Luchas sociales históricas


Imagen

La Matanza de Ramírez en 1891

Es tal vez la primera matanza de obreros que registra el Norte Grande. El testimonio es elocuente:

Imagen

En el año 1891, fecha de la Revolución en nuestro Chile, estábamos en la Oficina Salitrera Ramírez. El marido de mi madre era jefe de carpintería. Una noche llegaron, de las oficinas del sur, 4000 hombres -obreros y empleados- que iban a Iquique, a pedirle al Intendente que les mandasen víveres porque sus familias estaban careciendo de todo. El hambre ya estaba en sus hogares. Con la llegada de tanta gente, el administrador de la Oficina tuvo temor de saqueos e incendios que antes habían sufrido por una huelga. El pidió al Intendente fuerza militar.

Como a las siete y media de la mañana siguiente, llegó a la Oficina un piquete de Infantería bajo el mando del General Larraín. Los hombres que habían llegado se juntaron en la administración y, batiendo banderas blancas. hicieron notar que sus reclamos no eran de terror. El administrador les dijo que la fuerza militar que había llegado no eran ningún peligro para ellos y que estuviesen tranquilos. Sin embargo, tan pronto como el administrador entró en su casa, la oficina empezó a recibir una lluvia de balas. Cesaron un momento y luego los soldados de casa en casa sacaban a todos los hombres poniéndolos todos en fila frente de la administración.

Al lado nuestro había una señora que el día antes había dado a luz una guagua. Su marido, arrancando de los soldados, se escondió debajo del catre. La pobre mujer tomó la guagua y le decía: ‘Tenga piedad por este ángel. No me lleve a mi marido. El es mi único sostén y no ha venido con la gente de afuera. Es obrero mecánico de la Oficina’. El soldado no entendió y amenazó con matarlo allí mismo. Entonces el pobre hombre tuvo que salir” (Carmona 1992: 15).

Continúa el relato:

Un muchacho de 14 años se fue corriendo donde el General y le suplicaba que no mataran a su padre, que ellos eran varios hermanos. El General no hizo caso y lo hizo salir de su presencia. Entonces el muchacho dijo: ‘Matan a mi padre, me matarán también a mí’, y corrió a la fila. Se abrazó de su padre y así murieron juntos (Carmona 1992: 15).

Y agrega:

Mi mamá llegó a enfermarse de miedo, y preguntaba: ‘¿Cuántos habrán muertos?’. Su marido le decía: ‘Ninguno, esto es nada más que para infundir miedo a los hombres que han venido de otras partes’. Poco minutos después, el administrador mandó a buscar a López, el marido de mi mamá, dándole la orden de utilizar toda la madera que había en ataúdes. ‘No ves’. Poco después salió mi mamá conmigo hacia el taller de carpintería. En ese momento llegó una carreta grande la Oficina, que se llamaba el Huáscar, repleta de muertos. Los vaciaron como salitre. Era la primera vez en mis once años que ví cadáveres y en forma tan desastrosa, con caras llenas de sangre y cráneos hechos pedazos (Carmona 1992: 15).

Esta matanza está cubierta por el olvido.

Bibliografía:
Testimonio de Fe y Vida. Editado por Florrie Snow. Santiago, Chile. 1992


Santa María de Iquique
“Mil novecientos siete, marcó fatalidad, allá al pampino pobre, mataron por matar” (Luis Advis Santa María de Iquique, 1971).

Como un doloroso estigma en nuestra dinámica identidad cultural, los hechos del 21 de diciembre de 1907, están presente en la memoria viva de los iquiqueños.

La escuela Santa María, a pesar del frío monolito que recuerda la matanza, tiene en la historia local su marca indeleble. Invisible en los libros de historia, por un ideológico olvido de la historiografía oficial, los hechos de diciembre de 1907, alcanzaron su mayor resonancia, gracias a la obra del poeta y músico iquiqueño, Luis Advis, y al conjunto Quilapayún que la grabó, en el desaparecido sello Dicap (Discoteca del Cantar Popular).

A partir de ese momento, la historia de la matanza, se universaliza y pasa a constituirse en un clásico de la música comprometida. Pero, también en un hecho histórico. La obra de Advis, viene a llenar el vacío que dejó la historiografía oficial. Años después, en la década de los ochenta, aparecerá la obra del historiador, Eduardo Devés «Los que van a morir te saludan» y del iquiqueño Pedro Bravo Elizondo, «Santa María de Iquique 1907: Documentos para su Historia», (1993) haciendo justicia, en el plano de la historia, a ese incomprensible olvido.
Leoncio Marín, testigo de los hecho, en el libro publicado en 1908, nos da noticias sobre este hecho. Dice:

«En la primera descarga ya se vieron batirse al viento y que caían en mortal desmayo las banderas blancas de los huelguistas pidiendo piedad para sus vidas; pero todo era inútil, las descargas se sucedían una tras otras y poco á poco iban cayendo los abanderados desde la azotea, acribillados á balazos.

El Vice-Presidente del Comité Luis Olea fue un verdadero héroe, pues con una valentía digna de su raza avanzó por entre sus compañeros y descubriéndose el pecho, dijo: ‘Apuntad, General, aquí está también mi sangre’. Después no se le vio más ignorándose la suerte que haya corrido ese valiente obrero.

Concluyó el fuego, La obra estaba consumada. En el campo quedaron trescientos muertos lo menos, y quinientos heridos, término medio.

A las puertas del Colegio Santa María una piña de doscientos seres humanos, unos muertos y otros moribundos, interceptaba el paso. Los cuerpos estaban unos sobre otros oyéndose agonizantes quejidos que partían el alma, que destrozaban el corazón.

Fragmentos de cristianos por acá, alaridos de angustia por allá. El cuadro era aterrador y el Campo de Agramante se destacaba gigante y severo, pero con toda la majestad de esta acepción; al contemplarlo las carnes tiritaban, el espíritu flaqueaba.

La Carpa del Circo y demás sitios de la plaza constituían el cementerio de la batalla, si es que así pueda llamarse á esa cobarde matanza» (Marín 1908: 27).

Por su parte Pedro Bravo Elizondo, reconstruye en base a materiales históricos, los pasajes más dramáticos de la matanza. Rescata el testimonio directo de don Nicolás Palacio. Cito:

«La batalla. Llamo así la acción que en el menor número de palabras posible voy a referir, porque la batalla se la llamó ese día y aún sigue llamándosela hasta hoy, y como una victoria guerrera se la celebró en los clubes chileno e inglés, bebiendo abundante champaña por el éxito de la jornada» (Bravo 1993: 61).

En relación directa a lo acontecido la tarde del 21 de diciembre, Palacios agrega:

«En el balcón central del edificio permanecían de pie, serenos, unos treinta hombres en la plenitud de la vida, cobijados por una gran bandera chilena y rodeados de otras diferentes naciones.

Era el Comité de los huelguistas, eran los cabecillas, los condenados a muerte desde el día antes. Todas las miradas estaban fijas en ellos, hacia ellos se dirigían todas las bocas de fuego. De pie, serenos, recibieron la descarga. Como heridos del rayo, cayeron todos, y sobre ellos se desplomó la gran bandera» (Bravo 1993: 61).

Palacios pensó que con esas muertes, el asunto había concluido, pero:

«El fuego graneado que de todas partes siguió a la descarga cerrada fue tan vivo como el de una gran batalla. Las ametralladoras (servidas sólo por individuos de tropa) producían un ruido de trueno ensordecedor y continuado. Hubo un momento de silencio, mientras se modificaba el alza de las ametralladoras bajándola en dirección al vestíbulo y patio del edificio, ocupados por una masa compacta e hirviente de hombres que rebasaban la plaza y demás de cuarenta metros de espesor, y luego el trueno continuó» (Bravo 1993: 61).

Continúa relatando Nicolás Palacios:

«La fusilería entretanto disparaba sobre el pueblo asilado en las carpas de la plazas y a los que huían desalentados del centro del combate. Entre los espectadores que me rodeaban oí las más enérgicas interjecciones del castellano; vi a muchos llevarse el pañuelo a los ojos, y a don Carlos Otero, secretario de la Combinación Salitrera, caer presa de un síncope» (Bravo 1993: 62).

Y como si lo anterior fuera poco:

«Callaron las ametralladoras y los fusiles, para dar lugar a que la infantería penetrase por las puertas laterales de la Escuela descargando sus armas sobre los grupos aterrados de hombres y mujeres que huían en todas direcciones» (Bravo 1993: 61).

Terminada la masacre los huelguistas, junto a sus mujeres e hijos, huyeron en dirección al Hipódromo. Uno de ellos:

«Trató de desviar el camino y dando traspiés agónicos, se apartaba a un lado del camino, cuando fue visto por un soldado de la caballería, quien enristrando su lanza con banderola chilena, corrió hacia él y se la hundió en las espaldas» (Bravo 1993: 61).

La cantidad de masacrados en los hechos del 21 de diciembre de 1907, es difícil de precisarlo. Advis, en su obra La Cantata…, habla de tres mil seiscientos. Palacios, la hace fluctuar entre mil cuatrocientos a ciento treinta. Devés lo sitúa en los quinientos sesenta.

En todo caso, e independiente de la cantidad de muertos, los hechos de la Santa María, ocupan un lugar casi central en nuestra identidad cultural. Al margen de los libros de historia, la tradición oral se encargó, de socializar este hecho. Leyendas sobre los muertos que penan en la Escuela Santa María, el río de sangre que bañó la calle Barros Arana, el antepasado nuestro que se salvó de la metralla, constituyen, entre tantos otros hechos, la memoria viva de lo que allí sucedió.

No obstante lo anterior, es mérito del iquiqueño Luis Advis, como ya lo dijimos el haber puesto, en la mesa de la historia este hecho. El impacto que La Cantata provocó en la sociedad chilena, es imborrable. Iquique, la asumió como un nuevo himno de la ciudad, trágico, pero inconfundiblemente arraigado en nuestra identidad de pueblo que buscaba un futuro mejor.

El testimonio literario

Por otro lado, y ante el olvido sistemático de la historia oficial, la literatura se preocupó, en base sus propias claves de narrar el hecho. El iquiqueño González Zenteno, radiografiando la situación de la ciudad, a principios de siglo manifiesta:

«Los comienzos del siglo XX no fueron propicios para el norte. El malestar cundía como una epidemia. Muchos barcos anclados en los puertos, mucha frivolidad y corrupción, mucha miseria. Encontrados intereses se disputaban la hegemonía del nitrato.
Capitalistas chilenos, peruanos, bolivianos, ingleses, franceses, suizos, norteamericanos, pugnaban por implantar su predominio. Y el signo monetario desvalorizándose vertiginosamente. La matanza de 1907 no se hizo esperar. Los obreros, que bajaron desde la pampa al puerto, reclamando airados una moneda estable, recibieron abrumadoras raciones de metralla» (González 1956:32).

Uno de sus personajes, la Timona, en su novela Los Pampinos, muestra en su cuerpo, la señales de la matanza:

«Se desgarró -la Timona- la blusa y mostró sus pechos morenos.

-Mirad: esta es la herencia de la Escuela Santa María. Cicatrices. ¿Hechas por quién? Por ellos, por los bárbaros, que se llenan la boca con el honor y el patriotismo» (González 1956: 111).

En la novela de Nicomedes Guzmán, La luz viene del mar, Ceferino López, recuerda así la matanza:

«El crimen se llevó a cabo casi en media tarde. Los hombres sabiendo que se les engañaba, exasperándolos a fuerza de esperas inútiles, declararon su voluntad inamovible de no abandonar la escuela…Entonces, comenzó el tiroteo… Los fusileros de «La Esmeralda», obedeciendo las órdenes superiores, echaron por tierra a cientos de hombres… Fue una matanza impiadosa, que nuestra historia no registra, por lo feroz, seguramente… La historia no hace comúnmente sino elogiar la acción militar… Registrar una cosa tan espantosa como la que les cuento es ir en contra de las costumbres y negar todos los obligados elogios… Se dice que murieron más de dos mil obreros… ¡Sangre que nos pertenece derramada friamente!… ¿Estábamos sin defensa, no podíamos hacerles frente!…¡Lo de siempre!… La sentencia bíblica de ganar el pan con el sudor de la frente se ha cumplido en Chile mediante heroísmo mojados con sangre… Ustedes, compañeros, vieron recién la vieja tumba… Allí están los huesos de nuestros camaradas. Yo conocí a muchos de ellos… Pueden haber sido diez, cien, mil o más… La cantidad no cuenta, sino el hecho… ¿Esto es: lo tremendo es el hecho!…» (Guzmán 1963: 203).

Para saber más: www.memorianortina.cl


La matanza de la Coruña
Imagen La matanza de La Coruña ocurrió los primeros días de junio del año 1925 en el Cantón Sur, en el Alto de San Antonio. Los obreros organizados decidieron ir una vez más a la huelga para satisfacer sus demandas. Había en toda la región de Tarapacá un movimiento huelguístico. De hecho en Marzo y Abril los obreros ferroviarios, marítimos y salitreros estuvieron en huelga. Las peticiones eran entre otras: aumento de salarios, jornada laboral de ocho horas, el pago de horas extras y el reconocimiento de la organización sindical, etc.
Los hechos ocurridos en La Coruña son relatados por el escritor iquiqueño Luis González Zenteno en la novela Los Pampinos. La narración coincide en su mayoría con lo que entrega la historiografía, como por ejemplo la de Alberto Harambour (1998: 183). He aquí el relato:

La situación no podía ser más crítica. Estaban condenados a entregarse o morir. Pero la entrega era también la muerte.

– Por mi- declaró Garrido, succionando ávidamente la colilla del cigarro que se quemaba entre sus dedos-, podría ir y decirles: “Aquí estoy. No tengo miedo. ¿He delinquido? Pago. Pago”.

– Esa no es la solución -objetó Jaime Bravo.

– ¿Por qué -inquirió él, disparando el pucho por encima de la gente-. ¿No soy acaso el jefe de la insurrección, el Comisario del Soviet? Aquí está “El Nacional” de ayer. Impónganse. -Y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones un diario arrugado.- Es la última palabra. “Montado en un caballo blanco -leyó-, botas de montar, traje de terciopelo negro y gorro de astracán rojo, es el amo de la oficina. Dos pistolas al cinto respaldan sus órdenes. Al que no obedece, bala con él. Así mató al pulpero señor Luis Cervera, distinguido miembro de la colectividad española, y así hirió gravemente al Agente Viajero señor Pedro Olivares”. ¿Qué tal?

Y prosigue:

Sus interlocutores callaban.

-Yo- prosiguió él, planeé el levantamiento no sólo de esta oficina sino de todas. ¿Con qué fin? Soy tan imbécil que estoy convencido que se puede derrotar al ejército, a la marina, a la aviación, socializar las salitreras e implantar nuestro propio sistema de gobierno. ¡no, no! ¡Basta de pamplinas! ¡Basta!

Después de consultar al pueblo, Garrido le propuso el plan:

A unos doscientos metros de distancia de la usina, mirando hacia el Alto de San Antonio, cavarían una zanja circular de un metro de hondura donde se apostarían brigadas suicidas. Esta zanja, en lo posible debería estar comunicada con una construcción sólida, la Casa de Fuerza o el depósito de las chancadoras, por ejemplo, para los efectos del abastecimiento. Los hombres, provistos de fusiles y revólveres, se apostarían en la cima de los ripios, parapetados tras las tolvas de fierro y desde ahí vigilarían el avance de las tropas y obstaculizaría sus maniobras.

El ambiente preparatorio era intenso:

El vértigo de la actividad poseía a los obreros. Sonaban los chuzos, las palas, las picotas, los combos, los martillos; ardían las fraguas, se quejaban los yunques, chirriaban las zorras cargadas de materiales. El concierto del trabajo elevaba su ruda sinfonía, su acelerado palpitar de corazones y de voluntades.

A lo lejos se divisa que viene gente:

La multitud avanzaba lentamente, envuelta en una nube de tierra. Niños gimoteantes, mujeres asustadas, hombres intranquilos y maltrechos, abuelos derrengados, de piernas envardas, que oteaban ansiosos un lugar de descanso; humanidad triste, desalentada, hambrienta que conducía en parihuleas improvisadas cuatro o cinco heridos, y en carretillas o al hombro su mísero ajuar.

Era gente que venía huyendo de la represión militar en otra oficina. Se atropellaban entre si para relatar los horrores vividos.
– A mi marido lo molieron a culatazos. ¡Jesús! -tartamudeaba otra, masticando su llanto y su saliva.

Luis Garrido el líder de los obreros habló y provocó en los obreros un natural afán de venganza. Pero fue interrumpido:

… empezaron a tronar los cañones de la cureñas apostadas en un lugar impreciso del Alto de San Antonio.

Y los proyectiles pasaban zumbando sobre la usina, para ir a reventar a unos centenares de metros de las canchas de salitre.

Los obreros bajo la dirección de Luis Garrido:

Desde la cima de los ripios, los hombres gatillaban sus armas hacia la pampa abierta como una inmensa palma rugosa, surcada de cicatrices, y el negro humo de la pólvora ascendía grácil por sobre la planta, remedando acaso los días cercanos de actividad y trabajo productivo, en que al conjuro de las calderas temblaban los mederámenes, zumbaban las poleas, hervían los cachuchos y trepidaban los chanchos de pesada mandíbulas.

El combate, era por cierto, desigual. Garrido adivinaba lo que venía. Tenía: Tensos los músculos, enarcadas las cejas y fieras las pupilas, seguía desde el remate del botadero el desarrollo de los acontecimientos.

Entonces:

Una granada estalló medio a medio de los fosos e hizo saltar los cuerpos destrozados que pirutearon en el aire, para rodar en confuso revoltijo de sangre y vísceras, imprecaciones y lamentos.

Las explosiones y el ruido de la metralla hizo el resto:

Fue suficiente. El pánico largo tiempo contenido abrió sus esclusas y movilizó a la gente hacia las calicheras. Huían desatentados, volviendo de vez en cuando la cabeza y escuchando el mordiente bramido de la metralla, como una jauría rabiosa en sus talones.

Por parte del Ejército el Capitán Mella reflexionaba:

… estos rotos, no hay que darle vuelta, querían manducarse a la patria. Tanto le han predicado que el maximalismo es la solución de sus problemas, que se tiraron el salto… El que no respeta su terruño y su bandera, no merece vivir.

Garrido y los suyos también pensaban:

Desgraciadamente, las leyes no la hacen los pobres sino los ricos. Y es lógico que los ricos consideren inviolables sus intereses.

El combate tuvo el desenlace esperado. Garrido y sus compañeros fueron tomados prisioneros. La pluma de Luis González Zenteno describe así los últimos momentos:
Pasada la medianoche, un pelotón los sacó de la cuadra donde habían permanecidos amontonados para protegerse del frío, los amarró con fuertes ligaduras de las muñecas, y los empujó a la calle.

Luis Garrido recordó las tardes de fiestas, aspiró el olor de la noche pampina. Recordó a la Timona, su mujer y compañera.

Entonces sucedió la matanza:

Una descarga cerrada los hizo tambalear. Los proyectiles perforaban sus carnes como lancetas de acero.
-¡Asesinos! ¡Ase…!
-¡Ah! ¡Ah! ¡Ahhh!
Las ráfagas de metralla continuaban cayendo sobre los cuerpos arracimados, que pugnaban en vano por levantarse y escapar.

El fuego graneado y los bayonetazos, guillotinaron sus lamentos.

En el pueblo cercano un concierto de perros espantados elevaba al cielo las góticas catedrales de sus alaridos.

Luis Alberto Acuña, escribe un breve cuento que se llama Adiós a La Coruña. En él, relata los hechos a través de un obrero que se ve envuelto en los hechos sin querer. Llega de visita a la casa de su compadre, un dirigente obrero. Es detenido junto a otros pampinos y conducido de mañana hacia las afueras de la oficina. Nada teme. El es un «apolítico». Pero, a medida que van caminando, va pensando:

No sé por que los demás van callados y tristes, Nada nos puede pasar. Los soldados dijeron que, lejos, nos esperaban los camiones para llevarnos a Iquique. Allá nos van a meter presos, claro está, pero nada más. Y a mi me han de soltar en cuanto logre hablar con el juez y le explique. O quizás me larguen antes de meternos en los camiones; apenas yo le cuente al teniente. Aunque éste, no me dejó ni acercarme a él. ¿Qué tengo yo que ver con el lío? Estuve de visita en casa del compadre; lo acompañé una vez al sindicato, el día antes de la revuelta. Pero, no he hecho nada. Absolutamente nada (Acuña 1976; 93).

Para finalizar

Las mujeres parecían las cuentas de un rosario, agrupadas quejosas viendo partir a sus hombres, y rezando todo el tiempo. ¡Por qué tendrán miedo! ¿De a dónde habrán sacado que nos llevan a la pampa para matarnos lejos de La Coruña? Eso no lo pueden hacer. Menos a mi, que no he hecho nada.

Los seis soldados nos dicen que nos detengamos. Ya está empezando a amanecer” (Acuña, 1976; 94).

Otro testigo cuenta:

Nos refería un pariente cercano que el 5 de junio de 1925 le tocó estar con los brazos arriba contra la muralla de la corrida de casas del campamento, esa mañana tenebrosa. El lapso que debieron soportar en esa posición fue muy largo, porque desde la llegada de las tropas los tuvieron atrapados sin poder moverse. Lo peor de la espera era sospechar el baleo y soportar el suspenso en esa posición. Sabían, sin embargo, que era imposible que murieran todos a la primera ráfaga. Por lo mismo, como una especie de acuerdo muduo, en cuanto sonaran los primeros estampidos, todos tendrían que huir a la desbandada. Y así sucedió, pero después de soportar interminablemente la espera, cuando las piernas ya no se sostenían. El consiguió salvarse porque era conocedor de la pampa y dominaba esos senderos que se forman entre los rajos y las quebradas. Además, sospechó que si se le ocurría arrancar hacia la Oficina resurrección o hacia San Lorenzo, que eran las más cercanas, lo cazarían igual. Mientras se escabullía por las hondonadas empezó a escuchar los estampidos de las balas de las cureñas, porque los cazaban en las calicheras indefensos. Entonces acuñaron la frase «a palomear rotos». El soportó tres días de pampa antes de atreverse a endilgar su rumbo a otra parte. Las versiones (porque no hay una sola versión) que dan los diarios de la época difieren en todo: en las causas, en la secuencia de los hechos y -en lo menos importantes por supuesto – en la cantidad de muertos, es decir, de rotos palomeados (Bahamonde 1973: 88).

Este testigo que Bahamonde cita permite al decir de Agamben «tiene la vocación de la memoria, no puede no recordar» (2009:26).

Bibliografía:

  • Acuña, Luis “Adiós a La Coruña”. En: La Noche Larga. Ediciones Conosur. Santiago. 1967
  • Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Pre-textos. Valencia, España
  • Bahamonde, Mario. Pampinos y salitreros. Nosotros los chilenos Nº 46. Julio de 1973. Editorial Quimantú. Santiago, Chile
  • Comber, Biddy Forstall. Crepúsculo en un balcón. Ingleses y la pampa salitrera. Centro de Investigaciones Diego Barros Arana. Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos. Editorial Universitaria. Santiago, 2014.
  • González Zenteno, Luis. Los Pampinos. Editorial Prensa Latinoamericana. Santiago. 1956
  • .Harambour, Alberto. “Ya no con las manos vacías (Huelga y sangre obrera en el Alto de San Antonio. Los Sucesos de La Coruña. Junio de 1925”. En: A 90 años de los sucesos de la Escuela Santa María de Iquique. Universidad Arturo Prat; Lom; Dibam; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana. Santiago. Chile. 1998 pp 183-192.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *