Las Minas de Tarapacá

Las Minas de Tarapaca (Huantajaya)

Casi doscientos años antes del arribo de los incas, ya funcionaban las Minas de Tarapaca. Su mismo nombre es indicio de su origen aymara. Paradójicamente, aunque el topónimo Huantajaya llegó a conocerse en época tardía, resulta ser más remoto y tiene visos de ser puquina, la lengua de los pescadores ancestrales. En la disyuntiva de si los pescadores del litoral iquiqueño practicaran o no minería argentífera, es presumible, al menos, que le asignaron nombre a un cerro cercano y objeto de su veneración. Pero, el apelativo quedó desplazado por el de Tarapaca. A su vez, los españoles lo homologarán con tilde agudo: Tarapacá.

A principios del siglo 18, gracias al indígena Cucumate (a nuestro entender, camanchaca) se restableció y perpetuó el topónimo primigenio Huantajaya. Y no sólo eso, sino que además se pudo reubicar el mineral y dar paso a su reactivación, al cabo de más de 100 años de letargo.

Actualmente la ubicación del yacimiento corresponde a la comuna de Alto Hospicio y se localiza físicamente casi frente y al norte de la localidad homónima, y a unos 11 kilómetros lineales al este de Iquique. En virtud de su alta trascendencia, fue declarado Monumento Nacional en la categoría de Monumento Histórico, con fecha 12 de agosto de 2020.

Exploración toponímica

Las alternativas que se han planteado respecto al origen y significado del término Huantajaya recurren invariablemente a las lenguas aymara y quechua como fuente. Nuestra propuesta es que proviene del puquina y se expresa de la siguiente forma:

Huantajaya derivaría de la forma original Huantaca-caya, la que se compone de Huantaca, el cerro ubicado en la serranía costera interior; y caya, que en lengua puquina significa hijo; es decir, significaría: “hijo de Huantaca”, lo que se justificaría porque alude al hecho que el cerro Huantajaya (1.192 metros) es de menor altura que el Huantaca (1.300 metros). Entre ambos media una distancia de 15 kilómetros.

Una apreciación análoga, aunque sin atribuirle relación alguna con la lengua puquina, es la que planteó historiador Ernesto Greve. Partiendo de la base de que “en las cercanías de Guantajaya se encuentra otra cumbre un poco más elevada y que lleva el nombre Guantaca” y de que en quichua la presencia del sufijo ya implica diminutivo, concluye que la fórmula sería “Guantaca-ya; o sea Guantaca Chico”(Greve 1937:108).

Procede aclarar que el cerro Huantaca propiamente tal (del que estamos hablando) está situado en latitud 20°12’ Sur, hacia la vera oriente de la Ruta 154. Como referencia práctica, digamos que está alineado en sentido este-oeste con Punta Negra, pero a unos 12 kilómetros de la costa. Desde el tiempo republicano peruano y hasta el siglo pasado se denominó Huantaca al cerro conocido hoy como Esmeralda, cuya latitud es 20°13’ Sur y su longitud 70°8’ Oeste.

Reiterando que se trata de una voz puquina, vislumbramos que Huantaca deriva de un topónimo que primitivamente pudo ser Huantique. Similar razonamiento sostenemos para manifestar que el vocablo Arica proviene de Arique, igualmente de raíz puquina.

Por otra parte, sostenemos que el nombre Minas de Tarapacá no es realmente una réplica del pueblo ancestral, como lo supuso el conquistador-cronista Pedro Pizarro, tanto por considerar que son voces homónimas, como por su cercanía: 12 leguas, casi 70 kilómetros (Pizarro, 1944:156). Nuestra apuesta es que está dado en función del influjo onomástico del cerro costero homónimo que se alza sobre Alto Molle, a sólo 10 kilómetros del mineral.

Respecto del apelativo de la mencionada localidad precordillerana, es posible que a su vez tenga origen en otro cerro Tarapacá, pero precordillerano: la más elevada (2.800 metros) de un grupo de montañas prácticamente desconocidas que está situado al sur de la quebrada. No hay que olvidar que el original pueblo prehispánico Tarapacá Viejo estaba emplazado en la ribera opuesta a la que actualmente ocupa.

Dicho cerro Tarapacá tiene vestigios arqueológicos perceptibles. A través de Google Earth es posible detectar que en su cumbre subsisten estructuras atribuibles a un santuario de altura (19°56’27’’ Sur/69°27’06’’). Hay a 1.706 metros un petroglifo que pareciera representar a un hombre y una mujer (19°56’07’’/69°29’28’’) y otras figuras  indescifrables para nosotros ubicadas en 19°57’15’’ Sur/69°28’56’’ Oeste, y en 19°59’42’’ Sur/69°25’20’’.

Abriendo una nueva arista sobre la identidad de las Minas de Tarapacá, reparamos que está registrada una denominación paralela formulada en 1561 por el curaca de Pica, Juan Amastaca, quien las designa como “minas de Hiquehique” (Choque y Díaz 2022). Sobre este particular, hay que considerar que los aymaras piqueños tenían conocimiento de las Minas de Tarapacá con anterioridad a la llegada de los conquistadores y también entendían mejor que nadie que la caleta de Bajo Molle se identificaba en lengua puquina como Ique-Ique, ya antes de la propia colonización aymara. Junto con rescatar el topónimo primordial, Amastaca confirma el estrecho vínculo existente entre la entidad costera y el yacimiento.

En el mismo año 1561, el encomendero Lucas Martínez Vegaso, que catorce años antes se había referido varias veces a la caleta de Bajo Molle como Puerto de Tarapacá, utiliza ahora la variante Hique-hique (Glave y Díaz 2019:24). En otras palabras, el promontorio costero constituyó un foco de irradiación toponímica para el entorno, en sus respectivas acepciones de Ique-Ique y Tarapaca.

De todos modos, nos queda latiendo la sospecha de que Amastaca fuese camanchaca, presunción tal vez no muy aventurada, ya que en la composición social e interétnica del oasis no hubo solamente aymaras, sino también un segmento camanchaca que incluso posicionó curacas (caciques). Desde una mirada patronímica, Amastaca pareciera emparentarse con Astaca-Estaca-Istaca, probables derivaciones de Estique, “valle a 14 leguas del pueblo de Tacna”, como reza un documento de 1594 (Hidalgo 2004:548). Nótese que Estique lleva el radical puquina ique.

Nos permitimos la precedente digresión inducidos por el curioso cuadro de interrelaciones, confluencias y cruces que registra la toponimia del extremo sur del Perú antiguo. Detalles o insumos que se tornan fundamentos y llegan a configurar contexto.

Un subsuelo durísimo

Desde el punto de vista geológico, el yacimiento corresponde a la Formación Huantajaya, generada en el Jurásico Medio Superior (hace unos 200 millones de años) en base a secuencias sedimentarias marinas litorales. Las especies metálicas se encuentran adheridas a sustancias que estuvieron sumergidas, como sodio, magnesio, cloro, yodo y bromo. La sal se halla en grandes cantidades en las vetas de Huantajaya y también en la superficie de las rocas eruptivas de su entorno.

Otra manifestación del origen marino está en su espesor o profundidad promedio, que es de unos 1.000 metros. Asimismo, se detectan varas capas de concreciones calcáreas fosilíferas que contienen vestigios de las especies marinas ammonoídeos y ammonites (Orrego 1887:24). Y también se han hallado conchas marinas casi en la cima del cerro Huantajaya (Basadre 1884:32).

El subsuelo del yacimiento mineral tiene una compleja y hasta caótica composición estratigráfica, ya que se estructuran secuencias de capas de piedra y otros materiales que se tornan barreras infranqueables, como los “chorros”, “padrones” y “chamarucos”. Famoso por mucho tiempo fue el impenetrable “Chorro Padrón” o “Choque Padrón”. Y más célebre aún el “Padrastro”, al que José Basilio de la Fuente logró abatir a fuerza de pólvora para arrebatarle el cuantioso tesoro mineral que escondía. En suma, las vetas se obstinan en discurrir de forma caprichosa, anárquica; o en embozarse bajo densos mantos de tierra, arena o piedra.

A pesar de su dureza, los mantos estratigráficos no son enteramente compactos, ya que los infiltran escurrimientos procedentes del lago fósil subterráneo que fluye desde la Pampa del Tamarugal y así es como en Huantajaya, a 300 metros de profundidad, se chapotea agua.

Escenario natural

La crónica histórica centraliza el yacimiento argentífero Huantajaya, focalizándolo en tres puntos fundamentales: Cerro San Agustín, Cerro San Simón y El Hundimiento. De acuerdo a la descripción que hace Antonio O’Brien (1765), los dos primeros están situados “en un alto bastante espacioso rodeado de diferentes quebradas pequeñas por donde se sube a él, está lleno de muchas, y ricas vetas de plata” (O’Brien 1765: foja 16 v. En Hidalgo 2004:24). Podría calcularse que se encuentran separados por un kilómetro de distancia. En términos orográficos, por Huantajaya se entiende el cerro que los españoles llamaron San Agustín y que se distingue por su silueta cónica.

En cuanto al Hundimiento, se trata de una profunda hondonada en declive que abre su boca en la llanura, al pie del cerro San Agustín y a poco más de un kilómetro de San Simón (O’Brien 1765: foja 18 v. En Hidalgo 2004:24). Una falla geológica tiene que haber abierto esa profunda grieta en plena superficie de la pampa.

El San Agustín y el San Simón constituyen un selecto elenco en medio de encumbrados cerros coronados desde lo alto por estacionarias nubes costeras. Forman parte de un distrito mineral de vasta extensión. Bien temprano (1571), el encomendero de Tacna, cronista y minero en Huantajaya, Pedro Pizarro, graficó un perímetro conformado por “tantos veneros a manera de vetas en diez leguas alrededor de lo que se ha visto, como venas tiene una hoja de col, y en todas partes que cavan sacan metal de plata, uno más rico que otro” (P. Pizarro 1944:156).

No sin razón se les designó, en plural, como “Minas de Tarapacá”.

Minería y religión

Uno de los rasgos esenciales de la cosmovisión inca es la intrínseca relación entre religión y minería. Esta estaba no sólo íntimamente relacionada, sino también asimilada por la religión e incluso supervisada por las autoridades del culto.

A la llegada de los españoles al Cuzco, había un sumo sacerdote (huillac umu) quien, además de sus funciones religiosas, tenía la facultad de destinar “a los indios que van a las minas de plata a adorar los cerros o minas pidiéndoles metal” (Calancha 1976:82). Obviamente que en cada provincia minera había una autoridad que cumplía similar función.

Cuando se descubría una mina, se la ofrecían al dios Wiracocha y a las huacas. Seguidamente la ponían a disposición del Inca (citado por Bouysse 2004:66). Este era dueño de todos los minerales, salvo de aquellos de calidad superlativa que se reservaban al Sol, aunque igualmente le correspondía administrarlos. A la gente común sólo le estaba permitido el acceso a las canteras y depósitos de tierras de color.

Cada vez que los grupos de trabajo se dirigían a la mina, lo hacían a modo de peregrinaje y al marchar nombraban y reverenciaban, pronunciando como letanía, los nombres de las respectivas huacas de los cerros que iban encontrando a su paso (Calancha 1976:167), práctica ritual que traducía la relación del pasado con el presente, configurando conciencia e identidad histórica.

En consecuencia, el recorrido por la vía real de Calaumañan entre el centro administrativo que era la aldea de Tarapaca y el mineral debió considerar determinados trechos en que se hacían pausas o descansos para realizar libaciones y/u ofrendas de coca masticada. Igualmente, reverenciaban cada hito que iba apareciendo, como las apachetas, wakas, geoglifos, cuevas, roqueríos salientes, etc., configurando la realidad simbólica de un paisaje religioso.

