Voces de la Calle: O

Oficina Salitrera. «-¿Y lo del comercio libre?
-Eso, no. Ahí la gerencia mantiene su doctrina inconmovible. Una oficina salitrera es una propiedad privada de súbditos británicos, sus accionistas. Las leyes del país garantizan esta propiedad. Si se la viola, el representante diplomático de Su Majestad reclamará ante nuestro gobierno» (Tamarugal. Eduardo Barrios, 1944: 55).

Ofidio. «La voz de Sofía se estiró como gélido y ofidio lamento. Sensibilidad la suya curtida por tiroteos, masacres, muertes, tan comunes en la pampa, y por agrios asedios amorosos que la asqueaban en su entereza de hembra limpia, no podía ahora sobreponerse a los raros temores que le anillaban el ánima con dedos fuertes y duros, tal espías de acero» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 64).

«Olla podrida». «-De regreso calamos la albacora. Ya teníamos el bote lleno. No había dónde ponerlas. Pero el tuerto Castillo, que tiene un ojito, la arponeó en un suspiro. El bicho herido saltó como un caballo encabritado, armó un remolino de padre y señor mío y emprendió la fuga. ¡Darle soga, darle soga, darle soga, para que se desangrara! Se nos acabó el cordel y nos arrastró buen trecho, hasta que se le atascó el resuello. Entonces, a recoger la cañuela. ¿Qué va a guisar?
-Diga lo que quiere usted comer.
-Olla podrida. Y pejerreyes fritos, con ensalada. Ensaladita de tomates con cebollita –agregó, tragando saliva.
-Eso le hacemos al goloso» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 172).

Orlado. «Miró al hombre con mayor detenimiento.
Era un trozo de pampa el que tenía adelante, un trozo humano de pampa que ella estuvo a punto de amar. Las ropas trashumaban fragancia a nitrato, a metales en ebullición, fragancia espesa y conocida. Mojado allí, un poco entumecido, orlado por la luz del farol y por el atisbo de sus propias lágrimas, era como si no fuese el salvaje que intentó someterla a su lascivia. Sintió un poco de piedad la mujer, una piedad que, acaso, nunca hubiera experimentado por hombre ni por perro algunos, y algo semejante a aquellos sentimientos de otrora se les despertaron trémulamente en el alma» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 75).

Osnaburgo. «Merecía excusa el calor que sofocaba el pecho y hacía latir los oídos, las sienes y las yugulares.
-Los barreteros también.
-Ahí vienen.
Acudían los barreteros, en cuerpo. Habían aparecido por una bocacalle, tal cual trabajaran todo el día, polvorienta y fuera del pantalón la cotona de osnaburgo, fajada de rojo la cintura, al hombro barrenos y cucharas, y en la mano, todos ellos, la cantimplora o el tarrito enfundado en una calceta humedecida par a medio conservar la frescura del agua» (Tamarugal. Eduardo Barrios, 1944: 39).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *