Tarapacá: Residencia de recuerdos

Tomando el camino que desde Huara conduce a través de la pampa hacia la cordillera, llegamos a una de estas profundas quebradas que cruzan el desierto de cordillera a mar y que son típicas de la región del norte de Iquique. Los caminos que conducen desde la pampa hasta el fondo de aquellas quebradas producen vértigos de sólo recordarlos. Pero una vez abajo, en el amplio valle, nos vemos recompensados por el verdor de las chácaras, la sombra de los antiguos molles –pimientos se llaman más al sur- y el rojo brillante de los tomates en las huertas. De día hace un calor tropical y aun en las noches se mantiene una temperatura agradable. Aquí abajo estamos protegidos de las heladas y los vientos fuertes que azotan la pampa abierta.

Según «la ley de agua», cada agricultor recibe en ciertos días una determinada cantidad de agua para el riego de sus cultivos. Son reducidos en extensión, pero la tierra fértil y el clima favorable compensan con alta productividad. Los valles, separados entre sí por serranías abruptas y caóticas y largas fajas de terrenos desérticos. Se mantienen en relativo aislamiento, y así encontramos rancherías repartidas a lo largo de los riachuelos en una vida apacible de tipo colonial. Sigue también la costumbre de viajar por estas quebradas del altiplano al mar y de la costa a la sierra. En la Quebrada de Tana, al final de la huella transitable para vehículos, hemos encontrado en el pueblo de Guisama a un hombre sentado a la sombra de un árbol y esperando que pase el calor del mediodía. Preguntado sobre el contenido de los sacos que cuidaba –sacos típicos, hechos en telar, de lana de llamas-, contesta: «Esto es guano. Lo buscamos en la costa y lo llevamos a la sierra. Arriba la tierra es muy pobre y necesita mucho abono». «¿Tu pueblo está lejos de aquí?». Él mueve negativamente la cabeza. «Tres días no más». Y nuevamente se sumerge en absoluto silencio, cierra los ojos, masca la coca. Taciturno, debe ser indio aimara. Los quechuas son más alegres y abiertos.Siempre nos parecía inverosímil la afirmación de los historiadores respecto al transporte de guano hasta la altiplanicie. Pero aquí está la prueba. Ya durante el imperio de los incas, debido al crecimiento de la población, se impuso un mejoramiento artificial de las plantas cultivadas y el uso de fertilizantes. Lucharon contra la erosión y la sequedad, y conmueve observar cómo los actuales pobladores siguen usando los mismos canales de riego, los muros de contención, los corrales para encerrar animales y –ahora lo hemos visto- la costumbre de buscar el guano de la costa. También la cerámica antigua se encuentra intacta en muchas casas, y así hemos visto en manos de una dueña de casa un auténtico jarro incásico para guardar el maíz tostado. Otro recuerdo ​ de aquellos tiempos pasados son los numerosos petroglifos grabados en las rocas en la Quebrada de Tarapacá, impresionantes por su gran número y la variedad de los símbolos: círculos simples y dobles, caras, sol y estrellas, figuras humanas y de animales.

ImagenPero el pueblo de Tarapacá es residencia de recuerdos. Muere en lenta y dolorosa agonía. La impresionante iglesia colonial, devorada por un incendio hace varios años, quedó en ruinas. La mayoría de las casas están abandonadas, los techos de paja se han caído sobre las piezas vacías. Los muros se derrumban. Unos pocos niños juegan en la sombra de los árboles en la solitaria plaza. Una mujer, apoyada sobre la pirca de un corral, nos observa muda y triste. Ella nos acompaña al antiguo cuartel militar, y nos imaginamos cómo éste resonaba de voces de mando, ruido de armas, pasos de soldados que entraban y salían. Muertos ellos, se murió el cuartel. Algunos arcos y muros quedan en pie; el resto fue destruido por los frecuentes temblores. Los pobladores nos explican que necesitan la ayuda del gobierno para impermeabilizar los conductos del agua que viene de las partes cordilleranas, pues ya el líquido no llega en suficiente cantidad para las siembras. En caso de seguir la sequía, los últimos pobladores tendrán que abandonar su terruño, y tristemente nos pregunta nuestra acompañante: «¿Adónde ir?». Muy pensativos, nos despedimos de ella y luego se pierden de la vista los blancos muros del pueblo en el verdor de los árboles. Como una estatua, la mujer queda entre los arcos del abandonado cuartel. Y sobre ella caen las sombras del atardecer.