En lo fundamental, no obstante, las minas y los cerros que contenían riquezas minerales relevantes eran huaca; es decir, un espacio sagrado, una fuerza inmanente poderosa y entre las muchas acepciones que abarcaba este término (lugar sagrado, sepultura, tesoro bajo tierra, etc.), la más caracterizada en minería estaba representada por tres piedras de elevada riqueza mineral.

En muchos casos, la huaca transmitía su nombre al cerro mineral. Una variante es que se le nominara mediante la noción de koya, que designa tanto el agujero donde se sembraban la papa y el maíz, como el socavón del que extraía el metal. De igual modo, significaba a la reina, la esposa del Inca, en cuyas entrañas crece el hijo tanto del Sol como de la Luna (Alvarez 1998:75). Un concepto quichua polisémico y, por ende, pleno de sentido.

Las koyas podían vetar la entrada a los cerros, si el que buscaba los minerales no los aplacaba con su acullicu (porción de coca masticada). Más importante quizás es que l a ofrenda surtía el efecto de ablandar las rocas. Y se hacía en la bocamina y en todo lugar peligrososo del socavón (Alvarez 1998:351).

De modo similar, los guayradores o encargados de hacer funcionar los hornos portátiles conocidos como huayra, antes de emprender su trabajo,le brindaban una ofrenda consistente en coca o un feto de llama o de cuy.

Los minerales de más alto prestigio guardaban dos tipos de huaca: una consistente en una piedra de metal calificado que instalaban en la cumbre del cerro; y otra en el interior de la mina (Alvarez 1998:74). También se daba la ubicación de huacas de piedras en los cerros colindantes, de manera tal que se conformaba un elenco sacralizado. Muchos de los demás cerros vecinos contenían minas puruma (inexplotadas).

La bocamina (punku) era la puerta de entrada a un espacio sagrado. En ese umbral se constituía el punkucamayoc, quien era mucho más que un portero o guardián, ya que cumplía roles como confesor de los mineros, formulaba oráculos y, además sanaba las enfermedades, por conocer las virtudes de las plantas (Capoche 1959:24).

A todo esto, lo que encomiaba el estatus de la bocamina era el hecho de atesorar un acopio de papas (piedras minerales) de tamaño y calidad metálica selectos, en la inteligencia de que, como madres y fecundas, garantizarían futuros hallazgos. Dicho reservorio recibía igualmente el nombre de huasi (casa, en quechua) y era nada menos que el aposento donde moraba la huaca del cerro y de la mina o, para ser más exactos, la huaca interior.

Las ofrendas de coca se repetían al iniciar el trabajo de extracción, en la creencia que así era posible también precaverse de accidentes en los túneles y, sobre todo, en los profundos y oscuros piques.  Baste considerar el riesgo que asumían al bajar y subir, precariamente alumbrados por una vela de grasa, por el endeble andamiaje de estacas de madera incrustadas en las paredes de las galerías.

El aura sagrada de la plata

A continuación, nos proponemos el ejercicio de discernir la categoría de yacimiento que constituían las Minas de Tarapaca (Huantajaya), a la luz de referentes conceptuales y contenidos cosmovisionarios incas que aparecen en textos coloniales y que constituyen un inmejorable antecedente para conocer acerca de lo que fue este mineral en tiempos prehispanos y también posteriores.

Y esto adquiere mayor relevancia si consideramos que se da dentro de un contexto de escasísima información acerca de una región tan marginal como la nuestra. Marginal desde el punto de vista geográfico y también desde el político-económico, ya sea en el marco del Tawantinsuyo, como después en el Virreinato del Perú.

De acuerdo a sus méritos mineralógicos, los yacimientos estaban clasificados en tres categorías correlativas, basadas en un criterio definido por el grado de riqueza de su metal: Mina del Sol, Mina del Inca y Mina de la Gente o de la comunidad.

Genéricamente el metal que calificaba con rangos aventajados era la plata nativa o blanca; es decir, aquella que se encuentra en forma metálica, casi pura, con alguna envoltura ligera o como aleación natural. Los cronistas españoles dirán que “se cortaba a cincel”. Se comentaba que la plata de Porco (el segundo mineral peruano más importante después de Potosí) bastaba con entresacarla de la piedra y labrarla sin tratamiento metalúrgico alguno. Con material de Porco se hicieron planchas para las andas del Inca y para forrar las paredes del trascendente templo de Coricancha.

Pese a todas estas cualidades, Porco no calificaba más que como Mina del Inca, reputación que también alcanzaban minerales argentíferos como Berenguela, Huamanga, Huanuco y Chuquiago, por ejemplo (Ocaña 1969:184). El mineral de Tarapacá, en cambio, contenía una mina del sol. Esto sin contar la indiscutible calidad promedio de sus minas. La experiencia de Pedro Pizarro de haber explotado un sitio en las Minas de Tarapacá, le otorga autoridad para ponderarlas, al expresar que de su mina él sacó “pedazos de piedra a manera de adobes de plata blanca que subía de la ley” y subraya que “se ha sacado plata blanca acendrada, y aun quieren decir que tiene quilates de oro” (P.Pizarro 1944:156).

Es que la luz o brillo mineral se entendía como manifestación de magnificencia, digno tributo para las divinidades y para adorno del Inca, a la vez que se reputaba como poder fecundante, como fuerza animadora (Albornoz 1989:165).

Después de la plata nativa, se ubicaba la tacana, muy apreciada por su color blanco y apropiada ley para ser fundida en las huayras. Su nombre deriva del verbo quechua tacani (golpear), ya que bastaba con el empleo de mazos o martillos para descascararla de envolturas desechables y dejarla lista para ser trabajada.

A todo esto, se impone referirnos al concepto papa, atingente de manera particular al universo mineralógico de Huantajaya, en razón de que se extrajo gran cantidad de estas piezas destacables por su tamaño y el peso inherente que se traducía material y simbólicamente en calidad excepcional: un prodigio de la naturaleza. Se las encontraba a nivel casi superficial.

El nombre obedecía a su forma análoga al tubérculo. Para graficar el concepto papa, nada más atingente que la descripción del citado Pedro Pizarro: “unas papas redondas como bolas que estos indios llaman papas (…) sueltas entre la tierra, de peso de doscientos pesos, de trescientos a quinientos, y de arroba y de dos arrobas, y aconteció hallar papa que pesaba un quintal” (Pizarr0 1944: 156). Como para no creerlo: una arroba equivale a 11 kilos y medio y equivale a la cuarta parte de un quintal.

Refiriéndose al estándar de las Minas de Tarapacá, en 1563 el cronista Fernando de Santillán las reconoce entre las más ricas del Perú, incluso superando a Potosí, pero indica que su rendimiento es bajo (Santillán 187:111). Por su parte, en 1653, haciendo una revista general de las minas peruanas  -y en retrospectiva ya que por entonces Huantajaya está en receso-, Bernabé Cobo afirma que eran muchas y muy ricas las minas que venían labrándose desde los tiempos del Inca, como por ejemplo las de Porco, de donde se sacaban metales tan ricos, que la mitad era plata, pero (lo destacamos en negrita) “las más afamadas eran las de Tarapacá” (…) “Eran tan ricas, que la mayor parte del metal que se sacaba de ellas era plata blanca y acendrada, sin mezcla de escoria” (Cobo 1982:Libro XII, capítulo XXXIII, página 274).

Minas del Sol

Los principales yacimientos mineros connotaban alta significación religiosa. El hallazgo de la huaca de Porco testimonió ese estatus, evidenciando que allí funcionó un santuario dedicado al dios Illapa.

