Sady Zañartu

1893-1983 

Nació en Taltal el año 1893.  En 1928 publica su primera novela: La sombra del corregidor, resucitado en el corregidor la fuerte personalidad del famoso Luis Manuel Zañartu, antepasado de Sady. Su primer libro de poema fue Santiago antiguo.

En 1974 obtiene el Premio Nacional de Literatura. Falleció en Santiago el 5 de marzo de 1983 (Tomado de  Grande Escritores Chilenos. Editorial Andrés Bello de Magdalena Correa Larraín y Eduardo Cruz-Coke Madrid.  1989 página 108).

 

 

Obras

1.- Desde el vivac, escenas de cuartel, 1915.

2.- Sor Rosario, personaje del Santiago antiguo, crónicas, 1916.

3.- La danzarina del fuego, novela, 1918.

4.- Santiago antiguo, poesía, 1919.

5.- La sombra del corregidor, novela, 1927.

6.- Llampo brujo, novela, 1933.

7.- Santiago, calles viejas, crónicas, 1938.

8.- Piedra y sol, hacia el mundo de los incas, ensayo, 1935.

9.- Lastarria, el hombre solo, biografía, 1938.

10.-  Chilecito, cuadros regionales, 1939.

11.- Mar hondo, reminiscencias, 1949.

12.- El Tile viejo y sus cuentos

13.- Tomelonco, poema agrario, 1968.

14.- Color América, cuentos, 1969.

 

Llampo Brujo.

Fragmento

 

El puerto del desierto

 

 

Vivo entre un cerro y el mar, en un puerto cargador de salitre. El cerro se viene encima de mis primeros años, con sombran que se despeñan en el aleteo de los gavilanes. En las rocas de sus flancos restalla, como en una caja acústica, el golpe de la ola que, por los cordones vecinos, prolonga el  llamado longuísimo del mar.

En el faldeo se extiende el pueblo. Las casas no apiñan tres manzanas en el plan y se encaraman por las laderas con sus caras de bermellón, añiladas y verdes. La mía luce dos frentes: uno de balcones hacia el cerro, el otro de corredor alto hacía el mar, y tan cerca de la playa que las olas, a poco más de cabrillear, azotarían en el patio. Entre esos dos panoramas comparto mi existencia que empieza a sorprenderse con el espejeo de las imágenes.

El cerro es el telón de tragedia con sus peñascos desgalgados, sus quiscos funerarios, sus velones morados y negros por donde se cruzan caminillos  troperos tirados a tiza.

El océano al otro lado, despeina sus ondas con el  ancho viento de mis quimeras. Los cerros de “La Puntilla” cierran por el sur la bahía de Taltal, y el más grande, en el retablo triangular de su piedra, ostenta la cruz del vigía que anuncia el arribo de los vapores y buques a la vela. Hacía el norte, la roca negra del Hueso Parado cae sobre el mar como una isla y evoca una tradición de los changos, cuando éstos fijaron en sus faldas una gran mandíbula de ballena para señalar la caleta a los pescadores. Los cerros, que  estrechan el pueblo, son allí más bajos y sus cimas sirven de apoyo a los estanques de petróleo y de agua. El morro más pequeño, que desciende suave a la playa, casi a flor de arena, muestra a medio faldeo un reventón de pinos que denuncia una rica veta vegetal. Es un parque hecho por los ingleses del Ferrocarril. En la cadenilla de peladeros, la suntuosa esmeralda que engarzaran  “los gringos” eleva una acción de gracias por los millones de áureas libras que embarcan en el puerto, traídos de los yacimientos metalíferos del interior.  Porque, en la inclemencia del paraje, la falta de vegetación se torna angustiosa y hace que el hombre, como una compensación para aquietar los sentidos, busque el verde y pinte en toda la gama de color sus casos, las maceta de los jardinillos, los palos de los faroles públicos que simulan árboles. Las piedras mismas de los cerros manchan sus derrumbes  con un matiz parecido, y hasta se ve impregnado en los rostros de las gentes.

El mar, frente a la árida costa, tiene un color de pasto nuevo a fuerza de cuajar  mantos de algas, repletos de vida orgánica que lo hacen abundante en fauna marina; y que alimenta la imaginación del pescado que vive entre las  breñas desoladas.

En los días de verano, al caer la tarde  suele verse una mancha lejana que se extiende sobre el verde oscuro del horizonte.

Es la varazón que viene.

La gaviotas y alcatraces trazan un semicírculo cerrado que avanza hacia la costa. La naturaleza se pone fiesta con los graznidos de los pájaros y sus cortejos de anillos aéreos. Los pescadores cargan las redes barredoras y sus chalupas salen a esperar el paso de la ola milagrosa.

El pueblo gana la playa.

Sobre la tersa superficie del agua, las corvinas cortan el aire en tirabuzones, dando caza encarnizada a pejerreyes y sardinas. La mancha se hace un bolón plomizo, espeso, que la  onda larga antes de  estrellarlo en la orilla. Caen las flechas de los piqueros. Una ola grande agarra un cardumen y otra lo extiende sobre la playa como su desdoblara un manto de plata. ¡La ola! Es el maná. Las menudas sardinas saltan como puñalitos en la arena brillante. Son millares de millones que huyen atemorizadas del acecho de los lobos y de las toninas que acordonan, a pocas  millas, la boca del puerto.

La romería canta como en el rodado desprendido de un mineral fabuloso.

Sobre el  horizonte, a ras del agua, parpadea la estrella roja del crepúsculo. Es la diosa anunciadora de la buena pesca que los changos primitivos adoraron desde sus balsas de cuero de lobo.

Tomado de Llampo Brujo.

Editorial Nascimiento.Santiago 1977.

pp 11 a 13.

 

 

 

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