Comer guayabas

Tarapacá, su hildaguia y la leyenda  de una fruta encantada

Para penetrar en el corazón de las guayabas  y conocer algo del complicado de su embrujo el viajero debe de pagar al desierto – aunque vaya  en automóvil – un derecho de peaje. No lo hará en bonos ni en monedas, ni sometido a los aforos  de una garita recaudadora, pero tendrá que cubrirlo con su propio esfuerzo en lucha de pampa adentro, caminando o pileoteando sobre suelos ásperos resquebrajados por apelotonamientos  y junturas. De otro modo no podría, por ágil que fuese, llenar su afán de solazarse en un pedazo de tierra sedante.

En gran parte de esta jornada  no se encuentra más indicio vegetal que el de algunos tamarugos (un árbol) de brazos retorcidos y raíz anémicas , que sostienen  en pie gracias a la limosna de humedad que reciben de camanchacas y lloviznas.

La pampa abre la boca en un bostezo  de cansancio y moja  sus ojos avergonzada  de sentirse huera …; en tanto que pocos kilómetros del limite de su estepa  caliente, y con el golpe de contraluz  de las extensiones desérticas, salta  la nota verde y tónica de una aldea  que demuestra en redondo su plantación agrícola abundante en limones enanos , derrochadora de naranjas dulces, untada en gelatinas y melcochas, saturando todo con el capitoso  perfume de los mangos.

Pica se ofrece fácil y rítmica para la edificación  de metáforas sencillas, y así se le ve como una isla en un océano de cloruros y nitratos o como un abanico de una princesa indígena, impregnado en menta con el cual la llanura salitrera  refresca su cara  perpetuamente  castigada  por un sol sin indulgencias. Después de cruzar la franja estéril viene el sitio maravilla, en donde impera  la guayaba. Veremos en seguida lo que puede ocurrirle  al forastero  que se permita el regocijo  de morder  la carne de esa fruta que se apelmaza en la malla de un semilla minúscula.

Una vieja y siempre nueva leyenda tarapaqueña afirma que todo aquel que la come por primera vez, sin ser oriundo  de la zona, queda allí arraigado, con gratas ligaduras , por tiempo indefinido. Y, en efecto, la ingénita  e inalterable hidalguía  del nortino lo enreda en los cordones  de una amistad que no se triza , y en su afán de domiciliarlo  le entrega  trípode  y brújula  para que oriente su destino por una senda  más próspera .

No son, por cierto, fanáticos ni faltos de sabiduría las pueblos de cualquier  origen, que atribuyen  a determinadas frutas el priviegio de los buenos mandatos. Al observar los chinos que los surcos empiezan a hincar su piel  lustrosa, suspiran  por el gu-tao, raro tipo de durazno  que pone atajo  a la vejez ; y por su parte, los árabes confían  en el dátil, que evita la adversidad en los negocios; y los centroamericanos andan  buscando todavía la manzana diminuta , que ahuyenta la miseria y la malaria. En cambio, Tarapacá es menos providencial, si bien más significativa, y sólo asigna a su poma  de hechizo la  misión específica de imponer  una obligatoria, aunque bondadosa residencia.

Así sucede  desde época  de la Conquista , y es el ley que este invencible influjo quite del recién llegado la idea de regresar a su lugar origen, atándolo  con cadenas de simpatía a la vida de la provincia. En los portugueses, desprendidos  del séquito de don Diego de Almagro, se cumplió el designio; y en tal grado , que resolvieron  no continuar con él en la marcha de retorno. Descubireron después, en las proximidades del litoral  los minerales de Huantajaya, explotaron oro y plata, tomaron por concubinas a las hijas de los caciques changos  y se desenvolvieron  dentro  de una placidez  que jamás  habrían conseguido  en la Península.

Los siglos reacios  a la siesta, ruedan  con velocidad , y pronto aparece  en la pantalla del tiempo la guerra del 79: los soldados chilenos, vencedores , henchidos  de triunfos, legítimamente ufanos de su bravura – más que del forcejo de los armas- celebran a tiros en las oficinas salitreras (y estaciones ferroviarias  sus empresas marciales, hasta que por fin llega la paz y se les ordena volver a Santiago.

Aquellos que de casualidad , o intencionadamente, han comido guayabas, se dan maña para que se les deje de guarnición  en Iquique o Pisagua; y a la inversa, los que no lo han hecho, pechan por irse luego, como si a los primeros una voz salida del hueco de los calichales les dijera: ¡Quédense!, y a los otros ¡Váyanse!

Pasemos  ahora del desierto al mar sin salirnos del marco  de la leyenda misma, y recordamos  cómo en las puertos embarcadores ocurría, repetidamente, que estando ya listas las estibas y cerradas  las escotillas, algunos tripulantes  desembarcaban  de nuevo, nada más que a despedirse (de sus Mercedes o sus Luisas, sus Angelas o sus Teresas, ocasionales y, a la vez, atrayentes amigas descubiertas  entre vino y bailoteo, sin advertir que al comer la fruta mágica sentirían insujetables  deseos  de quedarse.

Un grave y frecuente problema sufrieron  los capitanes con la deserción   de sus hombres en el instante  del zarpe, pues éstos no volvían a bordo, pese  a que los barcos inflaban  sus velas  y recogían sus anclas. Pero los más de firmes  hilos  de la trama guayabera están, sin duda, en el vasto  anecdotario acumulado que partieron al norte “a pasar unos días”.

El contacto inicial con aquel vasto sector desaliñado, huérfano  de musgos y trinos , les produjo una inquietud rayana en el repudio , máxime si el vaho  quemante les obstruía la respiración con un aire de plomo  o si el polvo  de las calles desprovistas de pavimento  les enroquecía) los bronquios; y no exclusivamente polvo y canícula, aridez y niebla, sino  muchos matices  del clima y el aspecto urbano les invitaban a un rápido regreso. Sureños  audaces, aptos  para la variación y la aventura, cayeron en la tentación de comer guayabas, y desde entonces, como tocadas por goma diabólica, se fueron diluyendo en su retina las imágenes nativas: el río, el monte, las huertas livianas y  risueñas las alamedas  mudas y el escobillón  de los sauces, trapeando  con pausa de anciano  la orilla de los esteros.

Los dominaba, de repente un apego tenaz a las faenas  y los parajes  secos , sin colorido de expresión campesina: acá las casas míseras de cinc y madera; allá las maestranzas embadurnadas (de aceite y hollín; abajo, en la cancha  de las aduanas, barriles  de yodo  y sacos de salitre ; y más allá, en la bahía de aguas dóciles , el balanceo  de los barcos completando su flete.

De este extraño influjo salió, sin embargo, evadido de la cubeta de la alquimia , el magnifico material de conexiones sentimentales y económicas con que sureños embrujados  organizaron Tarapacá sus hogares  y formaron familias que son honra y adelanto de la zona y del país.

El encantamiento nace entre las primeras estribaciones de la sierra y las últimas lonjas de la planicie infecunda. Y sigue hacia la costa. Pero dejemos de lado por un momento la fábula en sí, vale decir en su concepto aborigen, y entremos de lleno en el sentido de la convivencia que, con ella, se ha formado el habitante del Norte Grande, surtidor inagotable de sinceridad y alivio.

El tarapaqueño nunca amengua su justa fama  de persona generosa, y este atributo suyo pone un sello  profundamente  humano en toda la dimensión de su modalidad social. Recibe al de afuera como a viejo amigo; le revela su inclinación inmediata  de serle útil y no tarda en dirigirlo, ambientarlo  y retenerlo , porque el carácter nortino, sin distingo  de matrices raciales, se transforma en posada  y cántaro  para provecho  de su huésped, y luego se convierte en ruta, consejo y horizonte.

De aquí no puede, pues, deducirse otra cláusula , ni aceptarse otro alcance , que no sean los del auténtico espíritu regional, siempre abierto a la buena voluntad, noble en sus éxitos lo mismo en sus desconsuelos, igual en sus oropeles  de ayer que en sus andrajos  de hoy.

Esta leyenda es, en suma, el símbolo del corazón tarapaqueño que palpita) y se vuelca en apoyo del  forastero, como si del fondo  de una cornucopia  se vaciara, en signos de señorío todo el meloso y hechizante  corazón de las guayabas.

Francisco Ferrara Linares

En Viaje

Edición Nº 248

Junio de 1945,  pp 14 y 15

Santiago

Transcripción:Johanna Lutz

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *