La expresada plaza se encuentra en un estado de abandono semejante al en que estuvo hace dos años la plaza «Condell». Es un sitio abierto, espacioso, sin árboles y sin jardines donde existió hasta 1906 un carrusel.
Generalmente en ella levantan los circos sus tiendas de campaña, habiéndolo hecho, no ha mucho, una compañía que exhibió notables fieras que llamaron vivamente la atención del vulgo, como así también causó sorpresa la audacia de sus domadores. Entre los animales descollaron: un león africano, una pantera, una hiena, un tigre y un gigantesco elefante. Este último en su viaje del Callao a Iquique, causó la muerte a un empleado del vapor «Quilpué», a cuyo bordo viajaba la compañía. Por haberse querido mofar de él, el elefante le cogió con la trompa arrojándolo a una bodega, de la cual salió la víctima tan maltrecha que sucumbió al día siguiente en el Hospital de Beneficencia. Por su parte, el elefante, debido tal vez a su antigüedad, pagó también su tributo a la muerte sobre las playas de Taltal, poco tiempo después de su visita a Iquique, estando la compañía de temporada en dicho puerto.
Los edificios que rodean la plaza » Montt » son muy modestos. Por lo común le rodean pobres viviendas y dos o tres casas de digna apariencia.
Encuéntrense en ella, la escuela pública «Domingo Santa María» cuyo edificio ocupa una manzana de terreno. Posee dos pisos y un jardín que se halla muy abandonado. En ella estuvo hospedada hace tres años la Compañía de Zapadores Pontoneros «Atacama», hoy de guarnición en Tacna y en 1891, la Junta revolucionaria tuvo establecido un hospital que sirvió para los que caían en la lucha fratricida. Todavía existe en ella un dispensario. Este edificio fue inaugurado muy poco tiempo después de la guerra de 1879 y la obra fue dirigida por don Eduardo Llanos.
La plaza «Manuel Montt» y la escuela «Santa María» han adquirido desde el 21 de diciembre último, una triste e imperecedera celebridad, por haber servido de asilo a catorce mil operarios de las oficinas salitreras declarados en huelga, en nombre de nuestra deplorable situación financiera.
El día 9 de diciembre se demostraron los síntomas fatales de la huelga en la Oficina San Lorenzo, situada en el «cantón” de Lagunas. Los obreros exigieron enérgicamente que el pago de sus jornales se hiciese al tipo de 12d.; que les fuese concedida la libertad de comercio en las oficinas por encontrarse absolutamente restringida, viéndose por tal motivo en la necesidad de verificar sus compras en la pulpería de la oficina donde prestaban sus servicio, aunque en otra parte la mercadería fuese mejor, más barata y más de su agrado; que fuesen cerrados con rejas de fierro todos los cachuchos y chulladores de las oficinas; que en cada oficina se colocase al lado afuera de la pulpería una balanza para comprobar los pesos y medidas y muchas otras cosas que, examinadas con toda conciencia y justicia, se hacían muy razonables las peticiones y muy dignas de estudio por parte de las autoridades.
El día 15 del mes citado, los obreros de la Pampa, en número que pasaba de dos mil, llegaron a Iquique trayendo estandartes con lemas socialistas y banderolas donde se encontraban escritas sus justas peticiones. El descenso fue penoso; la árida y extensa pampa del Tamarugal, coronada por un sol ardiente y fuertes vendavales que levantan un polvo quemante, no ofrece a los viajeros sino incomodidades. Se comprende cuánto sufriría esa poblada guiada por una convicción sincera; la defensa de su derecho; esa poblada, que venía a pie, con hambre y con sed, ¡imposibles de satisfacer en un desierto! Y si a esto se agregan las mujeres, que venían también inspiradas en la defensa del derecho natural y en el amor que las unía a los obreros, ese amor de las selvas, inspirado en esa ciega encarnación de los dos sexos opuestos y que acompaña al hombre hasta el fin del mundo, destruyendo barreras, pisando volcanes y desdeñando los rugidos del Averno, -como lo probaremos más tarde, en el caso de una boliviana la jornada de los obreros, es una odisea admirable.
Cuando se tuvo conocimiento de que la romería se encontraba en las inmediaciones de los estanques del agua potable, tropas de infantería y caballería se dirigieron a ese punto con el objeto de rodear a los obreros, para que no se dispersaran por la ciudad y escoltarlos al Club Sport, en cuyo recinto quedaron hospedados hasta las cinco de la tarde de ese mismo día, hora en que fueron trasladados a la escuela «Santa María”.
Allí recibieron la visita del intendente interino de la provincia, señor Julio Guzmán García, a quien acompañaban el jefe accidental de la División y comandante del Regimiento de Caballería señor Agustín Almarza y los abogados señores Santiago Toro Lorca y Antonio Viera Gallo. Todos estos personajes dirigieron a los viajeros frases amables que dejaron entrever una bella esperanza, que en esta ocasión no encontró en ellos el eco que hallaban cuando la inteligencia del obrero estaba en pañales y no se ofrecía todavía a sus ojos ese magnífico horizonte que ahora les permite vislumbrar el reinado de la República Universal.
El señor Guzmán García impartió las órdenes necesarias para que los viajeros tuviesen un almuerzo abundante y nutritivo, el cual no solo se les dio ese día, sino todos los demás que permanecieron en esta capital, habiéndose habilitado una sala de la escuela «Santa María» para depositar las provisiones que fueron de la mejor clase y muy copiosas.
El señor Guzmán García, mantuvo una activa comunicación telegráfica con la Moneda, ya pidiendo instrucción, ya tropas para resguardar el orden y celebró con los salitreros numerosas conferencias a fin de poder solucionar tan crítica situación.
Desde el 15 hasta el 21 de diciembre la afluencia de ciudadanos pampinos fue enorme, llegando a reunirse en Iquique alrededor de catorce mil almas. El vecindario iquiqueño, ante tal afluencia de personas venidas de lejanas tierras, en nombre de su derecho, se alarmó profundamente y cerró las puertas de sus hogares. Otro tanto hizo el comercio. Todo esto se verificaba no obstante ser los huelguistas hombres tranquilos y respetuosos; pero si hemos de ser imparciales para dar al César lo que es suyo y a Dios lo que también le pertenece, debemos decir que de esa tranquilidad, el vecindario y el comercio hicieron muy bien de dudar, dado el hecho de que la poblada venía hastiada. Perseguidos de continuo los obreros por las inclemencias de la suerte, llegaban a las puertas de Iquique profundamente decepcionados; así que era muy posible, que en un momento de ira, engendrada en su largo y profundo dolor, se lanzaran sobre los hogares del vecindario.
Los huelguistas encontraron aquí numerosos adeptos. Hicieron causa común con ellos casi todos los gremios de este puerto, habiéndose interrumpido absolutamente el tráfico de tranvías del ferrocarril de sangre, el de los carruajes del servicio público y el de los particulares. Solamente quedaron en funciones los operarios de la compañía de alumbrado.
Por disposición suprema vino a Iquique el buque de guerra «Blanco Encalada» cuya marinería debía velar por el orden de la ciudad. Después de una brevísima estadía en este puerto, el «Blanco» partió para Arica con el fin de traer 250 hombres del Regimiento de Infantería «Rancagua» que vinieron a las órdenes del 2° jefe del expresado cuerpo, mayor don Arturo Moreira y 50 hombres de la Compañía «Atacama» que traía el teniente 1° señor Heriberto Behenke. Esta tropa se hospedó en el cuartel del «Carampangue», el cual solo albergaba una parte de este regimiento y que se hallaba bajo las órdenes del capitán señor Rogelio del Pozo Barceló, pues el resto de él había subido a la Pampa con el comandante señor Villarreal, quien se quedó en Central, desde donde distribuyó sus tropas en las oficinas salitreras de norte y sur.
También vino a Iquique el «Esmeralda» trayendo a su bordo tropa del Regimiento de Artillería de Costa. En la oficina «Buenaventura» , los huelguistas sufrieron la dolorosa pérdida de uno de sus compañeros; pero en honor de la verdad, debemos declarar de que esta baja se produjo a causa de que el obrero trató de desarmar a un soldado de la sección de tropa que mandaba el teniente 1° señor Valenzuela y el soldado, cumpliendo con uno de los más elementales deberes de su cargo se defendió, traspasando con el yatagán la espalda del huelguista, cuyo cadáver llevaron en un tren de carga más de mil ciudadanos que se dirigían a Iquique para unirse a sus hermanos de la escuela «Santa María» y el cual les fue quitado por la policía al llegar a este puerto, con el fin de evitar desórdenes y acallar la ira encendida nuevamente por la demora de los salitreros en acceder a sus peticiones.
El gobierno nombró una comisión a fin de que viniese a poner término a esta terrible situación, la cual fue compuesta del intendente de la provincia señor Carlos Eastman, que se encontraba en Santiago haciendo uso de su feriado legal, al mismo tiempo que gestionaba su retiro de la Intendencia; del general de Brigada don Roberto Silva Renard, que acababa de llegar de Europa y que hacía año y medio había sido nombrado jefe de la División del coronel don Enrique Sinforoso Ledesma, que se encontraba también en Santiago. Todos estos caballeros se embarcaron en el «Zenteno», el cual había recientemente llegado de su hermoso viaje a Hampton Roads. La expresada nave de nuestra Armada fondeó en Iquique el 19 de diciembre, a las 3 1/2 de la tarde, en un día espléndido, pero con un mar sumamente agitado.
El muelle fue rodeado con tropas a fin de evitar aglomeraciones.
Una romería compuesta por más de 10 mil ciudadanos esperaba la entrada del señor Eastman, quien antes de venir a tierra celebró una conferencia a bordo, con el Intendente Interino señor Guzmán García y el Presidente del Partido Radical señor Toro Lorca.
Los balcones de todos los hogares cercanos al muelle estaban cubiertos de personas. En la torre de la Aduana se habían dado cita numerosos particulares, así como también en las ventanas del Club de la Unión.
La muchedumbre estaba inquieta con la demora de la comisión en venir a tierra. La conferencia duró media hora, al cabo de la cual las baterías del «Zenteno» dispararon tres cañonazos, con los cuales daban el adiós, al primer mandatario de Tarapacá.
En una lancha que traía izado el pabellón nacional, llegó la comitiva al muelle.
Descendió el señor Eastman con su pecho henchido de emociones; saludó con la hidalguía de viejo aristócrata a los que lo esperaban en el muelle y con aire marcial y seguido de miles de ciudadanos, que creían encontrar en él a un regenerador, tomó la ruta trazada por las tropas que le presentaron armas, en dirección a la Intendencia, bajo los rayos de un sol sofocante y las salutaciones destempladas pero respetuosas de la ávida muchedumbre.
Una vez llegado a la Casa Consistorial y repuesto de las fatigas del viaje, el señor Eastman apareció en uno de los balcones del lado izquierdo y dirigió a la muchedumbre un lacónico y consciente discurso. Se conocía claramente que sus palabras brotaban de un pecho honrado. El no trató jamás de engañar a su pueblo. El señor Eastman de nada es responsable; cuando él llegó a Iquique la hoguera estaba encendida; además, la tormenta se desencadenó para él en forma opuesta a las tormentas de su vida doméstica, las cuales no supieron inspirarle en su tarea de Estado.
El discurso del señor Eastman fue interrumpido a cada paso por los vivas destemplados que nacían de los pechos comprimidos de los obreros, de esos pechos que con tanta valentía, se ofrecen de blanco a las balas del enemigo en los campos de la gloria.
Pocos momentos más tarde la muchedumbre se dispersó por las calles, celebrando un meeting en la Plaza Prat, análogo a los que ya habían celebrado los días anteriores. En esos momentos hizo su desembarco la tropa del Regimiento «O’Higgins», que vino en el «Zenteno» al mando del comandante del mismo cuerpo, señor José Agustín Rodríguez, la cual se hospedó en el Liceo de Hombres, situado en la calle Baquedano, donde había estado alojada la oficialidad y la marinería del «Blanco Encalada». Parte de este nuevo refuerzo subió a la pampa.
El señor Eastman trabajó con noble afán por la conjuración del conflicto: celebró interesantes conferencias con el señor Guillermo Hardie, presidente de la Asociación Salitrera y con los dirigentes del Comité huelguista, sin llegar a ningún arreglo satisfactorio, no obstante haber ofrecido los salitreros un aumento en el pago de los jornales y el Gobierno otro, hasta dejar tranquilos a los obreros, mientras se terminaba en la Moneda el estudio del problema financiero.
Parece que el Comité huelguista, por un error, desvió el rumbo de las negociaciones. Sin duda alguna que este proceder se inspiró en la desconfianza que al obrero causa el patrón de las salitreras. No hubo avenimiento entre el señor Eastman y el Comité. Esto engendró el decreto que declaró la ciudad en estado de sitio, ordenando la evacuación de la escuela «Santa María». Se ha dicho también que la evacuación se decretó, en vista de que, con la aglomeración de gentes en un lugar no muy vasto como la escuela, la salubridad pública estaba en peligro.
El día 21 de diciembre el intendente envió al general señor Silva Renard, que se encontraba en la plaza revistando las tropas, una orden para que hiciese desalojar la plaza «Montt» y la escuela «Santa María».
El general se marchó a cumplirla, seguido de su Estado Mayor y de los cuerpos de guarnición en Iquique. También lo acompañaban el Gobernador Marítimo y los Comandantes del «Blanco Encalada» y del «Zenteno» señores Jorge Mery y Arturo Wilson.
Una vez en la plaza «Montt”, el general, dirigió a los huelguistas palabras de consejo para que abandonasen la escuela, procediendo de igual manera las personas caracterizadas del séquito del general, pero no obtuvieron nada de los huelguistas, los cuales creyeron que se trataba de hostilizarlos. Ante tan tenaz negativa, emanada sin duda alguna de la defensa de sus derechos, reventaron las balas de las ametralladoras del «Blanco Encalada», manejadas por un guardiamarina del «Zenteno» y las de las tropas que rodeaban la plaza «Montt».
El campo quedó cubierto de sangre humana; la entrada principal quedó interrumpida por una gran barrera de muertos y de agonizantes. El espectáculo era siniestro. Las almas más frías habrían temblado de terror. No pudimos contar el número de los caídos; los rugidos de la muerte escapados de esos pechos destruidos turbaban nuestra cuenta. En todas partes se veían lagunas de sangre en cuyo seno los moribundos se restregaban en la espantosa convulsión del dolor. Levantóse la carpa de un circo que funcionaba en la plaza «Montt», para ver si debajo había alguien. Con cuanto terror la encontramos sembrada de cadáveres, que olfateaban piadosamente algunos sacerdotes para ver si entre ellos se encontraba algún hombre vivo y poder prestarle los auxilios de la religión. Mientras se buscaba a los heridos, algunas personas – tal vez de la policía – bolsiqueaban a los muertos; quitaban de sus chalecos, relojes y cadenas de plata, de sus bolsillos sacaban el dinero e inmediatamente hacían anotaciones en pliegos que súbitamente se habían manchado con la sangre de los muertos. Del interior de la escuela se sacaban los cuerpos de los que habían caído en la refriega y los depositaban en los carretones traídos para este servicio; se registraban todas las salas del establecimiento para ver los cadáveres que habían en ellas. Y era rara la vez que, bajo montones de tablas de las puertas despedazadas por las balas, no se encontrase un individuo arrojando por la boca los intestinos y ofreciéndonos el cuadro más repugnante y espantoso.
Entre los heridos había una brava boliviana con un muslo roto, que penetró a la escuela en los momentos de mayor agitación. Impedida de entrar por la tropa, resistió esta imposición con una actitud heroica, pronunciando estas palabras: Donde está mi marido allí entro yo; donde él muere, allí muero yo. La boliviana, tendida entre los muertos, respiraba dolorosamente; se conocía que su herida la atormentaba, pero que no estaba arrepentida de haber ascendido hasta el altar de su sacrificio: ella estaba satisfecha de haber derramado su sangre al pie del altar de sus convicciones.
Otro huelguista, con un arrojo sin igual, al sentir las balas y al ver que sus compañeros caían, ofreció valientemente su pecho, diciendo: Apuntad, aquí tenéis mi corazón. Las balas penetraron en ese pecho viril y de lo alto de la torrecilla de la escuela rodó ese hombre fuerte, que, con un valor indómito, nos probó, de una manera elocuente, que nuestra raza no está degenerada y que es siempre la raza de titanes que ha dado glorias a la patria.
Ya que hemos tratado de la gran huelga del 21 de diciembre último, consideramos oportuna la ocasión para hacer algunas referencias a las huelgas ocurridas anteriormente en Iquique.
El 4 de junio de 1890, se declaró la primera huelga, que fue promovida por los lancheros. este movimiento fue de terribles consecuencias por cuanto, en Iquique hubo saqueos y fueron atacadas las oficinas salitreras, «Peña Chica», «Mercedes», «Constancia» y «Tres Marías» y la de «San Donato», sufrió el incendio de la casa de la administración y el saqueo de la pulpería.
Las familias de Iquique, tal como lo hicieron el 21 de diciembre, huyeron hacia Arica y las que no pudieron efectuar esta jornada acordaron refugiarse en los buques mercantes, fondeados en este puerto.
Para sofocar la rebelión se mandó de Valparaíso al blindado «Cochrane» conduciendo tropas. Por otra parte, el «Itata» trajo a su bordo al batallón «Esmeralda» de guarnición en Antofagasta.
Esta huelga, que duró hasta el día 10 del citado mes de junio, coincidió con la llegada a Iquique del crucero peruano «Lima», que venía en busca de los despojos mortales de los combatientes que murieron en la guerra de 1879 por el honor del pabellón peruano.
Conjuntamente con el «Lima» hizo su entrada también en la bahía el crucero nacional «Esmeralda» que por disposición suprema se dirigió el mismo día a buscar refuerzos a Arica.
La tranquilidad de Iquique durante estos días no se restableció, sino el 6, fecha en la cual el crucero «Lima», levó anclas y se marchó hacia el Callao, llevando las cenizas de los peruanos muertos en la guerra. Los huelguistas, con su prescindencia de las hostilidades que demostraron los días anteriores, quisieron tributar un homenaje de respeto al Perú. Este hecho infundió gran confianza al comercio y a los bancos, los cuales reabrieron sus puertas; pero muy pronto las cerraron, porque del mineral de Huantajaya se dejó caer sobre Iquique una poblada, compuesta de más de 500 ciudadanos, que celebró un gran meeting frente a la imprenta de EL NACIONAL, al que pedían se hiciese eco de sus pretensiones en sus columnas. En este meeting se lanzaron estruendosos mueras a LA INDUSTRIA y a LA VOZ DE CHILE, diarios que no prestaban apoyo a los huelguistas.
Esta huelga terminó el día 10 del mismo mes y después de la del 21 de diciembre último ha sido la más notable de todas las que han ocurrido.
El 20 de febrero de 1903 se produjo otro movimiento originado por los jornaleros de la ribera; el 15 de marzo del mismo año, los lancheros promovieron otra, pidiendo reformas en las tarifas; el 18 de octubre del mismo, los operarios del ferrocarril salitrero, se declararon en huelga, pidiendo aumento de sueldos. Se les concedió el 20 %; el 19 de diciembre de 1901 se inició otra promovida por los palanqueros del ferrocarril salitrero, por los lancheros y por los jornaleros de la ribera, huelga que fue patrocinada por la Combinación Mancomunal de Obreros, que nació a la vida el 1º de enero del año anterior. No pudiendo apaciguar las autoridades a los rebeldes, les hizo saber que si no reanudaban sus tareas tranquilamente, se les reemplazaría por ciudadanos llamados de otras regiones del país. Entonces vino de Valparaíso el «Cachapoal» trayendo más de quinientos trabajadores que fueron hospedados en el Morro, en las bodegas de los señores Zanelli. Esta huelga terminó el 19 de febrero del año siguiente; el 26 de mayo de 1903 hubo una general, con motivo de la aparición de la peste bubónica; el 19 de abril de 1904 se declararon en huelga los lancheros de la casa Lockett Bros., en virtud de haber sido suspendido de su empleo un compañero suyo. Pidieron la separación del capataz de la cuadrilla y la inmediata restauración de su empleo al jornalero suspendido; el 24 de abril de 1905, se promovió un movimiento originado por los lancheros y los jornaleros de abordo, los cuales pedían aumento de salarios; el 31 de mayo de 1906, se declaró una huelga colosal, promovida por el gremio de carretoneros, la que duró hasta el 13 de junio del mismo año; el 15 de abril de 1907, se declararon en huelga los cocheros de los tranvías del ferrocarril de sangre, quedando paralizado este servicio por varios días.
Como ya lo hemos visto, Iquique ha batido el récord en materia de huelgas.
Hemos dejado anotados los movimientos de más notoriedad que se han producido, desentendiéndonos absolutamente de las muchas huelgas pequeñas que han ocurrido.
Tomado de “La ciudad de Iquique” de Francisco Javier Ovalle, Iquique 1908, página 270