Si Porco era sólo una Mina del Inca, Huantajaya -aunque montaña costera de reducida estatura, no un alto nevado andino- tenía mayores méritos por alojar un santuario, habida cuenta de la óptima categoría mineralógica de su plata y del mérito distintivo de alojar una “Mina del Sol”.

Los estudios etnohistóricos comprueban que cerros no necesariamente tan majestuosos y de nieves eternas concurrieron a formar parte del paisaje religioso precolombino y fueron el escenario donde se desarrollaron intensas prácticas rituales (Cruz 2009:56). Otro ilustrativo ejemplo de ello es  el que hoy llamamos Cerro Esmeralda, de 905 metros de altura, donde el  Inca escenificó un capacucha.

No está de más reiterar que la crónica de la Conquista y la Colonia del Perú y Alto Perú reconoce sólo dos sitios que ameritaban ser catalogados como Minas del Sol: uno en Potosí (Ocaña 1969:84) y la de Huantajaya, que pertenecía al Sol por contener una veta de plata blanca, color muy preciado que delataba la plata nativa (Pizarro, 1944:221). Más elocuente que esto es que los propios tarapaqueños la denominaban “Mina del Sol”.

Puede que hayan sido los Incas quienes descubrieron y ponderaron la calidad excepcional de este sitio minero.

De aquí se desprende que el yacimiento tarapaqueño debe haber sido ostensiblemente apreciado por el Inca y la administración cupular cuzqueña. En tal sentido, nos atrevemos a creer que le sobraban merecimientos para haber revestido el doble rango de huaca y santuario regional.

Santuario y peregrinación

El Qhapaq Ñan (Camino del Inca) no constituía solamente una amplia red de comunicación vial para viajeros, transporte de cargas y desplazamiento militar), sino además una malla de territorialidades sagradas, puesto que interconectaba a los adoratorios centrales del Cuzco con todos los sitios menores existentes en las provincias. Fue una efectiva conquista simbólica del territorio (Berenguer 2007:435) al permitir vincular a las poblaciones con todas las huacas o los lugares más sagrados del espacio andino (Julien 2002:17-20).

El cronista Martín de Murúa (1616) supo que “había en cada provincia un templo o guaca principal donde todos los de la tal provincia iban a sacrificar y adorar. Ocurriendo con sus sacrificios, y en cada pueblo principal había otro templo o guaca menor donde particularmente acudía el tal pueblo y todos estos adoratorios tenían sus ministros y las cosas necesarias para sus idolatrías” (Murúa 1616:105). En ese recorrido por espacios ceremoniales, la gente debía realizar libaciones rituales ante los referentes sagrados que jalonaban su marcha.

Lo que se explica porque los incas “manipularon la narrativa del paisaje y aprovecharon el poder simbólico-religioso que tenía el espacio geográfico en la idiosincrasia andina” (Vitry 2007:72).

Siguiendo a Murúa, es de imaginar el espectáculo de largas procesiones de peregrinos llegados desde regiones circunvecinas  transitando por Calaumañan y deteniéndose a venerar hitos significantes visibilizados en el paisaje -como por ejemplo la huaca del Cerro Huara- antes de proseguir a su meta, el santuario huantajayino. Y probablemente progresaban un poco más allá, hasta el mismo borde costero alto, a fin de visitar el sitio oracular que era la Capacucha instalada por el Inca en el Cerro Esmeralda; por añadidura, un inmejorable mirador para contemplar la caleta Iqueise y la Isla del Guano.

Del precedente contexto, se deduce que este camino ceremonial constituye todo un privilegio como habilitación de rutas sagradas, toda vez que el empeño mayor de los incas estuvo dirigido hacia los adoratorios de altura. En buen romance, en el Tahuantinsuyo, este lejano, árido y anodino desierto tarapaqueño representó sin lugar a dudas un enclave de alta relevancia ritual.

(Continuará con “Fases prehispánicas de Huantajaya”)

Braulio Olavarría Olmedo

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