Revolt on the Pampas (Rebeliòn en la Pampa)
(1937?) Theodore Plivier
La novela de Theodore Plivier, 407 páginas, se desglosa en los tres grandes acápites que ya mencionara. La fábula funciona mediante la historia narrada en tercera persona sobre el joven Klaus, de catorce años, quien abandona su hogar en Berlín y se dirige a Hamburgo. Rondando el puerto entra en el «Philadelphia Bar» donde la figura de uno de los clientes, con hechura física de piel roja, llama notablemente su atención. Este conversa con un compañero sobre una gran huelga, con enorme número de muertos, «Antonio, Iquique, Tarapacá,» son nombres que Klaus retiene. Pronto nos imponemos que Achazo es el nombre de quien lleva la conversación. «Los mataron por montones, dijo. Y ellos empujaron a los otros al desierto donde murieron de sed. Nuestros trabajadores salitreros no están organizados. Ese es el problema mayor. Y fueron tomados completamente por sorpresa» (12). La referencia a las huelgas y masacres obreras en la zona salitrera, no son gratuítas. Con la ayuda de un marino amigo, Achazo y Klaus se embarcan «de pavos» en el velero y ambos comparten su escondite en las sentinas. Achazo le cuenta su vida, y la del pueblo mapuche. Muchacho aún había ingresado a la armada como grumete. Aprendió alemán trabajando en los buques mercantes. Ahora se dirige a Atahualpa, provincia imaginaria con la cual Plivier se refiere al Norte salitrero. Este es un lugar, según Achazo, en que «todo es desierto. Pero la arena está llena de salitre o nitrato, el cual es muy valioso. Parece sal, y se usa en la industria y también como fertilizante, pero principalmente para fabricar pólvora. Y porque muchos países quieren este salitre y hacer dinero con él, el lugar, todo el lugar es como un polvorín, ha explotado un par de veces, y algún día explotará y todo se irá al diablo» (32).
Achazo es el prototipo del héroe: fuerte, seguro de sí mismo, un ser dinámico. Plivier ha estructurado su narración en base a lo que ya conocemos como «Bildungsroman,» (Bildung, formación; roman, novela). En ella se describen las experiencias positivas o negativas por las que pasa un personaje joven, quien trata de alcanzar un cierto nivel intelectual o educacional. El mejor ejemplo en la novela chilena, sería Martín Rivas de Blest Gana. El lector podrá colegir que Achazo y el Norte salitrero serán los educadores de Klaus, como la estada en Alemania lo fue para el araucano. Su formación político-teórica la adquirió en los muelles de Hamburgo. Klaus se iniciará en las calles de Atahualpa y luego compartirá con Achazo las responsabilidades de la lucha. El narrador nos entrega pincelazos de la vida abordo, durante la larga y a veces tediosa travesía. La comida, es motivo de los versos de uno de ellos, quien acompañándose del acordeón entona,
Oh, ¿cuánto es lo que vale un pobre marinero?
Galletas agusanadas, dos veces al día
Y carne de caballo podrida para la comida!
El resto lo acompaña,
Carne de caballo salada,
Carne de caballo salada
¡Eso es todo lo que vale un marinero!
ARRIBO A ATAHUALPA
Al llegar el buque a Atahualpa, el piloto de bahía -el que toma a su cargo el ingreso de barco a la bahía o fondeadero- comenta al capitán sobre la situción económica»¡El mercado mundial está despedazado! Es este mundo de depresión, tú sabes, la crisis. El salitre sintético compitiendo con nuestro nitrato. ¡Tenemos millones de pesos de salitre en las canchas y no hay mercado para él! El precio del cobre se ha ido abajo, pero nadie compra.» Con estas expresiones tenemos indicios del tiempo en la novela. El capitán ha estado ausente por cuatro años. El piloto añade, «Bueno, en ese tiempo parecía que habíamos vuelto a la normalidad. Ibáñez (Carlos) había llegado al poder. A costa de algunas escaramuzas, es verdad. Pero eliminó los partidos políticos, los sindicatos y así por el estilo. (…) La gente empezó a ganar dinero otra vez. Pero no duró mucho, los planes del dictador para proveer de trabajo a las masas, y su Plan de Seis Años, fracasó» (99). Luego el piloto menciona a la poderosa COSACH (Compañía de Salitres de Chile), «Ella llevó al país a la ruina. Es el nuevo monopolio yanqui del salitre, que se ha tragado todo. No hay más competencia –
Si lo leí, mi capitán.
– Unos chiquillos esqueléticos y una sociedad en derrota, es la herencia dejada por el padrecito Lenin. ¡Infelices!
En seguida, le tocó hacer uso de la palabra a Barra.+++ El viento hacía tremolar su chaqueta desabrochada.
… y tenían en jaque a la plutocracia yanqui, por la jornada de ocho horas de trabajo. Se cumplía de este modo el acuerdo de las Federaciones Obreras de Estados Unidos y Canadá, aprobado en el Congreso de Chicago del año 1884. El Primero de Mayo de 1886 se declaró la huelga general en apoyo de sus justas peticiones, y la policía atropelló a los huelguistas, matando he hiriendo a varios. A este bautismo de sangre, siguieron otros, porque está escrito que el pueblo pague ese duro precio por sus conquistas…
Para calmar sus nervios, Mella encendió un cigarrillo.
– ¿De dónde es ese loco? – preguntó.
– De Iquique – informó el teniente-. Llegó esta mañana.
– No habla; ladra. ¡Qué bestia!
La voz potente del orador, estremecía los ámbitos.
… y los esbirros, que son iguales en todos los lugares del mundo, detuvieron a los principales dirigentes del movimiento, a Parsons, a Schwab, a Ling, a conciencia de que eran inocentes. A conciencia. Eso lo sabían todos los Estados de la Unión, desde el Presidente hasta los gobernadores; lo sabía el pueblo, lo sabía la humanidad entera. Pero los condenaron. Y los asesinaron. Y una nueva infamia manchó las manos de los verdugos de los … – las imprecaciones se le atragantaban en la garganta y sus manos eran dos aspas dislocadas.
Una descarga de aplausos alivió la tensión. Barra acezaba (253-259).
Del mismo texto, surgen innumerables pinceladas sobre la vida en la pampa, recogidas por el autor de la novela en sus años iquiqueños y recorrido por las salitreras. Uno de los protagonistas de Los Pampinos rememora las épocas pasadas. Compare el lector esta descripción con lo que ya he presentado sobre John Thomas North, y se verá cierta correspondencia en cuanto a la actitud personal, campechana de North. Como dicen los italianos, Se non e vero,¡e ben trovato!
– En las fiestas hemos perdido mucho – dijo ño Timbero, atusándose los bigotes-. No son ni parientes de las de mi tiempo. Yo me acuerdo de esas fiestas de cuantuá.
– ¿De qué año nos está hablando?
El clavó la vista en el suelo, tratanto de hacer memoria.
– Sería pal setenta y cinco (1875).
– ¡Para el setenta y cinco! ¡Ja, ja! Poca cosas. ¡Antes de la guerra!
– Antes. Tengo mis añitos, pues. Con Juan Tomás armábamos unas remoliendas, que había que sacarse el chapó.
– ¿De qué Juan Tomás está hablando su viejo carcamal?- averiguó sonriendo la patrona.
– ¿De quién iba a ser, misia Felipita! Del único: de don Juan Tomás North, ¡el Rey del Salitre! Un gringo como no había dos. No se ha visto otro igual en la pampa. Se lo juro.
Y besó la cruz.
– Ahora va inventar que eran amigos y comían en el mismo plato.
-¿Amigos? ¡Pucha! Recontra cumpas. ¿No ve que él empezó de calderero en la oficina Negreiros donde yo era maquinista? De calderero, sí, y paleaba el carbón lo mismo que nosotros. Más tarde pasó a la maestranza y mucho más tarde dio el batatazo. Pidió unas cuantas pertenencias y se las dieron. Y ahí empezó su increíble carrera. Y ya el gringo era don Juan, cuando un día tropieza conmigo en la pampa y me abraza y me dice: » ¡Hola Mr. Timba!» y me invita para la administración y se pasea del brazo conmigo en medio del espanto general; ño Timbero con míster North… ¡Ja, ja! Si era para morirse de la risa.
-Y se echó al coleto su trago de vino.
– Y apuesto que no le resbaló ni una ficha – comentó doña Felipa.
-¿Cómo? ¡Muchas! Me regaló muchos billes, pero se volaron – dijo soplándose las yemas de los dedos-. Se hicieron humo. Hoy aquí – y se palpó un bolsillo del pantalón – y mañana sabe Dios dónde. La plata es pura ilusión (187-88).
Situación política y social en Chile en la década de 1930
Klaus se convierte gradualmente en parte de la ciudad. El y un grupo de marinos son apresados por la policía. Al día siguiente se da cuenta del porqué de tal acción. Aparece el capitán quien paga diez chelines de multa por cada marinero de su barco. De esta manera el prefecto se hace un sueldo extra. Klaus limpia las pesebreras, lustra las botas de los policías y duerme en el calabozo. Domina lentamente el idioma y pasa sus tardes vagando por Atahualpa. En el muelle principal conoce a muchos cesantes de las salitreras y se impone de la misión del prefecto Saavedra. Hubo un amotinamiento de la marinería en Coquimbo para derrocar el gobierno. El prefecto estuvo a cargo de la tropa que sofocó el motín. (153). La historia nos recuerda que durante la vicepresidencia de Manuel Trucco, las dificultades financieras conducen al ministro Pedro Blanquier a rebajar los sueldos de los empleados públicos en un cincuenta por ciento. Ello originó «la sublevación de la escuadra» que invernaba en Coquimbo. Esta se rindió en septiembre de 1931. El joven alemán sabe que el Sindicato Rojo tendrá una conferencia en un lugar secreto para decidir el futuro del movimiento y preparar el alzamiento en Atahualpa. De la pampa, la tropa de policía trae presos a «cuarenta y dos rotos.» Klaus se sorprende del alto espíritu y vigor que éstos demuestran, en relación con otros prisioneros. De vez en cuando cantan en voz tan alta que los policías pueden escucharlos, y el tema de la canción era tan cautivante que Klaus pronto la memorizó,
Salitre,
¡Ese es nuestro pan!
Salitre,
Esa es nuestra hambre!
Paleamos, cavamos
Rasguñamos la costra de la roca
La dura costra, el duro cuero
Salitre!
No cavaremos más nuestros sepulcros,
El tiempo ha llegado,
El tiempo ha llegado.
¡Salitre!
¡Salitre!
No comeremos más el pan de los esclavos,
No pasaremos más hambre;
Paleamos,
Paleamos,
Rasguñamos y rompimos
Socavamos
¡Nos organizamos!
Socavamos este mundo viejo
Hasta que caiga en mil pedazos,
Organizaremos la Pampa
Y terminaremos con este mundo capitalista!
Salitre, salitre! (176)
Por intermedio del prefecto, del cual Klaus es prácticamente su sirviente, conoce lo sucedido en la capital, «El caballero en Santiago ha caído de su silla. Hace doce días. Ya no es presidente. ¿Sabías eso gringuito? Pero nos ha dejado un montón de trabajo por hacer. Pero esta vez se hará una buena limpieza, al fin, de una vez por todas. Dávila es el hombre. El tiene la artillería, los aviones y la caballería. Esa es la clase de escoba con la cual vamos a barrer toda esta basura» (230-231). Luego refiere lo que ocurre en la Universidad en Santiago. Han formado un Soviet. Hace repetir la palabra a Klaus advirtiéndole «puedes decirla ahora y mañana también. Pero pasado mañana, si alguien la dice, será fusilado (…) Quieren un gobierno soviético, ¡sin tener armas ni municiones! Bueno, ¡esos caballeros van a despertar de tal manera…! Los traidores de la Universidad y los rotos» (231). No olvidemos que la reacción civilista contra el régimen fuerte de Ibáñez al agravarse la crisis en 1931, fue prácticamente encabezada por los estudiantes atrincherados en la Universidad y choques diarios en las calles santiaguinas.
Reaparición de Achazo y organización revolucionaria
En el Libro Tres reaparece Achazo, quien está en la búsqueda del dirigente obrero Antonio Paredes. Vive con los pescadores, en un barrio que recuerda el viejo Colorado, según se desprende de la descripción del lugar. Plivier, consciente del lector ficticio, en este caso el europeo, le hace la lectura fácil y entretenida, con explicaciones que pueden parecer pueriles, como ejemplo, explicar lo que significa «gringo» en América Latina; lo que es un «poncho» o la explicación del vocablo «oficina» salitrera. El paisaje de la costa nortina descrita por el autor enfatiza el realismo que recorre la narración de Plivier. Para el que redacta estas líneas y que conociera lo que aquí se describe, la pesca o caza de la albacora, el autor ficcionaliza la conducta del animal marino, otorgándole al relato un toque «a la Melville» (Moby Dick) . La albacora no ataca a su contrincante marino. En todo caso, el relato atrae, y refleja otro de los períodos históricos de la zona norte:
(Los pescadores y Achazo) estuvieron a la deriva por tres horas. Un olor penetrante vino de la costa. Era de los lobos marinos, gigantescos, que descansaban indolentes. Los machos, echados cerca del mar, y las hembras detrás de ellos con sus crías. Sobre una alta roca, bien adentro del mar, yacía un enorme lobo. Su familia, unas cincuenta hembras regordotas con sus críos de color aceitoso, estaban en el espacio arenoso, debajo de él. Alzó su cabeza y rugió su protesta contra el fuerte sol.
(Los pescadores) se deslizaron por la costa, pasaron otros grupos de focas, y rocas cubiertas con aves marinas, que sin moverse parecían estar despiertas por miles de años. Pasaron sobre marañas de huiros que habían flotado desde las rocas interiores hacia el mar abierto (274).
El tiempo de la novela es aquél en que los pescadores contaban sólo con botes a remo, por eso se dejan llevar por la corriente marina. Cuando los techos de Atahualpa, aún no estaban a la vista, Achazo divisa la aleta de una albacora, cortando el mar,
El «Pinguino» vio, cerca de un cuarto de milla de distancia, un largo y suave cuerpo deslizándose por el agua, en su dirección. Era una albacora, y detrás de ella, seguía otra. Seguramente ya se habían alimentado, y ahora, de acuerdo con su naturaleza, querían nadar en la superficie, permitiendo así a la calurosa luz del sol abrasar sus gordos cuerpos. «Pinguino» y Cholo sacaron los remos y bogaron hacia el pez. Este era grande – tan largo como su bote, o quizás más, sin contar su espada, la cual era tan larga como su cuerpo. El otro, era más pequeño. «Una hembra con su crío,»dijo Achazo. (…) Tomó la lanza y la maniobró entre sus manos. (Luego ordenó a «Pinguino»): «Tienes que estar listo para virar el bote cuando te lo diga.
El bote se enderezó, directamente hacia el pez (…) El arpón se levantó en la mano de Achazo. Pero – ¿qué era esto? El «Pinguino» lo miró de reojo. No lo había lanzado, no en el segundo decisivo. Todavía estaba inmovible en la proa del bote, con el arpón en su mano alzada. El próximo momento, «Pinguino» vio la albacora – que él pensó estaría delante de ellos- yendo hacia delante de la manga en un chorro de espuma, su pico apuntando hacia el medio del bote. Ahora Achazo lanzó el arpón el cual hirió al pez detrás de su cabeza, y éste la movió de lado a lado. Su gran cola golpeó el mar, lanzando chorros de agua.
Se preparó para otro asalto, pero para esto la albacora tenía que dar la vuelta. Achazo, se colgó a la piola, con sus manos vigilantes y prestas al menor movimiento. Cada vez que el animal hacía un movimiento, él se las arreglaba para maniobrar que la punta del arpón, penetrara más hondo en su carne. El pez trató frenéticamente deshacerse de la lanza. Se movió violentamente, hacia atrás y adelante, de tal manera que el agua mojó a los hombres en el bote. Fueron remolcados en un tumulto de espuma. Entonces, la albacora se hundió. Achazo sabía que lo haría a gran profundidad, para luego ascender a una tremenda velocidad para romper el fondo del bote. Contó las yardas de la cuerda – diez, doce, quince…Repentinamente la tensa piola aflojó. «Marcha atrás!» gritó Achazo. Los dos pescadores se agarraron a los remos y bogaron duro. Unas pocas yardas del bote, apareció la albacora, su espada apuntando directamente hacia arriba. (…) Otra vez se hundió y otra vez su ataque falló. Después de un tercer intento, se dio por vencida y buscó escapar. Ondeó el mar, arrastrando tras sí la embarcación. Achazo sabía que la lanza estaba segura. El pez estaba vencido, pero pasaría un tiempo antes que se cansara. Los arrastraría algunas millas. No había otra cosa que hacer, sino esperar (277-280).
Los pescadores le corroboran la situación por la cual atraviesa el país, tal como había informado el piloto de bahía. En los comienzos del gobierno de Ibáñez, nuevas minas fueron abiertas, caminos construídos, obras de regadío y de puertos. El desempleo decreció. Los salarios subieron. ¿La causa del milagro? El dictador había asegurado un gran préstamos norteamericano. En retorno había embargado a los financistas las minas propiedad del Estado, los ferrocarriles y los monopolios de la energía eléctrica. «Y expandió tanto los privilegios de las compañías norteamericanas en el país que eran ellos quienes en verdad llegaron a gobernar el país» (286). Al finalizar el boom económico, introdujeron la aceleración drástica y la racionalización en las fábricas bajo su control y dejaron a cargo del Estado los desempleados resultantes de la operación.
Durante su autoexlilio de cinco años, Achazo ha estudiado el desarrollo de Chile y dedicado su tiempo a la lectura de Kropotkin, Marx, Engels y más tarde Lenín con sus escritos sobre la explotación de los países coloniales. Este es el comentario que hace a sus compañeros, donde no falta el inefable traidor,
Ibáñez, quien tuvo el poder, Montero lo tiene ahora y Dávila que será el próximo, todos ellos son fascistas. Hablan favorablemente del socialismo porque hoy en día nadie puede negar esta verdad. Pero persiguen a los líderes socialistas y destruyen y prohíben los libros socialistas. Y este es el punto básico: ellos no quieren tener el socialismo a través del poder de los trabajadores y campesinos. Ibáñez obtuvo la ayuda de los banqueros norteamericanos. Montero está tratando de conseguir capital británico y europeo. Y Dávila sostiene que las salitreras y la tierra debieran ser nacionalizadas como en Rusia, pero a la vez dice que el capitalismo y los capitalistas no deben ser molestados (291)
Achazo ha madurado un plan para organizar a los trabajadores antes que Dávila tome el poder. Continúa con su plática, «Hay grupos del Sindicato Rojo, hay los Comités de Cesantes esparcidos aquí y allá, y un Partido Comunista, aunque pequeño (…) Pero no están organizados, surgen de la desesperación y el sufrimiento. Lo que necesitamos es un sistema seguro de comunicación» (294).
Organiza una ruta marítima conectada entre los pescadores y les recuerda que la costa de Chile se extiende por más de 2.000 millas. Con este sistema se conectarán con Valparaíso, transmitirán noticias, cartas, mediante mensajeros, tanto de parte de los organizadores como de las organizaciones de los cesantes. Ya preparados, el cuartel de los revolucionarios se instala en Caleta Vieja. Quien conozca la costa de Tarapacá y Antofagasta, se dará cuenta que el nombre no es tan desacertado, puede ser Caleta Buena o cualquier otra de las tantas, cercana a Iquique. El dicho de los viejos iquiqueños, «Iquique es puerto y las demás son caletas,» era el grito soberbio de batalla cuando la patria chica era disminuída en su valor.
Relato de la sublevación de la Escuadra
Las noticias de los alzamientos en la capital contra Esteban Montero, y las rebeliones de los campesinos en el sur, azuzan los ánimos de los trabajadores, adormilados por cuatro años de dictadura. Las huelgas no se hacen esperar para demandar el derecho de sindicalización y libre expresión, abrogados por Ibáñez. A Caleta Vieja llega un grupo de marineros en uniforme. Once de ellos son refugiados. Ellos narran el por qué y lo sucedido durante la sublevación de la escuadra,
Primero fue sólo un asunto por nuestros sueldos. Por tres meses no recibimos un centavo. Toda la flota estaba descontenta y todos se unieron, 1.300 hombres. Entonces nos organizamos. Formamos los Consejos de Marineros y Fogoneros. Luego empezó en el Ejército y la Fuerza Aérea, y ellos formaron Consejos de Soldados. Pero cometimos un error. Demandamos cosas, pero sólo referentes al sueldo, comida y permisos, no políticas. Y el Gobierno nos tramitó, prometiendo ésto y aquéllo, hasta que controlaron el Ejército y la Fuerza Aérea. Eso les fue fácil, porque se organizaron mientras dilataban las conversaciones. La Fuerza Aérea destrozó nuestro movimiento, justo cuando nuestros Consejos estaban redactando algunas demandas políticas. El gobierno de Montero ganó. Pero desde la caída de Ibáñez, éste había sido el primer golpe dirigido contra el fascismo chileno» (318-19).
