Iquique asediado por buques ingleses

Huggins, James Miller; The Ship ‘Matilda’ and Cutter ‘Zephyr’; National Maritime Museum; http://www.artuk.org/artworks/the-ship-matilda-and-cutter-zephyr-174799

Una piratería trasnochada y protagonizada nada menos que por naves de la Real Armada Británica. Inusitado. Situación que se complicaba con el rebrote de un contrabando marítimo que arrastraba desde siglos anteriores.

Nubarrones que se ciernen hacia finales del siglo 18 sobre el diminuto puerto de Iquique, cuyo desarrollo abonado meramente por el negocio del guano está viniendo a menos, debido a que las reservas de la Isla ya se agotan.

                        El Iquique español

Iquique era en ese entonces una población de trazas proto-urbanas surgida por iniciativa del arrendatario del puerto, Antonio Cuadros, un empresario de nacionalidad chilena que se radicó en este puerto e hizo fortuna, porque en su calidad de arrendatario del puerto o portero -función que asume en 1773- podía explotar la totalidad de los recursos marítimos, partiendo por el guano. Merced a su boyante situación, pudo interactuar con la aristocracia provincial y casarse con Gabriela, hija de la familia minera y viñatera Loayza, de Pica (Ayllón, 2020).

El caserío fundacional de aquel Iquique español se emplazó sobre el desnudo piso de arena costera. Aún no era posible trazar calles, porque constituía un puñado de viviendas disgregadas, incluso de número inferior a los toldos camanchacas reunidos junto a ese promontorio playero que en tiempos republicanos se llamará Morro.

Conforme al mecanismo de segregación espacial sociocultural, su emplazamiento debía mantener cierta distancia del Iquique original (camanchaca), pero en un plano ni playero ni paralelo a esta población -como fue hace varias décadas, al menos según se observa en el plano del francés Joachim Darquistade (Darquistade 1716)-, sino más hacia el este. Aunque nunca tanto como para alejarse de  la fuente proveedora que es el mar.

A partir de 1778, Antonio Cuadros construyó obras de equipamiento  en la coordenada de lo que hoy es Pedro Lagos-Serrano: una iglesia (sede de la Viceparroquia Nuestra Señora de la Concepción, creada en 1778); una sala de primeros auxilios; la primera cárcel (Cuneo 1978:138), con lo cual se deja de confinar a los presos en la Isla: y la pulpería que tuvo que disponer como obligación contractual de los porteros. Cuadros, se encarga también de traer agua potable y víveres frescos (Cuneo Vidal 1978:138).

En torno a ese foco se disponían las viviendas de los escasos vecinos fundadores.

Detrás del templo, y conforme al modelo urbanista español, se ubicó el camposanto, pero a no más de 100 metros del ancestral cementerio de los pescadores nativos, que tenía una data de 1200-1250 después de Cristo (Sanhueza 1989:120) y que se ubicaba más cercano a la actual calle Covadonga, perspectiva que las mudanzas modernistas del Iquique siglo 21 no permiten hoy apreciar. 

La residencia de la familia Cuadros-Loayza quedaba algo retirada (para la época y con respecto al mencionado foco de centralidad): más o menos en la esquina de Luis Uribe y Bolívar (Lamagdelaine 1975:2).

Adjunto a su casa, Cuadros estableció un buitrón para procesar minerales de plata, ya que en 1779 asume el rol alternativo de minero, tras comprar un sitio en El Carmen. En 1784 trabajará la mina Concepción de Huantajaya (Villalobos 1979:156).

Una segunda casa de piedra era la del industrial Pedro Mujica, construida por Juan Bautista Elustondo (Villalobos 1979:184), un español que se instaló en Iquique en 1789 y de la calidad de su trabajo dejó testimonio, a su paso por el pequeño puerto en 1790, el célebre navegante Alejandro Malaspina, quien aunque manifiesta que el guano de la isla «va ya escaseando» (Sagredo y González 2004: 724).

El industrioso Juan Bautista Elustondo levantó para su familia una vivienda de piedra y junto a ella un  buitrón, en el punto de la actual Aduana patrimonial; es decir, en el umbral del futuro barrio residencial La Puntilla, que albergará principalmente a ciudadanos europeos (ingleses y alemanes) una vez que tome cuerpo la actividad salitrera.

Ciertamente que La Puntilla no estaba deshabitada antes de la llegada de esos occidentales, porque radicaba allí un ancestral asentamiento camanchaca, como también lo hubo en lo que conocemos como El Colorado y en el entonces lejano Cavancha.

Si bien estos asentamientos fundacionales consistían en campamentos acotados y en el contexto de una suerte de territorialización de espacios, había entre ellos natural interrelación social. Incluso se sabe de matrimonios interregionales, como la unión de la iquiqueña María Cuachaco con un camanchaca de Cobija, caleta cercana a Antofagasta (Ballester y Gallardo 2017:10).

La presencia de la mencionada colonia europea significará disponer de un cementerio propio para disidentes o no católicos, en terrenos que más adelante ocupará el ferrocarril. Al momento de establecerse este camposanto, el habilitado por Cuadros ya había sido erradicado y reemplazado por otro que se ubicó en las inmediaciones del actual Mercado Centenario.

De acuerdo a la cronística, antes de Cuadros no hubieron en la caleta más construcciones españolas que una casa de piedra (Aguilar y Cisternas 2013:167)  y el templo edificados por Juan Donoso, primer portero de Iquique (Donoso 2017:29), además de la bodega también de piedra habilitada por el ya fallecido magnate minero de Huantajaya, José Basilio de la Fuente.

Sin embargo, una crónica de 1758 apunta que en Iquique “se ha descubierto un novedoso y resistente material de construcción, consistente en huiro que se quema y la ceniza remanente se mezcla con agua de mar, obteniéndose un barro parecido al adobe”. Y agrega que la iniciativa se atribuye a “un tal Valenzuela” (Llano 1761:496).

Procede señalar que el autor de esta crónica, el naturalista teórico José Eusebio Llano Zapata, no conoció Iquique y que su referencia corresponde a una transcripción, lo que no quita veracidad al texto, siendo sí de precisar que el material al que alude no era nada nuevo, sino que se trata de una tecnología constructiva que se remonta a unos 5.000 años (Advis 1997:10).

Más allá de la aclaración, sin embargo, queda la duda acerca de si, en general, las construcciones ya mencionadas eran en verdad de piedra o si correspondían más bien al material en comento.

En todo caso, hay evidencia de que la casa que autoconstruyó Elustondo sí era de estructura pétrea. La crónica señala textualmente que él mismo se dedicaba a recolectar piedras del mar, “descalzo a pie y pierna” (Villalobos 1979:184).

                  Balleneros y neo-piratas

Hacia finales del siglo 18, se despierta la alerta en el Virreinato del Perú por naves extranjeras que merodean la costa extrema sur, circunstancia que desmentía la orden dictada en 1788 por el virrey Carlos Francisco de Croix en el sentido de retirar los cañones que se habían colocado en determinados puntos del litoral tarapaqueño.

Una primera alarma la suscitó la noticias de que barcos balleneros estadounidenses y británicos estaban incursionando estimulados por el anuncio de que frente a Iquique y Arica había abundancia de cetáceos, «porque la mar de estos lados era superior a la de todos los mares» (Pereira 1936:8-9).

Efectivamente, un cachalote fue el primer ejemplar cazado por el buque “Emilia”, el 3 de marzo de 1789, en un lugar indeterminado de la costa entre Arica e Iquique (Quiroz 2020).

Un incidente sin consecuencias, porque al año siguiente se concedió a los marinos ingleses carta libre para navegar a lo largo de todo el océano Pacífico, coyuntura ideal tras el descubrimiento de grandes poblaciones de ballenas y lobos de mar en el litoral peruano y chileno. Imán irresistible para las grandes flotas pesqueras de potencias navales como Inglaterra, Estados Unidos y Francia (Flores 2011).

Despejado el tema de la caza de mamíferos marinos, surge una preocupación de veras inquietante: acciones de piratería protagonizadas por navegantes ingleses. Con fecha 5 de febrero de 1799, el virrey del Perú, Ambrosio O’Higgins, da cuenta de las tropelías cometidas por una fragata inglesa en el puerto de Iquique.

Ingresando a la bahía, apresaron al mercante español “Los Angeles” y exigieron un rescate de 10 mil pesos. Como su demanda no fue satisfecha,  quemaron el bergantín y amenazaron con saquear el puerto, lo que afortunadamente no hicieron, optando por elevar ancla (Cabrera 2020:22-23).

Inesperadamente, el 20 de octubre de 1800 arribó a Iquique la fragata norteamericana «Pegasus», solicitando provisiones y agua para continuar su navegación.

Por toda respuesta, el comandante militar del puerto, José de la Fuente y Loayza, solicitó al capitán de la nave abandonar la bahía, sugiriéndole abastecerse en el Callao, pero el «Pegasus» permaneció fondeado seis estresantes días, porque su real propósito no era otro que comerciar artículos de contrabando. Como ello no fue posible, el «Pegasus» abandonó la bahía y sólo entonces los iquiqueños pudieron recuperar el aliento.

Previo a este episodio, Inglaterra le había declarado la guerra a España, motivo por el cual se sintió justificada para entrabar las relaciones comerciales de la metrópoli con las colonias americanas. Entre otras cosas, eso implicaba cometer saqueos.

El 30 de abril de 1801, una nave de guerra inglesa se deja caer sobre Arica. Enseguida le toca el turno a Iquique.

El 15 de junio de 1802, Juan Bautista Elustondo a bordo de su embarcación guanera “La Piragua» se percató que se le aproximaba un barco de tres mástiles, de manera que optó por enfilar rumbo a casa, llegando a puerto un poco antes que la nave desconocida.

Los vecinos ya habían observado con alarma cómo “La Piragua” era perseguida y, ya en la bahía, abordada por la tripulación de un barco que resultó ser inglés. El Alcalde Ordinario de Iquique, Ventura Vera, mandó avisar urgentemente al jefe de la fuerza militar con guarnición en Huantajaya, teniente de capitán Juan de la Fuente.

Teniendo a bordo a Elustondo y a un tripulante, los ingleses enviaron con este último un mensaje a la población: que les enviasen víveres, los que serían pagados; de lo contrario, incendiarían “La Piragua” y otras embarcaciones surtas en la bahía.

Enterados de la amenaza, los vecinos de la anodina caleta que era Iquique no tuvieron más que aceptar lo solicitado. Recolectaron víveres y los embarcaron de vuelta en la chalupa. Pero los ingleses, no contentos con lo recibido, insistieron con una nueva demanda: que los iquiqueños les dieran todo lo que había en el pueblo; de lo contrario, vendrían ellos mismos a recoger el botín en tres chalupas, cada una de ellas provista de un cañón y gente armada.

A todo esto, el teniente de capitán de La Fuente ya llegaba a Iquique. Su primera preocupación fue evaluar la correlación de fuerzas, enterándose que la fragata inglesa tenía 18 cañones a babor y estribor y un contingente de 85 tripulantes: casi mayor que población iquiqueña, considerando mujeres, niños y abuelos. Nada que hacer.

Antes de que los invasores desembarcaran por la parte Norte, de la Fuente ordenó a los vecinos sacar cuanto tuvieran de útil y manuable y huir por el extenso extramuro de arena, en dirección a los cerros. Muy a tiempo, pues los ingleses invadieron la pequeña población para desvalijar sus casas. Satisfecha su ambición, abandonaron el puerto (Cavagnaro 2006:281-282).

Los atribulados iquiqueños dieron gracias al cielo porque los asaltantes no se les ocurriera bombardear ni incendiar sus casas.

Y ya que hablamos de reducida población iquiqueña, en 1804 una epidemia de fiebre amarilla provocó la muerte de 14 habitantes (Donoso 2008: 61). El temor a la letal infección hizo que muchos de los pocos habitantes se marcharan, probablemente a Huantajaya, la localidad más cercana y la de mayor densidad poblacional de la provincia, quedando en el puerto no más de 40 personas. Tres años después la población ha subido a cien (Sobreviela 1806:376).

Datos mínimos que apenas dejan margen para imaginar y conjeturar; y mezquinos si se quiere tener un panorama más certero acerca de este pequeño pueblo que no hace mucho había dejado de ser caleta. 

Obviamente que en estas estadísticas no se cuenta lo a la población autóctona camanchaca, debiendo aclarar que por entonces no se concebía al Iquique indígena más al norte ni más al sur de la actual costa morrina.

Es posible que entre los que migraron se encontrara un número importante de pescadores, puesto que aquel año el Subdelegado de Tarapacá informaba al Juez Real del Partido de Arica que la pesca en Iquique había descendido a niveles mínimos por la falta de operarios, al punto que la captura no daba abasto ni para el vecindario (Donoso 2008b:61). En 1768 ya se había registrado disminución de pescadores, pero por distinta razón: «cuarenta indios antes pescadores trabajan como porteadores entre el puerto y Huantajaya»  (Donoso 2017:86).

Siendo recién Iquique una proto-ciudad, la tasa de natalidad era ínfima, como que entre 1777 y 1799 nacieron 8 criaturas (Díaz y otros 2017). Al parecer, cinco de éstas correspondían a la etnia camanchaca, habida cuenta que están categorizadas como hijos de «pescadores y marinos» y a despecho de los apellidos españoles con que fueron inscritas, ejemplo claro de la mestización patronímica que hizo desaparecer los apellidos nativos.

                       Encallan barcos piratas

En febrero de 1805, la Real Hacienda de Arica, alertaba sobre la frecuente navegación y entrada en el litoral peruano de buques extranjeros que, «a pretexto de la pesca de la ballena y de socorrer sus necesidades, siendo su principal objeto ocuparse como lo hacen con el comercio ilícito con perjuicio del nacional”.

Como dando la razón a esta advertencia, el 30 de abril de 1805, y mientras ingresaban de noche a la bahía puerto de Arica, resultó varada en la playa la fragata de guerra inglesa “Luisa”. Toda su tripulación fue hecha prisionera. Episodio que se repetirá en Iquique.

Exactamente. Pasaron unos meses y en noviembre del mismo año la fragata inglesa «Minerva» se deslizó demasiado a la costa y quedó entrampada e inmovilizada por los ocultos escollos del Patilliguaje. 

En una más que valerosa acción, los propios vecinos se encargaron de apresar a quienes venían a  saquearlos, logrando reducir a 27 tripulantes ingleses, en tanto que unos pocos optaron por nadar hasta la orilla, huir por la costa y desaparecer (Cuneo 1977), tal vez remontando la cordillera marítima y aventurándose en la pampa infinita.

Por instrucciones del virrey del Perú, los restos de la Minerva fueron custodiados por dos chalupas, mientras balseros camanchacas procedían a desembarcar todas sus especies de valor y pertrechos de guerra para remitirlos a Lima.

En reconocimiento al gesto de la comunidad iquiqueña, los víveres perecibles, como galletas, ropa de lana y leña, fueron repartidos entre la población, mientras otros bienes de mayor valor se destinaron a ser rematados en subasta.

Es probable que estas estresantes experiencias hayan despertado en los iquiqueños un fuerte sentimiento de xenofobia, en especial contra los ingleses, actitud que se extenderá dentro de pocas décadas hacia los extranjeros dedicados al comercio, a quienes acusarán de intromisión y abuso.

             Contrabandistas estadounidenses

En 1807, José Pascual de Vivero, miembro del Tribunal del Consulado limeño, afirmaba que “son muchos los de dicha clase y veleros que hacen sus incursiones en estas costas… pareciendo que sólo fragatas y corbetas veleras y de gruesa artillería podrían castigarlos y quedar este vasto mar y costas sobre que han de intentar sus contrabandos reuniendo sus fuerzas y aumentándolas a proporción de las nuestras (De la Puente Cándamo 1974: 71).

La autoridad virrenal se sentía terriblemente afectada por las prácticas del contrabando que ejercían las naves extranjeras. Pero, más que el perjuicio fiscal implícito, se sentía presionada por los grandes mercaderes y exponentes de la oligarquía limeña agrupados en el gremio denominado Consulado, quienes no aceptaban la desleal competencia de esos extranjeros que vendían artículos inexistentes en las plazas periféricas y a precios mucho más bajos.

Tarapacá se convirtió en la costa ideal   para el desembarco abierto y desembozado de mercaderías. Como ocurrió con la fragata norteamericana “Nancy”, que se mantuvo operando desde el 4 de diciembre de 1806 hasta el 9 de enero de 1807. La crónica informa que estuvo de vuelta el 23 de enero y permaneció comerciando en Tarapacá hasta el 9 de marzo, sin precisar si recalaban en Iquique o en Pisagua.

Sin embargo, la impunidad de los contrabandistas llegó a su fin, ya que la “Nancy” fue apresada en el puerto peruano de Yerbas Buenas. No hay referencia de la fecha, ni de la suerte de esos tripulantes.

Entre otras especies, se le decomisó una carga de 1.237 marcos de plata piña, al parecer procedente de Huantajaya.

Braulio  Olavarría Olmedo

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file:///C:/Users/personal/Downloads/224-Texto%20del%20art%C3%ADculo-713-1-10-20200108.pdf

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