Sobre las condiciones muy especiales y favorables en cuanto a reservas de aguas subterráneas en estos valles y en otras partes de la provincia de Tarapacá, existe un trabajo muy serio y claro del conocido geólogo Juan Brueggen: «El Agua Subterránea en la Pampa del Tamarugal» (Imprenta Universitaria, Santiago de Chile, 1936). Son los resultados de estudios encargados en aquellos años a dicho especialista por el Departamento de Riego del Ministerio de Fomento. Sería interesante saber si alguna vez se aprovecharon los consejos muy concretos contenidos en esta publicación del Dr. Brueggen, o si en el transcurso de los años se ha podido agregar algo nuevo al respecto.

El Mar, su Gente y sus Puertos

Llegar a la costa después de un largo recorrido por el desierto nos hace sentir como en el paraíso. Humedad –agua-, aire suave que acaricia la cara, bálsamo para los labios y párpados rasgados, por la sequedad y el viento. Aquí hay una vida totalmente diferente, hay movimiento eterno. El mar, con sus juegos de luces y sombras sobre las olas y entre las espumas. Las siluetas de barcos en el horizonte. Los pájaros, miles de pájaros entre las rocas y en las playas. Pasan unos pescadores y luego nos hacemos amigos a causa de un negocio que para ambos resulta ventajoso: ellos necesitan agua dulce para su desayuno; nosotros, pescado fresco para el almuerzo. ¡Cuánto pescado hemos probado durante la estadía en la costa y todo de excelente calidad: lenguado, blanquillo, tollo, lisa y tantos otros! Y toda clase de mariscos, mucho erizo, jaibas y camarones.

Imagen Los grupos de pescadores, nómades del litoral, se componen de elementos muy heterogéneos, pero la gente de las ciudades los llama con un nombre genérico: «changos». Con este nombre aparecen también en las crónicas y descripciones de viaje. Sin duda son restos de aquellos «hombres primordiales» que llegaron a nuestras costas, tal vez navegando en frágiles balsas desde el norte, y que atraídos por el clima y la abundancia de peces y moluscos, vagaron de caleta en caleta, quedaron en un puerto hasta agotar los bancos de mariscos fácilmente accesibles y luego se desplazaron a otras caletas y playas favorables. La riqueza en fauna marina y el clima templado de nuestro litoral los debemos a la corriente de Humboldt, que aparentemente se forma frente a la provincia de Aysén, y que sigue a lo largo de la costa chilena y parte de la peruana, dando vida con su abundante fitoplancton a un sinnúmero de peces, y ellos, a su vez, a los voraces pájaros y mamíferos marinos. Sobre la fría corriente se forma un banco de nubes. Estas neblinas costeras, llamadas «camanchaca» en Chile, «garúa» en el Perú, favorecen en algunas partes la formación de pastizales y una flora muy típica. En estos lugares con un poco de vegetación se encuentran pequeños núcleos humanos. Paposo, Taltal, Cobija, han sido los centros más importantes de la antigua población pesquera. Arica también se formó sobre cimientos antiguos, en una parte favorecida por la naturaleza, pues a las riquezas del mar y un clima siempre muy parejo se une la posibilidad de cultivar la tierra a lo largo del río Lluta, con suficiente caudal para abastecer de agua aun a la moderna ciudad.

Iquique y Antofagasta, desde el aire, carecen a primera vista de todo atractivo. Pueblos de macetero, plantados en regiones desérticas, donde carecen de agua y de vegetación. Son únicamente puertos de exportación de minerales y no pueden abastecerse ellos mismos, como las pequeñas comunidades de los oasis al interior. La mercadería viene en barcos; el ganado, de Argentina. Hemos visto en el aeropuerto de Antofagasta un avión especial para el transporte de animales, que hace viajes semanales hasta Salta.

Antofagasta, con un desarrollo extremadamente rápido, debe su importancia a la explotación del salitre en el Salar del Carmen y de los minerales de Caracoles. En 1870 se llamaba Puerto de la Chimba. Luego se cambió el nombre en Antofagasta y ya en 1907 tenía 32.496 habitantes.

La prosperidad de los grandes centros del norte era artificial. Los productos básicos –cobre y salitre- dependían siempre de la fluctuación de precios en el mercado mundial. No se creaban nuevas fuentes de ingreso. Las nuevas industrias se concentran en el centro del país.

Pero en los últimos años, las provincias del norte empezaron a luchar vigorosamente por su restablecimiento económico y sus dirigentes trataron de explicar al resto del país las posibilidades de nuevas empresas a base de los recursos naturales existentes en el norte.

Grandes programas hay acerca de la explotación de la energía solar, la energía geotérmica y de los yacimientos petrolíferos. Estos, conocidos ya desde unos veinte años, están situados en partes de muy difícil acceso y se requieren fuertes inversiones de capital para comprobar, mediante perforaciones de ensayo, su rendimiento económico.

Autora:  Ingeborg K. Lindberg
Tomado de la Revista Zig-Zag, Nº 2839
4 de septiembre de 1959. 

Imagen

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *