coronel Ramón Zavala, nacido en Lima, pero de padres tarapaqueños. A esta división le fue encomendada la tarea de resguardo y vigilancia  de la ciudad. 

En su residencia ariqueña de casi seis meses, Ugarte se alojó en una casa de calle 2 de Mayo (hoy 21 de Mayo), acompañado de su madre. Como no se conformaba con esa vida sedentaria, viajó a Tacna a entrevistarse con el almirante Lizardo Montero, jefe de esa guarnición, con el fin de ser intcorporado a su fuerza, sin conseguirlo.

Dos días antes de la Batalla de Arica, ofreció en su casa una cena a la que asistieron el coronel Francisco Bolognesi y su estado mayor. Para los peruanos, esta reunión de camaradería revistió alto grado de significación y simbolismo, puesto que en ella Ugarte invitó a sus camaradas de armas a sellar un solemne juramento por el honor a la patria.

Confirmando este propósito y transparentando su estado de ánimo, el 1 de junio le había escrito a su primo Fermín Vernal, residente en Iquique:

Tenemos que cumplir con el deber de honor defendiendo esta plaza hasta que nos la arranquen a la fuerza. Estamos esperando por momentos ser atacados por mar y tierra. Dios sabe lo que resultará: así que puedes imaginarte mi triste situación (…) Estamos resueltos a resistir con toda la seguridad de ser vencidos, pero es preciso cumplir con el honor y el deber” (Pons).

                        Sorpresivo ataque chileno

Dos visiones describen la coyuntura previa al combate. La primera, de carácter estratégico general, pondera el carácter de baluarte inexpugnable que se le atribuía al Morro, tanto por su conformación geomorfológica, como por la red de explosivos que lo rodeaban, por los tres fuertes defensivos circundantes a su núcleo de mando instalado en la cima y por la plataforma de artillería pesada, poderoso factor disuasivo frente al asedio de la escuadra chilena.

En cuanto a las redes de explosivos, sólo alcanzó a activarse la línea del Fuerte Ciudadela, con el lógico resultado de gran  mortandad en la tropa chilena que remontaba hacia el Morro. Esta contingencia se tradujo en una energizante inyección de furia y en un arrollador avance hacia la meta, instinto vindicativo que después del combate siguió manifestándose en el plano de la ciudad.

La otra visión es la del jefe de plaza, coronel Francisco Bolognesi. Ya el 22 de mayo, en carta a su esposa, transparenta su sombrío presentimieto:

Cada día que pasa vemos que se acerca el peligro y que la amenaza de rendición o aniquilamiento por el enemigo superior a las fuerzas peruanas, son latentes y determinantes. Los días y las horas pasan y las mismas como golpes de campana trágica que se esparcen sobre este peñasco de la ciudadela militar, engrandecida con un puñado de patriotas que tienen su plazo contado y su decisión de pelear sin desmayos en el combate, para no defraudar al Perú”.

Y en un balance de la responsabilidad que les compete en ese estado de cosas a las autoridades civiles, puntualiza:

Dios va a decidir este drama en que los políticos que fugaron y los que asaltaron el poder, tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado con su incapaz conducta, la sentencia que nos aplicará el enemigo”.

En términos pragmáticos, el Morro era una isla bloqueada por tierra y mar, sin posibilidad alguna de aprovisionarse de alimento y de agua. Así lo confidencia el jefe peruano en carta a su familia.

Desde esta perspectiva, podía darse el hipotético caso de los chilenos esperaran que el hambre y la sed hicieran colapsar a los defensores del Morro.

Para Bolognesi,  la única -pero cada día menos tangible- esperanza era que fuerzas militares peruanas estacionadas en Arequipa resolvieran marchar sobre Arica, de manera de poder coger al enemigo entre dos fuegos. Intentó comunicarse telegráficamente con la Ciudad Blanca, sin recibir respuesta.

Pero Chile aceleró el plan de ataque y en horas previas al amanecer del lunes 7 de junio acometió un sorpresivo asalto al Morro. El avance de las tropas fue progresivo e irrefrenable.                     

