Hay difuntos inolvidables y mi amigo Cayo-Cayo es uno de ellos. De sorpresa, como siempre, la muy cobarde parca se llevó a mi amigo Cayo-Cayo. Dicen que en el sueño, sin embargo, lentamente se había retirado de las calles de Iquique, que no es más que otra forma de comenzar a morir.
Cayo-Cayo se caminaba las calles de Iquique con humildad única. Con manos en los bolsillos de su chaqueta azul, con su paso seguro, franqueaba los hoyos de nuestras veredas y saludaba a cuantos se le cruzaran por su camino. Jamás negó un saludo y menos una sonrisa; esa que le nacía de su más profunda inocencia, la regalaba como un pan a los pobres. Cayo-Cayo tenía el don de la ubicuidad, cualidad sólo permitida a los hombres como él. Estaba siempre donde nuestras miradas lo buscaban: a un lado de la Casa del Deportista o en su trabajo de la calle Orella abajo, al lado del Liceo de Hombres, lavando autos.
Cuando nací, Cayo-Cayo ya andaba recorriendo las veredas de maderas de ese Iquique antiguo, que a veces echamos de menos, como ahora lo echamos de menos a él. Ya andaba dándoselas de «paco» cuadrándosele a medio mundo, puntual y riguroso con la mirada perdida en no sé que inocencia permanente. Ya se le cuadraba a Arturo Prat en la Avenida o nos saluda con ese grito con la boca torcida, imitando quizás un silbato de guardián del orden público.
Hablar con el Cayo era acceder a una entramada red de significados que requerían previa traducción. Para lograrlo la memoria colectiva iquiqueña era la mejor llave. Los coterráneos ligados por un cariño especial al Cayo-Cayo no tardaban en darnos las claves. Ahí supimos entonces la importancia que Huara tenía para él, una especie de Macondo en su universo interior. Huara vivía en su fantasía como una dato más que real. Era su paralelo y su longitud. Su punto cardinal. Cerraba sus ojos, pero no su mirada, y alzaba el vuelo por sus pampas.
Tuve la suerte de invitarlo a mi despedida de soltero. Llegó con su alegría de siempre y con su mirada de niño grande que se sabe cómplice de rituales machistas. Bailó, y hay que decirlo más que por moralismo, para evitar estereotipos, que no bebió, si fumó. Tímido como él solo, habló poco, más notamos que estaba feliz como sólo él sabría estarlo.
Cayo-Cayo en su inocencia no reconocía jerarquías ni cosas por el estilo. Una mañana, al frente de Impuestos Internos, hablando con él, se nos acerca un alto personero de la Zofri. Le presento a Cayo-Cayo, y éste, generoso y amable como buen iquiqueño, le aprieta la mano, y con una candidez repleta de respeto le dice: «Qiubo desgraciao». No había ofensa. Lo que sucedía era que para él no habían corbatas de seda ni ternos que marcaran las diferencias. Todos eramos iguales, aunque fuéramos desgraciados. Se dio la media vuelta y con sus tarros a cuestas desenredó el camino a casa. Cuando fui con Jaime Castro a verlo al hospital lo encontramos inconfundiblemente delgado, pero era el Cayo de siempre. Al vernos nos espetó su «Qiubo desgraciao». Repasamos la amistad, la reescribimos y la encumbramos más allá de la muerte. Sabíamos que se nos iba, como se nos han ido muchos.
Cayo-Cayo nos dejó con una especie de mueca de dolor. Ahora muchas calles estarán más solas, y ya no tendremos a quien saludar con la complicidad que él sabía fabricar. Te debo el último adiós, cayo-cayetano como te decíamos, Mateo por nombre original, Cayo para todos los iquiqueños. Bienvenido a Huara, que, lo sabemos, es tu paraíso.
Tomado de:
Bernardo Guerrero Jiménez
Del Chumbeque a la Zofri. Los aromas de nuestra identidad cultural
Tomo III. Universidad Arturo Prat. Centro de Investigación de la Realidad del Norte. Iquique, Chile, 1999, Pág. 183.