Dicen que las imágenes activan la memoria…dicen…
Escribo teniendo ante mí una fotografía donde, entre otros mechones de Sociología del ´73, alguien que fui, alguien que espero ser un poquito aún, me mira sonriente. Trato de abrazarla, de recorrer sus caminos internos, los caminos de hace 50 años atrás…
La sonrisa era más fácil, llena de sueños, todo era posible, la vida comenzaba recién a ser escrita…y éramos los autores de ese mundo nuevo y mejor. Ahora me veo, a veces, persiguiendo la carcajada hasta atraparla, y la alargo y me la bebo ¡cómo la saboreo!, porque sé que quedan menos. Creo que las amo cada día más, aunque también amo las lágrimas, pese a que me cuesta dejarlas salir (se me quedaron atragantadas “el once”) me tranquilizan y me permiten continuar.
Mi historia es la de tantos. Salí de un pueblo chico, había que hacerlo (eso se mantiene igual) para continuar en eso de estudiar-para-ser-alguien-en-la-vida. Con mi carné rojo de militante socialista al día, dejé atrás mi “Tocopilla madre del viento, terruño tallado en la pampa…”. Antofagasta era la ciudad de realización de los sueños y estudiar Sociología en la Norte, la forma de cambiar el mundo. La gloriosa Universidad del Norte, con aquélla parte de su himno que nunca olvidé “ Y estrechar la mano del obrero para unir la luz con el sudor”.
1973. Me recuerdo mechona, y vuelvo a sentir esa sensación de libertad, de estar asomada a un lugar en que todas las puertas y ventanas estaban abiertas. Me recuerdo maravillada ante una Escuela de Sociología que era como la ONU en vivo: profesores de distintos países: Bolivia, Brasil, Cuba, algunos perseguidos por los regímenes políticos de su lugar de origen, estaban allí. Me veo también con algo de susto: Materialismo Dialéctico…¡madre mía, si jamás en el Liceo me enseñaron Filosofía! Materialismo Histórico, ¡vuelvo a temblar cuando recuerdo el día en que saqué premio, y fui la primera sorteada para, ante más de 70 alumnos, hacer una síntesis de la clase! Sobreviví bastante bien, luego agradecí vivir el resto del semestre sin esa tensión.
Y en este hilván desordenado de la memoria, entre compartir hojas mimeografiadas estudiando para pruebas, reuniones de núcleo, marchas, pasar la noche en la Secretaría de Rectoría durante la toma de la Universidad para el tanquetazo…llega el 11.
“Llegó volando el cuervo sobre mi suelo”, como decía Patricio Manns. Recuerdo estar muy temprano en clases, en el primer bloque de la mañana, cuando de pronto Miguel, un compañero del MIR abre la puerta y le dice al profe (¿Era Hegel como ayudante?, ya no recuerdo) que había golpe de Estado. A partir de allí tengo vacíos. Hay desorden, mucho desconcierto, no teníamos claro qué hacer. Me veo con un grupo de alumnos a un costado del Casino, encaramados en el volódromo (¿se acuerdan de él? Para qué digo lo que en días “normales” solía ocurrir allí…), hasta que algunos compañeros a grito pelado nos dicen que bajemos: desde el regimiento que estaba al lado, tanques con sus cañones apuntaban hacia la Universidad. (Supe hace muy poco por otro compañero de aquéllos años, cómo se vivió el golpe en Las Cabañas, justo al lado del regimiento, donde alojaban algunos estudiantes)
En la Universidad, muchos se fueron a sus casas. Yo me quedé hasta que quedó casi desierta. A otra compañera y a mí, nos pasaron carnés del Partido para quemar, lo que hicimos en un baño del pabellón A, B o L, que estaba al lado de la Biblioteca. Cuando salimos recibimos más retos: “Qué están haciendo todavía aquí, tienen que irse, que los milicos, que los tanques…”.
En algún momento nos reunimos como núcleo y se nos dio como opción trasladarnos a una casa de seguridad y allí esperar la decisión del Partido. Fue lo que elegí. Junto con otros compañeros pasamos la noche cerca del Curvo, en un departamento debajo de la calle que lleva a la COVIEFI. Fue una noche larga, incierta, dura, un momento límite, en que varios estuvimos dispuestos a darlo todo. Vi a un compañero maduro, el dueño de casa, llorar al enterarse por Radio Moscú que Allende había muerto. Con él morimos todos un poco. Al día siguiente, se nos avisa que el Partido pasa a la clandestinidad y que, si se nos necesitaba, se pondrían en contacto con nosotros. En mi caso, eso nunca ocurrió: “Te congelaron”, me diría hace poco tiempo un compañero.
Había que volver a la anormal nueva normalidad: ver a un niño pequeño en la calle, en la Gran Vía, decirle a su padre al ver pasar camiones de milicos “Mira papá, esos mataron a Allende”. Y al padre mirar nerviosos a todos lados. En ese momento comienzo a aprender el arte de hablar con la mirada, No sé si lo hice bien o mal, pero le dije “No se preocupe compañero, estamos juntos”. Días después volví a practicar ese lenguaje de la clandestinidad, al cruzarme en calle Prat con un compañero de la Juventud (¡no he podido recordar su nombre!). Sabía que no había que demostrar signo alguno de reconocimiento, era peligroso, para él y para mí. Pasamos uno al lado del otro saludándonos con miradas cruzadas por fracciones de segundo. Nunca más lo volvía a ver ni supe qué fue de él.
Desde Tocopilla comienzan a llegar las noticias de compañeros detenidos, presos, fusilados, torturados, desaparecidos. Son dolores que no paran, que se unen a los nombres de los compañeros de Antofagasta que sufren los mismos martirios. Con todos siento que muero un poco, pero sigo…y sin llorar.
Al cabo de un tiempo, para no explotar, me asomo al Teatro inscribiéndome en un Taller que, esperaba, me ayudara, a sobrellevar la carga. Luego vino el Tambo, que me aligeró la carga y me permitió sentir que seguía resistiendo con dignidad. Y de allí…tanta vida dispersa, tantos amigos, compañeros repartiéndose por el mundo. Y yo acá, como tantos, sobreviviendo, deshaciéndome, rehaciéndome un poco cada día. No le fue fácil a tanto compañero, compañera, tener que irse lejos; pero tampoco fue fácil quedarse, cargando el exilio interno, inventando formas de resistir a la dictadura ni al sistema neoliberal en que se sustenta.
Con el once supe lo que es sobrevivir con la vida rota. Con los que se fueron supe lo que es vivir fragmentada. Ahora, 50 años después, me atrevo a mirar mis heridas, a escudriñar algunas de las grietas que me han dejado estos años. Dicen que por ellas se filtra la luz, y que eso ayuda a su cicatrización. No sé si a estas alturas quiero meramente eso. Sé que quiero que los dolores que guardamos durante tantos años esta generación rota, sirvan para los que seguimos…y también para los que ya no están, para nuestros muertos, desaparecidos, torturados, exiliados.
Ahora, 50 años después, vuelvo a mirar la foto de antaño. Me pregunto por los aprendizajes de todo este tiempo, los personales y los colectivos. No son caminos fáciles los que tuvimos que recorrer, tampoco los que tenemos por delante. Sé también que no soy la misma, que, aunque mi pelo es cano, mantengo sueños de ayer y que transito la memoria rescatándola, para proyectarla. Es la forma que he encontrado, de honrar a los caídos, a los idos, para hacerlos parte del presente ¡ahora y siempre!
Jerny González Caqueo
Socióloga. Universidad del Norte, Antofagasta.