Cucumate: “papas y lechugas”

Las Minas de Tarapacá dejaron de funcionar apenas iniciado el siglo 17. Se abre a partir de entonces un limbo de casi 120 años, intervalo en que no dejaron de ser recordadas y hubieron cronistas que se ocuparon de destacar su importancia.

A su paso por esta región en 1589, fray Reginaldo de Lizárraga supo que Tarapacá solía “ser muy buen repartimento y rico de minas de plata” (Lizárraga 1908:68). ¿Solía ser muy bueno porque había colapsado o debemos entender simplemente que ya no era tan bueno?

Antonio de Herrera manifiesta en 1601 que Tarapacá “contaba con buenas minas de Plata” (1601:XX-60). Aquí el juicio es más categórico y posiblemente se acerque a lo correcto. 

A su vez, y refiriéndose al estándar de las minas peruanas, Bernabé Cobo afirma en 1653 que eran muchas y muy ricas las minas que venían labrándose desde los tiempos del Inca. “pero las más afamadas eran las de Tarapacá”. (…) “Eran tan ricas, que la mayor parte del metal que se sacaba dellas era plata blanca y acendrada, sin mezcla de escoria” (Cobo 1982:274).

Cobo escribe en un momento en que las Minas de Tarapacá están en letargo; entonces, la calidad que pondera se retrotrae a la primera fase hispana y aunque fueron labores de técnica rudimentaria y con alcances poco profundos, igual cimentaron la fortuna de Lucas Martínez Vegaso.

No hay antecedentes acerca del término de esta etapa que partió en 1541, pero tenemos al menos el indicio de que en el año 1600 Olivier van Noort saqueó el Puerto de Tarapacá, sustrayendo no sólo provisiones, sino también agua, elementos inexistentes en una caleta árida de reducida población camanchaca. ¿De dónde más sino de la provisión que había en ese puerto-despensa al servicio de Huantajaya?

La memoria viva

Los españoles de Pica no tuvieron relación directa con los pioneros del siglo 16, ya que éstos provenían de Arequipa y Arica. Sí guardaban memoria los indígenas piqueños, por haber interactuado con aquellos hispanos en calidad de tributarios de los encomenderos Lucas Martínez Vegaso, Jerónimo de Villegas, María Dávalos y Alonso Vargas de Carvajal.

Sin embargo, quienes tuvieron mayor involucramiento y además proximidad física casi inmediata con el mineral, fueron los camanchacas de Ique-Ique o Puerto de Tarapacá, caleta situada en Bajo Molle.

Y nos quedamos cortos si nos detenemos aquí, puesto que estos pescadores remotos no eran enteramente sedentarios, ya que además de practicar con sus emblemáticas balsas un relativo nomadismo costero longitudinal acostumbraban recorrer la serranía costera y la Pampa del Tamarugal.

Andando el tiempo, serán sin embargo los viñateros piqueños quienes impulsarán el desarrollo y apogeo del mineral argentífero en el siglo 18, así como corresponderá después a los españoles de San Lorenzo de Tarapacá promover el arranque de la actividad salitrera en su fase polvorera, mediante las unidades productivas denominadas “paradas”.

Una leyenda verídica

Después de Antonio O’Brien (1764-1772), el segundo cronista tarapaqueño es el sacerdote Francisco Javier Echeverría y Morales (nacido en Pica hacia 1748). En un libro publicado en 1804, expresa que las Minas de Tarapacá fueron “redescubiertas” en 1680, gracias a la revelación de un indio de nombre Domingo Quitina o Quilina, más conocido por el apodo Cacamate. Siguiendo otras voces de la tradición, nosotros optamos por llamarlo Cucumate.

Para una mejor comprensión de esta cautivante historia, presentamos in extenso el texto escrito por Echeverría y Morales:

Un indio llamado Domingo Quitina (por sobrenombre Cacamate) fue el que lo manifestó a don Juan de Loayza en 1680. Fue el caso que hallándose con la relación de compadre de éste, sirviéndole en la empresa de dar riego a las llanuras que median entre el pueblo de Tica (Pica) y la serranía de la costa, en el sitio que dicen de La Noria sacando por zanjas en su declive el agua subterránea (como hasta ahora se ven), desengañado por la imposibilidad del proyecto, habiendo consumido sus facultades, se entregó a la melancolía.

“Lleno de esta pesadumbre en aquel desierto llamaba al compadre para consolarse y arbitrar los medios que podría abrazar para sostenerse. El medio único para sujetar al compadre era menudear las medidas del vino; y una noche que se propasó le dijo: compadre, no te aflijas, yo te daré dos chácaras (esto es dos sitios de labor), la una de papas y la otra de lechugas, con que puedas resarcir tu pérdida. Apuróle a que se explicase mejor, y le contestó eran dos minas, una de plata y otra de oro, nombrando el lugar de la primera.

“Al otro día dispuso don Juan el viaje del compadre con su mayordomo, a quien llevó al sitio del Chiflón, y le hizo sacar la muestra del metal. Apuróle por la otra mina sin suministrarle cosa alguna, llegando a la aspereza y rigor de las palabras el trato descompuesto.

“El indio desabrido se le mudó, sin querer jamás dar otra noticia. Don Juan vio las muestras, y con ellas pasó a su patria, para empeñarse en este descubrimiento. Los que tenían dinero juzgaron el hecho por uno de aquellos arbitrios de que se valen ordinariamente los fallidos de este reino. Se le pasó mucho tiempo en llevar víveres y jornaleros, para emprender su labor, y vino a morir en la demanda con sólo haber difundido la noticia del mineral” (Echeverría 1952:170).

De La Noria a Huantajaya

Juan de Loayza y Valdés es el fundador de la dinastía Loayza. Nació en Matilla en 1663, hijo de Gaspar Jacinto de Loayza y de Mayor Fernández de Córdoba. En 1689, a la edad de 26 años, es teniente de corregidor de Tarapacá. Fue casado con Catalina de Quiroga y de este matrimonio se conocen, por lo menos, dos hijos: María Jacinta y Bartolomé, nacido en 1693.

Juan de Loayza, propietario de una viña en el sector de Sauque, estaba empeñado en desarrollar un proyecto agrícola fuera del oasis, para cuyo efecto realizaba prospecciones de agua para regadío. Presumiblemente, la iniciativa tenga directa relación con la coyuntura de que se le concedieran 1,3 hectáreas, equivalentes a dos leguas lineales en la Pampa del Tamarugal (Villalobos 1979:87).

Este antecedente proviene de fecha posterior (1774), en que se lo menciona tangencialmente, razón por la cual no es posible definir una data con cierta exactitud. Siguiendo a Echeverría, tendría que haber coincidido con el episodio protagonizado por Cucumate (1680). Para nosotros, fue en fecha posterior.

Pues bien, el cometido de Juan de Loayza en la Pampa del Tamarugal consistía en cavar “sacando por zanjas en su declive el agua subterránea”. En otras palabras, estaba empeñado en labrar un socavón al estilo de los que habían en el oasis.

Según una tradición, esta tecnología fue introducida entre 1680 y 1700 por empresarios mineros venidos de Potosí, quienes se radican e invierten en viñas, para cuyo efecto procuran captar mayores volúmenes de agua para regadío (L Núñez 1985:158).

Patricio Advis cita un documento que comprueba que en la hacienda matillana Sauque ya existía un socavón desde 1680 (Advis 1995:19).

Procede aclarar desde ya que el sitio La Noria mencionado por Echeverría nada tiene que ver con el área salitrera del mismo nombre, puesto que estamos hablando de una época en que aún no se conocía ni siquiera la actividad polvorera, umbral de la industria del nitrato.

La referida La Noria (o mejor La Noria antigua) era un lugar de la Pampa del Tamarugal ubicable al sur de La Huayca y, como su nombre lo indica, caracterizado por acuíferos o napas, por lo general salobres, lo que explicaría la frustración de Loayza.

Juan de Loayza representa el primer intento de los hispanos de Pica y Matilla por hacer trascender una actividad agrícola circunscrita a los limitados recursos hídricos del oasis. La necesidad de expandir la actividad llevó a poner los ojos en la Pampa del Tamarugal, esfuerzo que conocerá el éxito algunas décadas después con los primeros piqueños constructores de pozos en el siglo 18: Francisco Guagama, cacique; y Pedro Sánchez de Rueda, teniente de corregidor. Y en torno a los pozos se instalarán buitrones, centro de procesamiento de los minerales de Huantajaya, Santa Rosa y El Carmen.

Uno de estos pozos, instalado en el paraje Tirani, dio lugar a la creación del pueblo Tirana e igualmente otro posterior fue base de la formación del pueblo La Tirana que se convirtió en santuario.

Entre legendario y real

Cucumate era un indígena que comercializaba guano de aves marinas. Echeverría y Morales lo identifica como Domingo Quilina, apodado “Cacamate” (Cucumate). Se lo hace aparecer erradamente como nacido en Mamiña (Billinghurst 1887:400), lo que no es correcto. Tampoco era de Pica, ya que no aparece en los registros parroquiales.

Para nosotros, era un camanchaca neto. El hecho de trajinar guano de aves marinas lo retrata necesariamente como hombre costero. Incluso el apodo, terminado en ate (y muy parecido al topónimo Chucumate), parece asociado a la lengua puquina, que hablaban los camanchacas. Hurgando sobre el apellido Quilina entre unidades costeras coloniales, lo más cercano que hallamos (para el año 1666) fue el nombre Quilinate, correspondiente a un ayllo mancasaya con miembros camanchacas (Cuneo 1978: 567).

En esta perspectiva, Cucumate trajinaba guano en sectores de precordillera y también en Pica y Matilla, recorridos que lo hacían un profundo conocedor de los caminos. Y de la geografía en sus dimensiones física y mítica. Con toda seguridad, fue debido a ese oficio de trajinero que se conoció con Juan de Loayza y trabaron una amistad que se tradujo en compadrazgo, debiendo entenderse que el español apadrinó a un hijo de Cucumate.

Bartolomé, hijo de Juan de Loayza (nacido en 1693) tendrá vinculación directa con el guano, puesto que explotará una covadera en Pabellón de Pica (Torres 2017: I-615). Asimismo, se ha dicho que la familia Loayza era propietaria de las guaneras de Punta Pichalo, merced a un antiguo título expedido por el rey de España (Billinghurst 1886:33).

No se crea que Cucumate subía al interior con un saco de guano al hombro. Su cometido debió ajustarse al perfil del chacaneo (arriería) que describe O’Brien en 1765. El agricultor precordillerano que quisiera ir a buscar el abono a Iquique requería el concurso de una recua de mulas o de burros. Un viaje ida y vuelta entre Sibaya y el puerto, por ejemplo, tomaba cerca de ocho días.

Un problema grande era el disponer de agua y forraje (chala de maíz) para los animales; sobre todo al regreso, porque venían cargados con el guano y no había dónde proveerse.

Resultado de todo ello era que “se le aniquilan sus bestias de modo que cansadas y sofocadas de la sed, se le muere la que llego a cansarse, quedando todas tan rendidas que en un mes, o mes i medio no pueden volver a ser viaje alguno”, anota O’Brien (Hidalgo 2004:358).

En tiempos de O’Brien, los camanchacas cobraban un real por cada saco de guano puesto en a la playa de Iquique. Tanto por la distancia desde las zonas de cultivo a la costa, como por estar la extracción del guano reservada al arrendatario del Puerto, los agricultores tenían necesariamente que optar por proveerse con intermediarios, como Cucumate.

El heraldo de Huantajaya

Prosiguiendo con el relato de Echeverría, las copiosas libaciones de aquella noche hicieron que Cucumate soltara el trapo de la locuacidad, al punto de transgredir el código cultural que prohibía fomentar la ambición de los europeos, aparte de que la experiencia enseñaba que el laboreo de minerales redundaba en explotación de los indígenas.

Entre la duda y la certeza, Juan de Loayza optó por comprobar lo que le había revelado Cucumate, de modo que instruyó que al día siguiente salieran de expedición su mayordomo y el generoso compadre.

Es de imaginar que endilgaron por el sendero ancestral que comunicaba el oasis con el umbral de la quebrada de Tarapacá. En un punto al norte del futuro pueblo de La Tirana, dejaron atrás la pampa verde y sombreada y torcieron hacia el oeste para llegar a Pampa Dura, se infiltraron por callejones intermontanos y salieron flanqneando el cerro Coñajagua (Santa Rosa).

Un tanto más adelante, está Pampa Molle, donde el terreno se  despliega como abriendo los brazos y acoge a todo caminante, indicándole que está a un tranco de la costa. Sin embargo, el destino de los enviados de Loayza se halla en el anfiteatro montañoso que cierra el escenario por el norte, como poniendo fin a la árdua caminata. Pero no al esfuerzo: habrá que ascender a la cima de uno de esos colosos. Allí está el objetivo deseado.

Llegados a la “chacra de papas”, Cucumate se puso a escarbar como quirquincho hasta dar con algunos trozos que fueron llevados a Juan de Loayza como pruebas.

Según la tradición que conoció Antonio O’Brien, el sitio de aquel venturoso hallazgo era el que los españoles denominarían Chiflón, en el Alto de San Simón (Hidalgo 2004:24)

Entusiasmado con las muestras de mineral de plata, Loayza quiso saber ahora acerca de la “chacra de lechugas”; es decir, la de oro; pero esta vez el compadre no estuvo dispuesto a dar mayor información. Por más que el español solicitó, rogó e insistió, Cucumate no abrió la boca, a raíz de lo cual Loayza lo echó de La Noria, no sin antes descargarle una andanada de furibundos improperios. Al parecer, al trajinero de guano no se le vio nunca más por el oasis.

A Cucumate le corresponden dos méritos indiscutibles: haber contribuido a relocalizar el yacimiento y el rescate de su nombre original. Tal como narra Echeverría, Cucumate mencionó la existencia de una mina de plata y otra de oro, “nombrando el lugar de la primera”, que el texto no registra puntualmente en forma expresa, pero connota de modo inequívoco el topónimo Huantajaya.

Claramente, de lo anterior podemos colegir que el Huantajaya mentado por Cucumate era el cerro que los españoles denominaron San Simón, uno entre varios sitios minerales: de allí la denominación Minas de Tarapaca.

Para concluir, estimamos que Cucumate se negó a dar noticias sobre la “chacra de lechugas”, la mina de oro, porque la afirmación de su existencia fue nada más que un alarde. Pasado de copas, como estaba aquella noche junto a Juan de Loayza, puede que Cucumate haya magnificado su predisposición de ayudar al compadre. Entonces, recurrió a un embuste. Creemos esto porque en los más de tres siglos de laboreo en el entorno de Huantajaya (considerando incluso Santa Rosa y El Carmen) jamás se supo del hallazgo de un venero aurífero. Sí se han hallado sitios con oro, pero de escaso rendimiento, en el cerro Huantaca, que se alínea longitudinalmente con Huantajaya a unos 15 kilómetros hacia el norte.

Precisando la data: no fue en 1680

Discrepamos del año 1680 que Echeverría y Morales establece como fecha del “redescubrimiento” de Huantajaya. Aunque éste era bisnieto de Juan de Loayza y pudo tener como fuente la tradición familiar, existen antecedentes que cuestionan su afirmación.

En 1681, y estando a la cuadra de Iquique, el pirata John Watling se entera por el piloto español que lleva como prisionero que “en tierra firme y a poca distancia hay muchas y ricas minas de plata, pero los españoles no se atreven a trabajarlas por temor a un asalto de enemigos extranjeros” (Esquemeling 1983:405).

En concreto, por 1681 no hay todavía reactivación del mineral.

A nuestro entender, una pista más plausible en el intento por fechar el episodio Cucumate es la que conoció de terceras personas Francisco Amadeo Frezier y que figura en su obra publicada en 1716:

A doce leguas de Iquique, en 1713, se descubrieron minas de plata que se proponían explotar ininterrumpidamente; se espera que sean ricas según las apariencias” (Frezier 1908:137). La distancia que anota es errada: son sólo dos leguas.

Antonio O’Brien, quien era experto en minería y permaneció largo tiempo explorando y fiscalizando los sitios mineros de la costa tarapaqueña, da cuenta de esta versión que escuchó:

  “… a Cuarenta, y ocho años, que segunda vez se volvió a trabajar por don Juan de Loayza Valdés que halló, informado de un indio, uno de los trabajos que hicieron los primeros españoles, que después de la conquista poblaron esta provincia” (Hidalgo 2004:24).

Como O’Brien escribe en 1765, el hecho habría ocurrido en 1717. Como sea, este dato se acerca a la reactivación emprendida por Bartolomé de Loayza y descarta la data de Echeverría.

Juan de Loayza enfrentó un abrumador desafío: reconvertirse en minero (sin dejar, obviamente, el trabajo de su viña). Más de alguna orientación habrá solicitado a los españoles que explotaban cobre al sur-este de Pica.

A juicio de Echeverría y Morales, la gestión de Juan de Loayza fue breve y frustrante, lo que es contrastado por la información que conoció en terreno el ingeniero Francisco Javier Mendizabal (1808): Juan de Loayza continuó en su labor “por algunos años, extrayéndose abundancia de metal” (Hidalgo 2004: 377).

Como dando respaldo a nuestra tesis, Francisco de la Fuente Loayza, bisnieto de Juan de Loayza, expresa que la reactivación de labores se registró a principios del siglo 18 (Villalobos 1979:120).

En igual sentido, el cosmógrafo Cosme Bueno refiere en 1768 que: “Cerca de estos tiempos, esto es ya avanzado el principio de este siglo (negrita nuestra), se empezó a trabajar de nuevo” (Buen0 1951:91).

De todo lo expuesto, se desprende que el segundo y más importante ciclo de Huantajaya se inicia en el siglo 18 y no en el 17, como se ha venido sosteniendo. Considérese que entre la supuesta fecha de 1680 y la relocalización en 1713 habría un largo transcurso de 33 años que no se condice con el relato de Echeverría.

De hecho, resulta más lógico aceptar que Juan de Loayza viajó a España después de 1713. Conforme a algunas referencias documentales, sabemos que en 1714 Loayza está en Pica, pues aparece como padrino de matrimonio, según se desprende de un estudio genealógico de José Miguel de la Cerda. Su traslado a España (ida y vuelta significaba poco más de un año) debió ser posterior.

Sin poder lograr su objetivo, Juan de Loayza vuelve a Tarapacá y reemprende sus intentos de explotación. En tales circunstancias, le sobreviene la muerte a los 55 años, el 20 de noviembre de 1718.

El desafío lo retoma su hijo Bartolomé, quien a la sazón tenía 25 años. Las fuentes históricas coinciden en manifestar que esto aconteció ese mismo año de 1718.

Braulio Olavarría Olmedo

Referencias bibliográficas:

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Billinghurst, Guillermo: El abastecimiento del agua del puerto de Iquique. Imprenta La Española, 1887.

Bueno, Cosme: El Conocimiento de los Tiempos. En  Geografía del Perú virreinal. Editor Daniel Valcárcel. Lima, 1951.

Cerda Merino, José Miguel de la: Fichas de un desaparecido libro de matrimonios de Pica, Tarapacá.  Santiago de Chile. http://acghb.com.bo/index.php/ciudades/xii-reunion-americana/matrimonios-de-pica-tarapaca/37-matrimonios-de-pica-correg/file  

Cobo, Bernabé: Historia del Nuevo Mundo. Sevilla, 1982. 

Cuneo Vidal, Rómulo: Diccionario Histórico-biográfico del Sur del Perú. Volumen XI. Impreso en el Perú por Gráfica Morsom S.A. 1978.

Echeverría Morales, Francisco Javier: Memoria de la Santa Iglesia de Arequipa”. En Víctor Manuel Barriga: “Memorias para la Historia de Arequipa”, tomo IV. Editorial Portugal. Arequipa, 1952.

Esquemeling, John: The buccanneers of America. A true account of the most remarkable assaults committed of late years upon the coasts of the West Indies by the buccaneers of Jamaica and Tortuga (both English and French). London. Swan Sonnenchein & Co. New York, Charles Scribde’s Sons. 1893.

Frezier, Francisco Amadeo: Relación del viaje por el Mar del Sur a las costas de Chile y el Perú durante los años de 1712, 1713 y 1714 por M. Frezier ingeniero ordinario del Rey. Imprenta Mejía, 1908.

Herrera, Antonio de (1601): Descripción de las Indias Occidentales de Antonio Herrera, cronista mayor de su majestad de las Indias y su cronista de Castilla. En Madrid,  en la Emplenta Real [sic] por Juan Flamenco. 1601. https://digibug.ugr.es/handle/10481/3580

Hidalgo, Jorge y Manuel Castillo Martos: Antonio O’Brien y la explicación, sus nombres y beneficios (1765). Iluil, volumen 27, 2004.

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Lizárraga, Reginaldo de (1605): Descripción y población de las Indias, Capítulo LIII. Publicada en la revista del Instituto Histórico del Perú. Lima, Imprenta Americana, 1908.

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 O’Brien. Antonio. En Jorge Hidalgo: Civilización y fomento: La “Descripción de Tarapacá”.  Chungará, Revista de Antropología Chilena, Volumen 41, Nº 1, 2009.

Villalobos, Sergio: La economía de un desierto. Tarapacá durante la Colonia. Ediciones Nueva Universidad. Pontificia Universidad Católica de Chile. 1979.

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