Los “Doce Días” de la República Socialista
Achazo organiza a los obreros. Reúne el Sindicato Rojo, la Unión Anarquista y el Partido Comunista bajo el nombre de «La Mutual.» En Santiago, Grove está negociando con los sindicalistas, anarquistas y los Comités de Cesantes de la capital y Valparaíso. El 4 de junio de 1932, Dávila y Grove toman el poder. El narrador omnisciente relata lo acontecido,
Al día siguiente, la Escuela de Aviación y otras fuerzas militares se levantan contra Montero. El poder estaba en manos de Dávila, quien había inspirado la primera revuelta del ejército, pero fue compartido por Grove, quien trajo consigo las masas de trabajadore y grupos de clase media a las calles de Santiago. Ellos ofrecieron su ayuda a los militares rebeldes e hicieron decisiva la victoria. Esa noche los obreros contaron con cientos de muertos.
Y todo lo que ello significó fue colocar en el poder una nueva dictadura, la coalición de gobierno de Dávila y Grove. Pero pronto los trabajadores se alzaron pidiendo la abolición de cualquier forma de fascismo, armas para los trabajadores y formación de soviets para ellos y los campesinos. Se apoderaron de los almacenes de provisiones, depósitos de petróleo y propiedades de la Iglesia. Forzaron a Grove a ordenar la confiscación del dinero extranjero en los Bancos y casas de cambio. El Banco Central fue declarado Banco Nacional y dos de sus directores que preparaban la transferencia del oro a USA fueron arrestados. A los estudiantes universitarios se les dio el derecho de autonomía. Bajo la presión de la prensa inglesa, norteamericana, francesa y alemana, Dávila renunció al gobierno dentro de unos días, con el pretexto de que Grove había ido más allá de los límites de un socialismo moderado. Los Sindicatos Rojos hicieron un llamado para un congreso de los soviets. La primera sesión se efectuó en el gran hall de la Universidad, la que estaba en manos de los estudiantes rebeldes. Achazo y Macho, llegan a tiempo para la tercera sesión (364).
(…) Elías Lafertte, pelo cano, un viejo revolucionario y secretario de los sindicatos revolucionarios, había abierto el congreso. Ahora apelaba a los diversos representantes (129 organizaciones antifascistas están presentes) y proponía un programa para los sovets: la lucha contra la reacción feudal, clerical e imperialista contra el gobierno de Marmaduque Grove; el retorno de las tierras a los indios y el establecimiento de una república autónoma araucana en el Sur; confiscación de las propiedades de la Iglesia y de los fondos de los Bancos extranjeros; el rechazo a las deudas externas, el inmediato desarmamiento de las tropas reaccionarias y organizaciones anticlase obrera. Armas para el proletariado, reconocimiento de la U.R.S.S. Con voz ronca, poderosa, que había enardecido a miles en tantas manifestaciones y que había sido silenciada en la cárcel, Lafertte continuó leyendo el programa (364-65).
Achazo regresa al Norte y logra realizar su acción de rescatar a sus compañeros presos por el prefecto Saavedra a quien somete a juicio por el crimen cometido en 1925, cuando 1.000 obreros fueron llevados a alta mar en un crucero de la armada. «Un miembro del Consejo de Guerra vino a bordo y ordenó que se pusieran cadenas a esos hombres y fueran arrojados al mar. Ese hombre fue Arturo Saavedra. Y yo soy uno de los marinos que ayudó a encadenarlos» (387). Con esta confesión, que explica su autoexilio, termina Achazo sus palabras y ordena la ejecución de Saavedra. Achazo recibe un telegrama de Santiago, el cual informa que,
En julio 17 a las 10:45 empezó el bombardeo en Valparaíso bajo las órdenes del alto comando naval. Secciones de las fuerzas navales y militares bajo el comando del general Marino y el almirante Jouard, después de una breve lucha callejera, aseguraron el control de las maquinaria gubernativa e instalaron una junta militar, incluyendo a los dos militares ya nombrados. Esta junta inmediatamente entregó el poder a un gobierno provisional, encabezado por el general Dávila. (….) El movimiento fue encabezado por el Almirante Jouard, jefe de la armada chilena, de acuerdo con el general Ibáñez y el presidente Montero. Grove, Matte y otros ministros fueron puestos bajo arresto, debido a la evidencia de ciertos documentos descubiertos en sus archivos (391-392).
Según Frías Valenzuela, «Grove, Matte y otros de los miembros del gobierno anterior fueron acusados de comunistas y relegados a la Isla de Pascua»(444). El período se conoce como los Cien días de Dávila. Achazo prepara a sus hombres para defender Atahualpa, pues el gobierno enviará buques con su marinería a sofocar la rebelión pampina. «Tenemos el coraje y la fuerza de la invencible idea del socialismo, sabiendo que luchamos por el futuro,» arenga a sus compañeros y añade, «No le haremos fácil el trabajo a Dávila». Su táctica es una lucha de guerrillas, pues «cada oficina salitrera, cada campamento, debe ser transformado en una fortaleza de la lucha de clases» (396).
Achazo convence a Klaus que la lucha contra el fascismo debe darse en todas partes, por lo que su regreso a Alemania es un deber imperativo. A la pregunta, si ahora entiende lo que es el fascismo, Klaus responde, «Por supuesto que entiendo. Era sólo un niño cuando lo del Cap Finisterre, Achazo. Todo lo que te pregunté sobre los araucanos y otras cosas. Fue estúpido, pero entonces no sabía.» Achazo replica, «el fascismo está creciendo en Alemania, tú lo sabes. Por eso quiero que regreses y trabajes por el movimiento.» Klaus duplica, «como tú lo haces aquí» (403). Se ha completado el aprendizaje del héroe. Rumbo a su país, vía el estrecho de Magallanes, Klaus se impone por telegrama que Dávila ha sido derribado por oficiales del ejército, quienes sostienen en un manifiesto que corresponde al pueblo decidir su propio destino (407). Chile en 1932 fue escenario de cuatro cuartelazos y siete gobiernos sucesivos. Los militares comenzaban a ser «condenados en todos los sectores, ya que causaban el completo desprestigio del país en el exterior. La reacción vino de las provincias: las guarniciones de Antofagasta y Concepción exigieron que Blanche (general Bartolomé Blanche) entregara el mando a quien de derecho le correspondía» (Frías, 444). Esta es la explicación del último telegrama que recibe Klaus, pues Dávila dimite el 13 de septiembre.
Revolt on the Pampas o Rebeliòn en la pampa es una novela que en Chile puede adscribirse a la de los escritores del 38, por su tema, asunto, personajes y tratamiento narrativo. Plivier esboza un cuadro de la época en el Chile de los años 30’s, cuyas repercusiones se hicieran sentir por más de una generación.
Tomado de
Bravo Elizondo, Pedro
Guerrero, Bernardo
2000 Historia y Ficción Literaria sobre el Ciclo Salitrero en Chile
Universidad Arturo Prat. Iquique. Chile
Cuentos de Theodor Plivier.-
«El santo desconocido»
DE BLAISE CENDRARS
Por ENRIQUE BUNSTER
Entre los cuentistas europeos que escribieron sobre Chile debe destacarse al alemán Theodor Plivier y a los franceses Blaise Cendrars y Valery Larbaud. De este último hay una novela corta que ocurre en Taltal, y fué publicada en una revista parisiense, pero que nunca he podido encontrar. A diferencia de otros autores que trataron de nuestro país sin conocerlo, estos tres estuvieron previamente en él: Plivier viajó en los buques de vela que hacían la carrera del salitre ; Larbaud vino en su yate de recreo; Cendrars pasó por Santiago y se sabe que vivió en la isla de Chiloé.
La versión al español de sus obras pertinentes data del lapso comprendido entre 1932 y 1938.
El primero, en orden cronológico, parece ser Plivier, traducido por V. Orobón Fernández para la fenecida Empresa Letras. Intituláse el libro «Doce hombres y un capitán», y de él y de su autor dicen los editores nacionales en el prefacio: «Mucho mejor lograda que su novela «Los coolíes del Kaiser», que desarrolla panoramas de la Guerra Mundial, esta colección que ahora editamos es el exponente del genio de Plivier»
«El ha vivido, no hay duda, la existencia del marinero en este océano, mal llamado Pacífico, y hay algunas páginas en «Doce hombres» que, sencillamente, son monumentales. Sus ojos han visto más hondo que la mayoría de los propios autores americanos.»
Tales asertos no son exagerados. Los once relatos de que consta el volumen aportan la novedad de un estilo escueto y enérgico, a veces telegráfico, que penetra directamente en lo medular de los personajes y en lo característico de los escenarios. Sólo un rudo hombre de mar, posteriormente cultivado, ha podido escribir así. Más aún: es tanta la economía de su técnica descriptiva, que apenas si menciona los lugares en que se sitúa; muchas veces se descubren éstos por las vagas referencias que parecen escapársele, o por palabras o expresiones típicas que salen de labios de los protagonistas.
Los cuentos relativos al país llevan por nombres: «Tutapa»,, «Lata-Lata». «El Niño», «En quiebra» y «Doce hombres y un capitán». Excepto el último, que sucede en el mar, tienen por teatro los puertos del salitre, Iquique y Antofagasta, y las pequeñas aldeas costeras que viven de las faenas de la extracción del guano. Todos pertenecen a los bajos fondos, el único medio que el autor debió conocer en sus correrías de tripulante de buque de carga. Su elenco es de mineros, cargadores, mujerzuelas y marineros de todas las razas imaginables. Más que cuentos o novelas breves (si se exceptúa «El Niño»), sin cuadros de ambiente, simples escenas desprovistas de argumento. Lo cual las hace más reales y les imprime el carácter de experiencias vividas u observadas.
El lacónico escritor tampoco hace alusión de épocas; pero la propia atmósfera –o «clima», como dicen los intelectuales cursis- se encarga de ir ubicándonos. Estamos en los años del gran auge salitrero, anterior a la primera Gran Guerra, cuando aun podía llamarse al salitre industria chilena, y cuando los puertos congregaban navíos de todos los países, que formaban una Babel de banderas, idiomas y costumbres.
Si tuviera que elegir entre estas cinco obritas maestras, me quedaría con «En quiebra». Ella pasa en Antofagasta y trata del comercio que entonces se ejercía en orno a los marinos y marineros que buscaban empleo. En sólo 11 páginas, el artista expone un cuadro ambiental, seguramente desconocido por la gente del Sur, y acaso olvidado ya por la del Norte. De ahí su hondo interés anecdótico y aun histórico; pues, quien desee escribir la crónica de Antofagasta, no podrá prescindir de las curiosas evocaciones que Plivier suministra.
Ted Perem, hombre de estos que sirven para todo, menos para permanecer en un oficio o ligar, viene en tren de la pampa calichera, donde no halló trabajo, dispuesto a probar suerte en el mar, en las «docenas de veleros» que hay en la bahía cargando nitrato. «La conciencia de cortar desiertos ardientes a 100 kilómetros por hora«, refiere, «de trepar a grandes alturas y de estar suspendido sobre pendientes vertiginosas, tiene su grandeza. A través del hueco producido por bastidores de rocas, surge en el campo visual el océano Pacífico, que, visto desde arriba, parece una llanura que asciende oblicuamente, disputando al cielo el espacio». «La máquina corre ahora sin vapor. Los vagones ruedan cuesta abajo y los frenos rechinan sin cesar. El mar se despeña en sí mismo. Detrás de nosotros, la cordillera alza sus masas rocosas con pesadez abrumadora»… «Las calles, casas y tejados están cubiertos del mismo polvo de salitre que viste a todo el país de un uniforme gris y desolador. La arena que pisamos arde bajo el sol implacable.» «Grandes carros de dos ruedas son arrastrados por mulas que avanzan con lentitud. Un hombre lleva dos cubos de agua colgados de una pértiga y recorre la calle pregonando: «¡Agua!…».
En la playa encuentra Ted a muchos otros marineros sin contrata. Sentados o botados cerca del muelle, contemplan las naves ancladas enfrente. Una de ellas, la «Alpha Cruzis», necesita enrolar tripulación… Pero nadie quiere ni oírla nombrar, porque es un barco guanero. Un hombre de los de allí reunidos explica el porqué de su repulsión. «Yo he cargado guano una vez. ¡Una vez nada más! A varias millas de distancia, el hedor empezó a abofetearnos. Excuso decir que anduvimos metidos hasta la panza en la caca. Ocho semanas duró la faena. Los últimos días no hice más que vomitar bilis.»
Los infelices prefieren morirse de hambre, antes que ir a las covaderas. El olfato se subleva y rechaza la tentación del doble salario…
Pero entre ellos anda Slimmy, un shipping-master, o corredor de marinerías, sujeto bien remunerado por los armadores, y que cada día inventa una treta distinta para dotar de personal a los buques malditos. Slimmy es una especie de matón de película, de formidable estatura, y con un tongo abollado en la cabeza. Ultimamente ha descubierto un método sencillísimo: presta dinero a los cesantes, y llegado el vencimiento, como éstos no pueden pagarle, les da a elegir: o la cárcel o el buque guanero. Los menos refinados prefieren lo último, y tienen que embarcarse con la doble tragedia de que su sueldo será retenido a favor del granuja.
Con el «Alpha Cruzis» a la vista, Slimmy trata de tentar a Ted y a sus colegas: un ruso, un holandés, dos escandinavos y varios chilenos. Mas, ahora la cosa es difícil, porque corre una consigna: ¡Todos firmes contra Slimmy! ¡No más explotación!
Y lo peor par el del tongo, es que le ha salido un competidor; más bien dicho, competidora. Esta es Milly, la tabernera, que hasta ayer fue su amiga, pero que, trocado el amor en odio, se ha propuesto arrebatarle su clientela para arruinarlo.
Riéndose de los inútiles intentos del master para engatusarlos, Ted invita a los marineros a la cantina de Milly, para comentar con ella el fracaso de su rival. Hay que advertir que Milly es una alemana de 30 años, ex amazona de circo, y capaz de batirse a puñetazo limpio con cualquier hombre de su peso. Entre grandes risotadas, los cesantes declaran que no hay dios que pueda meterlos en el buque guanero. ¿Verdad Milly?… Ella es la que más ríe del chiste y, cosa insólita, de pronto empieza a darles whisky, empieza a hacerlos beber como unos demonios, sin importarle que no tengan dinero.
La noche transcurre en medio de una bacanal desatada. Los hercúleos lobos de mar terminan roncando debajo de las mesas. El único que se salva es Ted, a quien la alemana ha llevado a dormir a sus aposentos del piso alto.
A la mañana siguiente le dice de manera cariñosa: «Ahora eres mi agente, y aquí está tu comisión por tu trabajo de anoche».
El bendito Ted no comprende, hasta que ella se lo explica. Sus compañeros, borrachos perdidos, han sido trasladados a bordo del «Alpha Cruzis». «Hay que hacer negocios rápidos», le dice, «Slimmy no tiene imaginación».
Ted se precipita a mirar hacia el mar.
«El lugar en que fondeara el «Alpha», está vacío. El horizonte muestra la mota de un velero que ha abandonado el puerto por la noche. Con las lonas hinchadas, lleva rumbo al Norte, a las islas del Guano.»
«EL SANTO DESCONOCIDO»
Blaise Cendrars constituye una excepción: es el único entre estos novelistas que buscó su inspiración en un motivo de ciudad. Circunstancia doblemente singular, si se tiene en cuenta que sus libros más característicos –»Oro y Ron», por ejemplo-, pertenecen al género de alta aventura exótica.
Su cuento chileno es «El Santo desconocido», y se le encuentra en las «Historias Verdaderas», colección de relatos internacionales, vertida al español por Eliana de Ortúzar, y publicada por Letras en 1938. Como todos los demás componentes del volumen, en «El Santo» es presentado en la forma de un asunto extraído de la realidad. El héroe, de quien dice el narrador que no sabe su nombre, es un sacristán de la catedral de Santiago, un taumaturgo, al estilo de Fray Andresito, que «asombró a los santiaguinos» con sus proezas milagrosas y cuya vida habría transcurrido entre 1883 y 1935.
Antes de entrar de lleno en su historia, quiere Cendrars trazar un cuadro colorista de la capital de Chile, evocando a los tipos populares que tuvo ocasión de conocer, y en medio de los cuales nació y vivió su personaje. Recuerda a «las sirvientas quechuas, crecidas dentro de las familias; los pintorescos mercaderes callejeros que pregonan las empanadas calientes y sabrosas, saturadas de pimientas, y que son para mí la imagen de los volcanes de Chile; las vendedoras que llevan en equilibrio sobre sus cabezas un azafate con flores abiertas o en apretados ramos; los chicuelos que, haciendo guiños, ofrecen enormes cigarros o boletos de lotería; viejos cesteros que también dicen la buenaventura, y viejas brujas ciegas, que ponen en el hueco de la mano un saquito de azafrán o un ramito de hierbas de los campos, contra las penas de amor; y todo ese menudo pueblo de mestizos, pobre, taciturno, soñador, supersticioso, artista, suave, complaciente inmundo, de una mentalidad tan extraña a la brutal e interesada del proletario europeo…»
Al lector nacional debe halagarle la simpatía con que este francés enumera los caracteres criollos. Pero, simultáneamente, su sentido crítico lo impulsa a releer ciertas cosas que le chocan. Puedo o pudo haber en Santiago esos viejos cesteros que dicen la buenaventura, y esas vendedoras que llevan su mercancía sobre la cabeza; mas, ni por excepción han existido esas tales sirvientas; ¡las hay chuecas, pero no quechuas! Sin duda, el autor, viajero de todo el continente, había llegado a confundir a unos pueblos con otros, y en su memoria empezaba a formarse, como en un crisol, la imagen de una raza sudamericana, hecha con elementos del conjunto.
¿Quién era el sacristán famoso? Cendrars no lo conoció, y habla de él a través de las referencias que dice haber oído en Santiago, y de los datos que obtuvo más tarde en París, entre sus amigos de la colonia chilena. Afirma que la celebridad de sus milagros llenaba el país, y aún desbordaba de sus fronteras, y que en el propio Vaticano iniciaban el proceso de su beatificación.
Raro es que no supiese cómo se llamaba, o que no lo recordase, al cabo de tanto averiguar de su persona y de sus hechos. A manera de justificación, declara: «Considero como un privilegio extraordinario, para un escritor que carece de fe, el poder contribuir a la formación de una leyenda».
Lo cierto es que lo describe con prolijidad. Dice que era hijo de un pobre indio quechua (¡otra vez los quechuas!), y de una obrera italiana, que tenían su hogar en una choza «a la entrada del camino a Valparaíso».
«Sin ser idiota, el sacristán era un poco tonto; de niño fué enclenque y enfermizo. Como tenía seis dedos en la mano izquierda, acostumbraba ocultar esta mano monstruosa en la pretina del pantalón, y sólo empleaba la otra, cual si fuese manco. La mayor parte del tiempo no hacía nada.
Y agrega: «No lograba recitar entera el Ave María, y sólo había retenido de la enseñanza religiosa esta frase: «Dejad que los niños vengan a mí».
Lo bueno del caso es que aquí nadie sabe nada del sacristán. Cuantas indagaciones practiqué acerca de él, resultaron inútiles: este santo es completamente desconocido… ¿Constituye quizás una fantasía inspirada en Fray Andresito? Podría serlo, pero entonces habríamos de preguntarnos: ¿Con qué objeto deformó Cendrars a un personaje tan especial, al que ningún imitador, real o ficticio, sería capaz de aventajar?
El sacristán sin nombre sanaba toda clase de enfermedades, colocando la mano derecha sobre las úlceras, la boca sobre los labios de los niños moribundos, y la mirada sobre el vientre de las mujeres estériles. Como es natural, los enfermos lo asediaban y hacían fila en el templo. Y era en vano que él se negase a veces a atenderlos, porque aún hallándose vuelto de espaldas, curaba los males. Acudía gente de los pueblos y de los campos y personas de toda condición, como que entre ellas se cita la esposa del cónsul danés.
Llegó su popularidad a tal extremo, que el deán se vio precisado a llamarlo al orden. No le gustaba esta constante invasión, y temía además que los portentos llegasen a oídos del Papa, y S. S. ordenara un molesto proceso.
El sacristán dejó entonces de recibir a los fieles, y él mismo se abstuvo de entrar a la iglesia…
Mas, no pasó mucho tiempo sin que su nombre volviera a andar en todas las bocas. Y esta vez hasta en las de los ateos, porque la nueva hazaña superaba a cuanto de maravilloso habíase oído en el planeta.
Ella se produjo por mera casualidad, y el santo no pudo evitar su realización.
Es el hecho que, paseándose un día por la vereda, providencialmente, alcanzó a ver que un obrero de los que trabajaban en las torres, perdió pie y se precipitó al espacio… «El sacristán», refiere el novelista, «extendió la mano y le gritó al hombre que iba cayendo: ¡Eh, Juan, espera un poco; voy a pedir al señor cura permiso para hacer un milagro! Y partió corriendo en busca del deán… Durante ese rato, el albañil permanecía suspendido entre cielo y tierra. Los transeúntes empezaron a agruparse. Los otros obreros proferían blasfemias, pues temían por la vida de su compañero. Cuando llegó el sacristán, arrastrando al sacerdote, el albañil siempre estaba allí, en el aire, con la cabeza para abajo, las piernas separadas, los brazos arqueados. Entonces el sacristán le gritó: ¡Oye, Juan, ahora puedes bajar; el señor cura lo permite. Y, extendiendo la mano derecha, dirigió la caída del hombre hasta el suelo, diciéndole: No tengas miedo, Juan. Despacio, despacio, pequeño. ¡Con suavidad, no te apresures!… Y recibió al albañil en su mano derecha, pues la izquierda no servía para nada y siempre la mantenía en el bolsillo.»