Luego de llegar como vanguardia a la cima del Morro y de barrer su postrera línea defensiva, soldados del Cuarto de Línea se predisponían acabar sin más con la vida de Bolognesi y otros jefes reunidos allí, pero eran mantenidos a raya -revólver en mano- por el capitán Ricardo Silva Arriagada, el primer oficial chileno que puso un pie en la fortaleza peruana. Pero el estallido de un cañón provocado por un soldado peruano provocó en la tropa chilena una segunda motivación de furia ciega y ensañamiento para acometer y arrasar con la alta oficialidad peruana, salvando con vida sólo tres efectivos.

Ugarte no se contaba entre las víctimas del encarnizado final. Alternativas: o ya había saltado o yacía muerto en las proximidades de dicho escenario puntual. Es lo que debemos dilucidar.

               El referente del caballo blanco

El Morro de Arica es un promontorio rocoso que sobresale de la cordillera marítima y avanza unos metros hacia la playa. Sus flancos norte, oeste y sur están cortados a pique. La cumbre, posicionada a los 130 metros de altura es una meseta arenosa.

Interiormente, el Morro está entreverado de pasadizos naturales, entre ellos la mítica Cueva del Inca, y por sus niveles inferiores discurren canales que desembocaban en la playa.

En su cima, que tiene unos 500 metros de largo, se habían habilitado poderosas piezas de artillería y unas cuantas dependencias de servicio. En ese reducto considerado inaccesible y dotado de una estratégica perspectiva panorámica,  se encontraba instalado aquel 7 de junio de 1880 el puesto de mando del coronel Francisco Bolognesi y su estado mayor.           

La tesis de que Ugarte se precipitó desde el Morro en su caballo y portando la bandera peruana  ha sido escenificada en dos caracterizados lienzos que se exhiben en Lima: uno del artista italiano Lodovico Agostino Marazzani Visconti y el segundo del pintor limeño Juan Lepiani. Ambas pinturas son verdaderos objetos de culto y por estar depositadas en centros de connotado nivel cultural y social, dan cuenta de que su representación amerita un manifiesto estándar de crédito y atributo de historicidad. 

Esta convicción parece haberse originado poco después del 7 de junio y cuando el ejército chileno ya se había marchado de Arica, dejando aquí una fuerza de ocupación. Molinare dice que fue el 9 de junio (Molinare 1924) cuando vecinos ariqueños se percataron de que en los faldeos rocosos del Morro permanecían los restos de un caballo blanco.

Uno de esos espectadores fue Gerardo Vargas Hurtado, a la sazón de 11 años. En 1921, como caracterizado cronista de la Batalla del Morro, publicó un libro en que narra su experiencia vivida quince días después de la contienda y trashaber regresado junto a su familia de la vecina ciudad de Tacna:

Desde el primer instante de nuestra llegada oímos narrar la muerte del valeroso tarapaqueño (…) Recordamos con este motivo haber visto la osamenta de un caballo desbarrancado durante muchos días, detenido en los peñascos fronterizos al actual parque, sobre el camino conocido con el nombre de La Cinta. Se decía que ese caballo era en el que el coronel Ugarte se había precipitado desde la cumbre del Morro» (Ugarte 1921:258)

El mencionado caballo blanco es en realidad el referente inspirador de la tesis del salto. Ocurre que los vecinos ariqueños repararon que el único equino de esas características existente en Arica era el del coronel Alfonso Ugarte, por lo que no cabía sino concluir que el oficial se había precipitado voluntariamente para no ser hecho prisionero ni abatido por el enemigo.

El connotado historiador peruano Jorge Basadre se eco de la leyenda, revelando un telegrama oficial fechado en Quilca el 15 de junio de 1880 que recogía los datos suministrados por el vapor inglés Columbia, que acababa de llegar del Sur:

 “El coronel Alfonso Ugarte, como los demás, no quiso rendirse y, habiéndosele acabado la munición, echó mano de su revólver, empleando bien sus tiros; pero como fue acosado por gran número de chilenos, pereció al fin en un caballo blanco”.

De igual forma, Basadre invoca un artículo del diario “La Patria” de Lima, del día 21 de junio de 1880, en el siguiente tenor:

quiso sustraerse a las manos enemigas y clavando las espuelas en los ijares de su caballo, se lanzó al espacio desde aquella inmensa altura para caer despedazado sobre las rocas de la orilla del mar”.

Difícil reputar como válidas informaciones obtenidas de modo indirecto y de parte de terceras personas que no presenciaron el hecho bélico. Una espiral de suposiciones que contribuye a cimentar el mito.

No puede un historiador del siglo 20 admitir de buenas a primeras lo que se dijo en el siglo anterior, por disponer precisamente de tiempo y espacio para investigar y documentarse debidamente.

Sin embargo, tomada y publicada por un historiador de renombre, es obvio que la leyenda recibe un patrocinio que es carta de veracidad.

En otro increíble paso en falso, Jorge Basadre escribió que los restos de Ugarte jamás fueron encontrados,

Procede, ahora, conocer los testimonios de algunos tributarios de esta saga presentes en la cima del Morro en los últimos momentos de la batalla.

En una declaración en entrevista de prensa, prestada en 1953, el ex sargento peruano Dionisio Vildoso manifestó:

En este momento aparece el coronel Alfonso Ugarte en su caballo con una bandera peruana gritando “Muchachos, ¡Viva el Perú!” y echaba las espuelas a su caballo y desaparece en el abismo”.

Vildoso fue uno de los aproximadamente 40 sobrevivientes (según su propio cálculo) y se encontraba caído  junto al mástil de la bandera, casi al borde del precipicio central, en el extremo occidental del promontorio (Zapata). Ese es precisamente el punto desde el cual se habría lanzado Alfonso Ugarte.

El capitán chileno Ricardo Silva Arriagada confirma que junto a dicho al mástil que enarbolaba la insignia peruana habían varios soldados enemigos.

¿En qué momento se produce el salto? Del testimonio de Vildoso se desprende que ello habría ocurrido cuando los soldados del Cuarto de Línea enfrentan las líneas de retaguardia de la explanada y arremeten contra sus defensores.

Desde la perspectiva de quien está junto al mástil, ver aparecer al coronel Ugarte cabalgando y arengando antes de arrojarse al vacío, presupone que el jinete venía en sentido este-oeste.

Otro presunto testigo del salto, el ex sargento 1° Juan de Dios Ulloa, expresó que Alfonso Ugarte iba envuelto con la bandera (Zapata).

Suma y sigue: a 143 años del combate, el estudioso de la Guerra del Pacífico, Alejandro Tudela, sorprende con esta omnisciente y detallada narración del final de Alfonso Ugarte:

“… acorralado por los chilenos, cuando su sable ya era inútil y su pistola se encontraba descargada, el joven tarapaqueño tomó una bandera clavada en la cima y picando a su blanco caballo se arrojó del Morro al océano” (Tudela 2012:55).

Le quita credibilidad a Tudela el hecho de que la enseña peruana izada en el mástil era una insignia tutelar ubicada en un baluarte que revestía la mayor importancia en tiempo de guerra, de manera que a Ugarte no le era posible detener la cabalgata para desasirla de la driza, tomarla y proseguir el galope carrera con ella. De haber  ocurrido tal escena, un testigo privilegiado como Dionisio Vildoso no habría dudado en resaltarla en su todo su mérito; pero no la menciona.

Irónicamente, el libro de Tudela se titula “De la leyenda a la realidad”.

Versiones vertidas no sólo desde la trinchera peruana, ya que en Chile tampoco faltaron voces para promover la errática tradición épica, añadiéndole la desafortunada variante de un Ugarte que huye.

Como la crónica del corresponsal del diario «El Ferrocarril», publicada en el Boletín de la Guerra del Pacífico:

 «En los momento en que el 4.° entraba al Morro, fue tal la confusión con que algunos pretendían escapar, que varios se despeñaron, y un jefe cuyo nombre no se pudo averiguar, se arrojó al precipicio«.

O como el historiador Pascual Ahumada, que basándose en la carta de un oficial del 3° de Línea, señala que «Ahí pereció el bravo Bolognesi, el comandante Moore, el coronel Ugarte, que al huir se despeñó» (Ahumada: III 200-201).

           Contraparte: Ugarte murió en el Morro

La creencia popular en torno a Alfonso Ugarte, no encaja con las declaraciones de jefes militares peruanos presentes en la explanada del Morro y por tanto protagonistas y testigos de los últimos minutos de la cruenta batalla.

El capitán de corbeta Manuel Espinosa, comandante de la Batería del Morro, en su parte de guerra expresa (negrita nuestra):

 “Mientras tanto, la tropa que tenía su rifle en estado de servicio, seguía haciendo fuego, hasta que los enemigos invadieron el recinto haciendo descargas sobre los pocos que quedábamos allí; en esta situación llegaron a la batería el señor Coronel D. Francisco Bolognesi, Jefe de la Plaza, Coronel D. Alfonso Ugarte, Ud.” (se refiere a Manuel Cruz de la Torre, a quien eleva el parte), “el teniente Coronel D. Roque Sáenz Peña, que venía herido, el Sargento Mayor D. Armando Blondel y otros que no recuerdo; y como era inútil toda resistencia, ordenó el señor Comandante General” (Bolognesi) “que se suspendieran los fuegos, lo que no pudiendo conseguirse a viva voz, el señor Coronel Ugarte fue personalmente a ordenarlo a los que disparaban, situados al otro lado del cuartel, en donde dicho jefe fue muerto” (Zapata).

A su vez, el teniente coronel Roque Sáenz Peña, en el parte dirigido a su superior accidental, el comandante Juan de la Torre, manifiesta lo siguiente (negrita nuestra): 

«La oficialidad y tropa del medio batallón que logré subir” (desde las inmediaciones de la desembocadura del río San José al Morro) “estaba ya diezmada; los tres jefes subalternos no pudieron seguirme, y yo me hallaba herido, desde el principio del combate, de un balazo en el brazo derecho, que me permitió mantenerme a caballo desde los últimos momentos en que tuve que abandonarlo por serme imposible darle dirección; fue entonces que nos reunimos con V. S., los señores coroneles don Francisco Bolognesi y don Guillermo Moore, cayendo a nuestro lado estos dignos jefes atravesados por el plomo de una fuerte descarga. Habían ya caído los señores coroneles Ugarte y Bustamante, como también el teniente coronel don Ramón Zavala” (14     ).

De los dos testimonios precedentes, se colige que la muerte de Alfonso Ugarte antecedió a la de Francisco Bolognesi.

Roque Sáenz Peña, de nacionalidad argentina, se había enrolado por su simpatía con la causa peruana. Años más tarde llegó a ser presidente de su país (1910-1914). Un pequeño pero elocuente detalle relacionado con el enfrentamiento en el Morro es que él, como varios otros jefes, montaba una cabalgadura. Conforme a una expresa declaración suya: “al caballo me lo mataron en la refriega”. (Zapata). 

Alfonso Ugarte también tenía su caballo blanco en la explanada del promontorio ariqueño. Lo confirma el sargento 1° Juan de Dios Ulloa: “Alfonso Ugarte llegó a caballo e inmediatamente movilizó a nuestras tropas. Subimos fatigados los cerros por donde se peleaba y combatimos encarnizadamente” (Zapata).

Entonces, y ahora entramos en el campo de las suposiciones: si el caballo de Sáenz cayó muerto por la balacera, es probable que el de Ugarte se espantara con el ruido del combate y, sobre todo, por el estruendo del cañón que hizo reventar un soldado peruano, y saliera de estampida, despeñando.

Más explícito y dramáticamente circunstanciado es el testimonio que rindió el ya citado capitán del Cuarto de Línea, Ricardo Silva Arriagada:

El cadáver de Alfonso Ugarte se encontraba en una casucha ubicada cerca del mástil, al lado del mar, mirando hacia el pueblo; en ese lugar, las rabonas del Morro cocinaban el rancho; y ahí, esas pobres mujeres, tenían oculto el cadáver de Alfonso Ugarte; era un hombre chico, moreno, el rostro picado de viruelas, los dientes muy orificados, de bigote negro. Aquellas mujeres tenían profundo cariño por Ugarte, y para guardar su cadáver, lo habían vestido con un uniforme quitado a un muerto chileno. Pude saber que era el coronel Ugarte, porque el doctor boliviano Quint cuando lo vio, exclamó: ¡Pobre coronel Ugarte; no hace mucho, lo he visto vivo!” (Molinare 1924).

De lo anterior se desprende que la casucha donde se encontró el cadáver de Ugarte estaba próxima al mástil desde donde Dionisio Vildoso dice haberlo visto arrojarse al abismo.

                       La clave del calcetín

Tanto la muerte del coronel Alfonso Ugarte, como los esfuerzos por encontrar sus restos, configuran una trama de sucesos rayanos en el surrealismo.

De acuerdo al testimonio del capitán del Cuarto de Línea Ricardo Silva Arriagada, el mismo día 7 de junio la madre de Ugarte, Rosa Vernal, ofreció una recompensa de 5 mil soles plata a quien diera con los restos de Alfonso. Ante tan interesante premio no faltaron quienes se aventuraron a rastrear entre la multitud de cadáveres despedazados y en creciente estado de descomposición (Molinare 1924). 

La búsqueda (y el ambiente) se fue haciendo cada día más insoportable y estéril, hasta que la propia Rosa Vernal se incorporó a esa tarea a prueba de todo escrúpulo, pero tuvo un éxito tan inesperado como singular: en los pies de uno de los occisos pudo verificar un calcetín con las iniciales A.U., que ella misma había bordado para su hijo. Fue la clave para identificarlo, primera evidencia que refutaba el mito de que nunca se le pudo ubicar.

La segunda prueba ratificatoria -esta vez documentada- fue el certificado de sepultación firmado por el párroco ariqueño:

«Año del Señor de mil ochocientos ochenta. En quince de junio: Yo el Cura propio y Vicario de esta ciudad de S. Marcos de Arica, sepulté de Cruz Alta en el panteón de esta el cuerpo Mayor del Coronel Alfonso Ugarte, que fue encontrado al pie del Morro, y de allí se depositó en su respectivo nicho, hijo legítimo de Narciso Ugarte y de doña Rosa Vernal; y para que conste lo firmo. José Diego Chávez» (Partida de defunción).

Estimamos que si el cadáver fue localizado en avanzado estado de putrefacción y sepultado el 15 de junio, su hallazgo aconteció ese mismo día o a lo sumo en la jornada anterior.

De ello se desprende que a la fecha indicada todavía no se llevaba a efecto el operativo higiénico ordenado por el jefe de plaza, coronel Samuel Valdivieso, de reunir e incinerar los cadáveres diseminados en los faldeos, roqueríos inferiores del Morro y playa adyacente.

Recapitulando, tenemos que quedó sobradamente comprobado el hallazgo y sepultación de los restos de Ugarte. Sin embargo, la interrogante que se abre a continuación es:

si murió en la meseta del Morro,  ¿por qué su cuerpo tuvo que aparecer al pie del peñón?

Desconcertante es la explicación que entrega el capitán Ricardo Silva Arriagada:

Más tarde se dio la orden de arrojar al mar todos los cadáveres; sin duda que botaron también el de Alfonso Ugarte» (Molinare 1924).

El cómputo revelado por este oficial chileno es de 367 cadáveres lanzados Morro abajo.

                         Realidades paralelas                           

Sintetizando, procede decir que la creencia en la supuesta determinación de Alfonso Ugarte ejemplifica el fenómeno de creación de imágenes mentales (imaginario) que ponen en movimiento conceptos y opiniones que producen simbólicamente una certidumbre, la que se enraíza hasta configurar una verdad socialmente consolidada.

Ciertamente, al ser asumida y compartida por la sociedad, genera interacción social cohesionante y sentido de pertenencia e identidad, dos rasgos afines al nacionalismo, además de cumplir la función de mitigar el insondable trauma histórico de todo un pueblo. 

Como hemos visto, esta vivencia ideacional se origina en 1880, sugerida por el evento del caballo blanco y tiene su primera escenificación plástica en 1905 en el cuadro del artista italiano radicado en Perú, Agostino Marazzani Visconti, obra que se encuentra en el Museo Nacional de Arqueología y Antropología e Historia de Lima.

Y parece haber encontrado resonancia nacional a través del libro que el periodista ariqueño Gerardo Vargas Hurtado publicó en 1921.

Seguidamente, la tradición queda plasmada en un segundo lienzo, el producido hacia 1922 por el pintor peruano Juan Lepani, obra que se encuentra en el Museo de los Combatientes del Morro de Arica, en Lima.

Luego la tesis adquiere masiva repercusión con las declaraciones vertidas en 1953 por dos veteranos de guerra: el sargento Ovidio Vildoso y el cabo Juan de Dios Ulloa.

A contrapelo, se sabe que en las conmemoraciones del 7 de junio que realizó la comunidad ariqueña peruana hasta el año 1908 no se rendía tributo a la memoria de Alfonso Ugarte, sino a la de Francisco Bolognesi (Cid 2021).

A nuestro modesto parecer, encapsular la valoración histórica de Alfonso Ugarte en el pretendido gesto de arrojarse desde el Morro, configura un salto al vacío y sume al héroe en el abismo de la controversia estéril, al identificarlo como protagonista de una saga en perpetua tensión con  la realidad.

Más lamentable aún es constatar que, desacreditada la leyenda por la verdad histórica, la figura de Ugarte queda capturada en un limbo de intrascendencia, habida cuenta de que resultan traslapados reales y aventajados merecimientos suyos, como la vocación patriótica que prioriza luchar y defender al Perú por encima de cualquiera otro interés, además de su indiscutido valer militar.

Desde la perspectiva de su íntima dimensión humana, es menester justipreciar que para llevar a efecto su firme voluntad de convertirse en soldado, debió sobreponerse a un acuciante presagio premonitorio, algo que a cualquier otra persona podría positivamente haberla hecho desistir. Pero no a un Alfonso Ugarte que tenía cabalmente internalizados los principios del honor y el deber.

A todo esto, no podemos entender la actitud de querer legitimar una creencia sin más sustento que la credulidad prejuiciada y cerrar los ojos ante las evidencias contenidas en los partes de dos testigos de primera línea, los comandantes Manuel Espinosa y Roque Saénz, que la desmienten.

Un ácido crítico de la tesis del salto de Ugarte es el coronel y veterano de guerra  Abel Bedoya de Seijaz, quien, al cuestionar en 1927 el cuadro de Lepani por lo que denominó falta de fidelidad histórica, reivindicó los partes de guerra del capitán de corbeta Manuel Espinosa y de los tenientes coroneles Manuel C. de la Torre y Roque Sáenz (Bedoya, 1927:4).

Inaudita resultó la respuesta del aludido pintor Lepani, al argumentar que una de sus fuentes documentales fue el parte del comandante Roque Sáenz Peña (¿?).

Esta inusitada respuesta es un claro ejemplo de la renuencia de vastos sectores peruanos a hacerse cargo de lo que establecen dichos partes acerca de la muerte de Alfonso Ugarte.

Es decir, se omite la palabra oficial, expresada en términos sobrios y desapasionados por altos jefes protagonistas y testigos directos. Ni más ni menos que la expresión de una asertividad explícita, elocuente, incontestable, pero se opta, en cambio, por apuntalar el andamiaje de una realidad imaginada que se estrella con este demoledor antecedente: el parte de Manuel Espinosa fue redactado el mismo lunes 7 de junio de 1880 y el de Roque Sáenz, el miércoles 9 de junio de 1880.

Sin duda que es menester dar un honesto salto para sincerarnos con la realidad fáctica; sí, con la realidad efectiva, la más cercana aproximación a ese ideal tan esquivo que es la verdad histórica.

             Post batalla: asesinatos y desmanes

Según el cronista Gerardo Vargas, un número de entre 70 y 90 soldados peruanos que habían recurrido a la práctica humanitaria y universalmente aceptada de “acogerse a sagrado”, fueron sacados de la iglesia y fusilados en sus gradas. Al respecto, el historiador chileno Gonzalo Bulnes apunta que “no tiene explicación para la historia imparcial el fusilamiento inhumano de algunos soldados peruanos acorralados en la plazoleta de la iglesia de Arica, pertenecientes a aquella tropa del Iquique y del Tarapacá que no alcanzó a subir al Morro y que se encerró en ese local” (Bulnes 1935 : tomo 2°, 387).

Agrega Gerardo Vargas que un grupo de soldados peruanos que se había asilado en la casa de la influyente familia Mac Lean-Portocarrero fue sacado a la fuerza y ejecutado, no sin antes prender fuego a ese inmueble. Semejante a lo que ocurrió a otros que optaron por refugiarse en el consulado de Estados Unidos, puesto que fueron desalojados violentamente, arrastrados hasta la plaza y fusilados. Acto seguida, la residencia consular fue saqueada (Vargas 1921:258).

El historiador militar chileno, general en retiro Roberto   Arancibia Clavel, reconoce que “se saquearon algunas casas y se produjeron fusilamientos” lo que atribuye al “ impulso propio de los soldados excitados y enfurecidos por el estallido de minas y la muerte de sus compañeros”  (Arancibia 1994).

                          A un tris de una hecatombe

Pocos minutos después de la indignante explosión de una pieza de artillería, ocurrió un percance que pudo escribir un epílogo sumamente trágico para de la Batalla de Arica. Un postrer grupo de soldados peruanos perseguido a tiros se introduce a una cueva natural subterránea (probablemente el espacio que ocupa hoy el Museo de Armas del Morro). Los atacantes chilenos llegan a la entrada y comienzan a disparar.

Con gritos desesperados, los prisioneros teniente coronel Manuel de La Torre y sargento mayor Francisco Chocano les advierten;

“¡Por Dios, no hagan fuego; ésa es la Santa Bárbara del Morro, la mina grande; hay más de 150 quintales de dinamita; está llena de pólvora y balas; va estallar!” (Molinare 1924).

Afortunadamente, los chilenos se abstuvieron de seguir disparando. De lo contrario, el polvorín habría erupcionado como un volcán y en esa tremenda explosión habrían volado por los aires todos, vivos y muertos circunstantes en la explanada.

Más que eso: se pudo desatar una hecatombe a partir de haberse profundizado las grietas y fracturas internas del emblemático promontorio, con desprendimiento y lluvia de rocas y esquirlas que habrían caído sobre la población. Investigaciones modernas han comprobado que, a causa de quién sabe cuántos terremotos, los componentes estructurales del viejo Morro de Arica son considerablemente frágiles, vulnerables y expuestos a probables colapsos.                             

                          Réquiem por los héroes

Por decreto del 3 de junio de 1890, y previo acuerdo con el gobierno de Chile, el presidente peruano y héroe de la Guerra del Pacífico, general Andrés Avelino Cáceres, dispuso que fuesen repatriados y conducidos a Lima los restos de los héroes que habían caído en Angamos, San Francisco, Tarapacá, Alto de la Alianza, Arica y Huamachuco. A tal efecto, se nombró una comisión que viajó en el crucero “Lima”.

En Valparaíso, el “Lima” recibió el 27 de junio los restos del almirante Miguel Grau y siguió su recorrido a puertos del norte acompañado por el crucero  “Esmeralda”, a bordo del cual iba una comitiva protocolar chilena. Al recalar en Arica el “Lima” recogió los restos de Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte, Juan Guillermo Moore, Ramón Zavala y Eduardo Raigada.

El cadáver de Ugarte fue reconocido por el comisionado peruano Carlos Ostolaza.

De acuerdo a una información del diario El Callao de 7 de julio de 1890, en el nicho respectivo se encontró un ataúd con la inscripción Alfonso Ugarte. “Dentro del cajón sólo existe un costado del cuerpo, única parte de él que se encontró al pie del Morro y que fue reconocido por un calcetín que llevaba puesto con sus iniciales. Al encontrarlo, el señor Ostolaza lo envolvió en una sábana depositándolo en tal estado en el ataúd en que hoy se encuentra” (Zanutelli).

Una crónica anónima revela que para sepultar dignamente los restos de los oficiales jefes peruanos, en Arica se habían confeccionado féretros de fina factura que después de un responso fueron cargados hasta el puerto en hombros de soldados chilenos y a los acordes de una banda militar.

Ese mismo 7 de junio de 1890 fueron embarcados además un grupo de monjas de la Caridad, 78 soldados heridos, 385 mujeres y 150 niños, todos de nacionalidad peruana.

En Lima, se procedió a depositar los restos de Alfonso Ugarte en el mausoleo del tarapaqueño Ramón Castilla Marquezado. Después fueron trasladados al mausoleo que Rosa Vernal mandó construir para su hijo y para ella. Finalmente, en 1908 se dispuso en forma oficial que Alfonso Ugarte descansara en la Cripta de los Héroes de la Guerra de 1879.

No obstante, en 1979, casi a un siglo de la batalla, aún subsistían dudas en cuanto a que la identidad del héroe estuviera bien acreditada, lo que motivó que el presidente del Centro de Estudios Históricos de Perú, Geraldo Arosamena, gestionara la apertura de su tumba.

El informe de esta inspección difiere bastante de la información entregada hacía una década por el diario El Callao. Esta vez se reportó que se hallaron restos de su cuerpo y algunas piezas de su uniforme, pero con la especificación de que “Todo se encontraba envuelto en la bandera de Perú e impresionantemente el cráneo y la cara de Ugarte estaban intactos” (Tudela 2015).

                        Las cenizas de la memoria  

En junio de 1880, algunos días después de la contienda y con el propósito de poner fin al foco de infección que significaba ese cúmulo de cadáveres putrefactos, las autoridades chilenas de ocupación resolvieron incinerarlos. Las cenizas fueron recogidas y depositadas en urnas.                                 

Hasta la primera década del siglo pasado, en el umbral del templo que es hoy la Catedral de Arica, existió una especie de mausoleo simbólico que contenía esas cenizas y con sendas placas recordatorias a ambos lados de la entrada del templo.

En ellas se leían las siguientes sendas inscripciones:

Arica, 7 de junio de 1880. Regimiento N°2 Buin, 3° de Línea, 4° de Línea, Granaderos a Caballo Bulnes y Lautaro.

Arica, 7 de junio de 1880. Artesanos, Granaderos, Batallón Iquique, Tarapacá, Artillería de Daza, Batallón Piérola.

A la memoria de sus mártires. Por su patria rindieron su existencia” (Riso Patrón 1890:11).

Durante los primeros años posteriores, peruanos y chilenos se reunían cada 7 de junio en esa iglesia a orar pos los caídos. Paralelamente, la comunidad peruano-ariqueña realizaba una romería al Morro (Cid 2021).

Un hecho destacable fue la inauguración en 1902 de una cripta con los restos de los combatientes de las batallas de Tacna y Arica, monumento instalado en el Morro, en ceremonia que tuvo un carácter marcadamente castrense con participación de los veteranos de guerra radicados en ambas ciudades.

Por expresa prohibición de las autoridades de ocupación, la romería debió ser suspendida y a partir de 1909 la manifestación fue adoptada por los chilenos (Cid 2021). Más adelante vendrían los episodios de las cruces marcadas con alquitrán (tácita y amenazante invitación a marcharse), amedrentamiento, persecución y expulsiones. Todo ello en virtud de la política de “chilenización” o desperuanización, mientras transcurría la tensa espera del plebiscito convenido para 1929, el que nunca se concretó y se terminó por definir: Tacna para Perú y Arica para Chile.

Un simbólico paréntesis de fraternidad se abre el 3 de diciembre de 1947 al inaugurarse el Santuario de la Virgen del Carmen en los faldeos del Morro, donde se  resguardan las cenizas de aquellas anónimas víctimas de la historia.

Mientras tanto, en un apartado borde del legendario promontorio, ajeno a todo trasunto patriótico y turístico, aguarda perseverante el Cristo de la Paz. 

Braulio Olavarría Olmedo

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Lizama Portal, Mauricio: 150 años de la fundación de la Primera Compañía de Bomberos “Iquique” Nº 1, hoy Primera Compañía de Bomberos Española. https://11a1e8c5-40cd-4cc2-bc1e-f27f6a49c0d1.filesusr.com/ugd/485456_b38075a42b0d454080fb20fe1a8f11a7.pdf?index=true

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