Por Roberto Montandón
Dentro de su sencillez y pese a su estado y a las transformaciones que ha sufrido, la iglesia de Tarapacá representa un conjunto arquitectónico de interés.
Las transformaciones mismas, con excepción de los retoques modernos, escalonan una variedad de concepciones que proyectan una nota de movimiento. Se advierte a lo menos dos épocas que corresponden a dos influencias perfectamente delineadas. Alarifes venidos desde la sierra peruana deben haber intervenido en la construcción de esta iglesia y de su campanil, y en sus sucesivas ampliaciones y reconstrucción. Sin embargo, el material principal es el adobe, material que corresponde a la modalidad estructural peruana de la costa.
Su planta es otro motivo de sorpresa. Dos naves paredañas avanzan hacia el crucero: la primera, sigue el eje del ábside; la segunda, cuyo techo se ha derrumbado en un tramo importante, comunicaba con el brazo oriente del crucero.
Una característica andina, los fenómenos sísmicos frecuentes, informan desde temprano, las modalidades constructivas en el Perú y en Chile. El temor, engendrado por los temblores, engruesa los muros, cuadra los basamentos, exagera los contrafuertes, rebaja las superestructuras. Una impresión de solidez indestructible con sello de eternidad, rodea a los edificios religiosos de los Departamentos del Cuzco, de Arequipa y los del Altiplano, donde la sinfonía del arte español, enriquecido con el genio decorador del mestizo, se injerta sobre la línea sobria de inspiración [magálica], en una bella verdad estética donde apenas si se advierte lo funcional y orgánico de la estructura.
En los oasis del desierto, grandes masas de adobes o de piedras caracterizan las iglesias y capillas y una casi general ausencia de decoración, consecuencia de la pobreza lugareña, las envuelve en una sensación conmovedora de humildad. En vano se buscaría un imafronte que superpone columnas de fustes decorados, cornisamentos, frisos, hornacinas y cuya exaltada exordación recuerda la brillante composición de un retablo barroco. Hay una perfecta armonía entre los magros recursos de esos oasis lejanos y sus templos levantados con mucha fe y pocas donaciones.
En la Iglesia de Tarapacá, los muros, de extraordinario espesor y que corresponden a la preocupación obsesionante de los temblores, están reforzados por contrafuertes, especialmente alrededor del ábside, donde enormes resfuerzos piramidales de escalonamiento entrante, envuelven, a manera de contrafuertes los ángulos del edificio. Esta concepción en los resfuerzos del ábside comunica el conjunto una nota típica de ritmo, movimiento y fuerza.
Sin duda, con excepción de los dos altares semi-destruidos de la nave lateral fuera de uso, lo más bello y sugestivo de la iglesia de Tarapacá son las dos puertas laterales de piedra.
La portada orientada hacia el oeste, comunica con la nave principal. Su composición se asimila a la arquitectura cuzqueña de fines del siglo XVII, hay en ella una severa simplicidad que realza la belleza de su plástica sobria. Las flores de la cantuta, la flor sagrada de los incas, dispuestas en placas seriadas, se abren como una corona sobre las dovelas del arco de medio punto. Este mismo motivo floral que amalgama lo hispano con lo indio se repite en las jambas, fijando con más fuerza esta fusión hispano-aborigen.
Una discreta plástica surge de las molduras redondeadas y bien escalonadas de las ménsulas, de la cornisa y de los capiteles de la pilastra, perfeccionando la nitidez lineal del conjunto.
La otra portada, daba acceso a la nave actualmente en ruinas. Su composición se acercaría al neo-clásico. Es una portada desnuda de ornamentación, pero fina en su sobriedad y de bellas proporciones. Su limpio arco de medio punto, su amplio frontón, las gruesas molduras de los capiteles y del cornisamento, las pilastras rectas y claras, le comunican una vibrante fuerza plástica que hace resaltar aún más la blanca piedra de sus sillares y la intensa luz del desierto.
Entre esta portada, luminosa por su elegante sobriedad y admirables proporciones y la portada oeste, más orgánica pero más intensa en su voluntad de expresión decorativa, un período de tiempo ha transcurrido. No es la misma mano, no es la misma concepción, como tampoco la misma influencia.
Los dos pequeños altares de la segunda nave, casi gemelos por su composición y factura, constituyen una nota de gran variedad. Curiosa mezcla de piedra y de yeso, presentan un conjunto muy delicado, sencillo dentro de una visible preocupación estética y de felices proporciones.
La presencia de cariátides, casi intactas en uno de ellos, desaparecidas en el otro, contribuyen a enriquecer su plástica, además de comunicarle una nota original; en efecto, estos altares son los únicos de su tipo en la zona norte de Chile.
De comienzos del siglo XVIII, la torre, de cuidada cantería se yergue a pocos metros del cuerpo de la iglesia.
Una alta base cuadrilonga cuya desnudez acentúa la verticalidad de esta construcción, sostiene el campanario, liso, macizo que abre para alivianarlo sus 4 ventanas de arco. La severa moldura que separa la base cuzqueña del campanario, define las bellas proporciones de esta torre, tan maciza de volumen: conjunto lineal soberbio en su nitidez, donde ningún detalle superfluo viene a absorber o desviar la luz de ese ambiente diáfano.
Evasión de piedra hacia el cielo límpido del desierto, esta torre constituye un bello ejemplo arquitectónico; la sensación de pesadez que pudiera emerger de su volumen, se desvanece con la línea vertical del conjunto. Una férrea voluntad estructural le da a esta torre, solidez e impulso hacia arriba.
Algunos paramentos sagrados, de gran valor, dos antiquísimos arcones de cedro, algunas piezas notables de imaginaria y la mesa de la Santa Cena con los doce apóstoles en tamaño natural, contribuyen a subrayar el profundo interés de esta iglesia, que, con el campanil de Matilla y la capilla de Mocha cuya portada sorprende por su rica exornación, constituye a un total arquitectónico de gran variedad, de alto interés y calidad.
El Tarapacá
Domingo 30 de julio de 1950, Año LVI, N°18814, p.3