Huantajaya, la mina fantasma

A nadie por el motivo que sea visite Iquique, y que pase por aquí algunos días, se le ocurrirá emplear un par de horas en un recorrido en auto hasta Huantajaya.

Se trata de un conjunto de cerros totalmente desnudos, en lo alto de la cordillera marítima, y a unos 12 o 15 kilómetros de la costa, que en nada difieren de los demás cerros que forman el árido paisaje del norte.

Huantajaya, donde no existe ni rastro de las actividades pasadas, es hoy día nada más de que una denominación geográfica. Tanto da ir allí como a cualquier otro lugar del desierto, pararse sobre las curvas de un lomaje y contemplar hacia cualquier lado otras colinas redondeadas por el viento, cerros imponentes y planicies arenosas.

Sin embargo, hay algo fascinante en la historia de los grandes minerales. Su recuerdo evoca una vida tumultuosa hecha de esfuerzo, casi sobrehumano, placeres demoníacos, pendencia, ambición y desinterés. Son esos los hechos que jalonan el historial abigarrado y deforme de Chañarcillo, de Caracoles y otros.

Pero el pasado de Huantajaya ha sido, sin duda, más tranquilo, pues en gran parte él pertenece a los siglos lentos y calmados de la colonia.

En esos tiempos se salía del pueblo de Huantajaya, formado por cientos y a veces por miles de personas, para ir por alguna necesidad imperiosa a la caleta de Iquique, donde sólo había un puñado de pescadores changos y negros africanos ocupados en extraer guano de la isla. Hoy día, de la ciudad de Iquique, que tiene un moderno puerto de embargue, vamos a Huantajaya donde no queda ni un vestigio de obra humana.

El camino a Huantajaya

Después de dejar atrás los suburbios de la ciudad, el auto recorre una planicie arenosa y avanza hacia la gran mole de la cordillera marítima, por cuya cuesta muy empinada trepa la huella que lleva al interior. La vista que se tiene en este recorrido es magnífica según como se gana en altura, pudiendo contemplarse a un lado la gigantesca duna dorada o cerro del Dragón, que los vientos han dibujado casi en forma de un cetáceo, y más al fondo de la línea luminosa del litoral desde Punta Negra hasta el norte de Caleta Molle.

Una vez trasmontados los altos cerros frente a la costa, desaparece esta e inmediatamente se extiende hacia el este una vasta planicie tensa y clara llamada Hospicio, en un sector de lo cual están las instalaciones de la FACH.

Recorrida la planicie, el camino va circunvalando hacia el norte para internarse luego entre los cerros de Huantajaya.

Bajo la impresión que produce la soledad dominante en estos contornos se nos hace presente la descripción que de estos mismos lugares hizo, ya hace más de doscientos años, el marino español Antonio de Ulloa: país el más solitario de todos y el más estéril, despoblado lejos de las playas del mar, terreno de arena muerta entre cerros difíciles de transitar…

Si pudiéramos emprender un viaje, no a través del espacio sino del tiempo, un viaje de regreso al pasado veríamos estos mismos lugares desolados cubiertos de habitaciones y recorridos por hombres blancos, pardos y negros, empeñados en excavar las vetas de plata, cargando el mineral a lomo de mulas, transportando hasta las minas, odres con agua buscada en las vertientes del litoral.

Descubrimiento y riqueza

Españoles avecindados en Arica y que exploraban la costa de Tarapacá descubrieron estas minas el año 1556, pero las abandonaron al poco tiempo sin darse cuenta de la importancia de sus vetas. Volvieron a ser descubiertas por un indio de Mamiña, cuyo nombre se conoce: Domingo Quilina Cacamate, que servía a las órdenes de don Francisco Loayza.

Huantajaya empezó a ser explotada por este Loayza y por su hijo Bartolomé, que trabajaba la mina de San Simón, la plata de cuyo filón la fundía en fraguas. Las relaciones históricas dicen que en ese primer siglo de explotación la riqueza de las minas era tal “que cuanto cogía el ancho de la veta era de plata maciza, que se cortaba a cincel”.

Un cronista de Huantajaya, don Pedro de Ureta y Peralta, habla de “dos pepitas” extraídas en 1758 y 1789, una de las cuales era de 32 arrobas, pertenecientes a una de las minas de los Loayza.

En el Museo de Madrid existe un trozo de plata extraído a mediados del siglo XIX que pesa 266 libras, pero se sabe que en 1792 se remitió a España una enorme “papa” de plata, cuyo peso alcanzaba a 800 libras…La época más célebre de Huantajaya, porque entonces las minas dieron su más alto rendimiento, comprende de 1718, con los trabajos emprendidos por Bartolomé Loayza, hasta 1746.

Se dice comúnmente que la provincia de Tarapacá ha sido la cuna histórica de la industria salitrera, pero pocos saben que los primeros que le dieron al nitrato de soda empleo práctico fueron los mineros españoles de Huantajaya y también ellos, antes que nadie, los que aprendieron a elaborarlo utilizando ese salitre para fabricar pólvora. Cuando los españoles de Huantajaya, de la época de los Loayza, hacían hervir el caliche dentro de los mismos fondos de cobre en que beneficiaban la plata, estaban formando, sin saberlo, el embrión de la futura industria salitrera. La pólvora que fabricaban con ese nitrato era para romper las vetas de plata de gran dureza.

La vida en Huantajaya a mediados del siglo XVIII

En la parte alta de los cerros, en sus faldeos y bajíos, se aglomeraban las viviendas formando una población, en la que existían pulperías, fondas, minúsculos negocios, herraderos, corrales para los animales. De lejos veíase sobresalir de ese conjunto abigarrado la parte alta de una iglesia. La población la formaban una mayoría de indios mestizos y negros y un reducido grupo de españoles que eran los explotadores de las minas, patrones y autoridades. Estos habían construido viviendas cómodas que parecían de lujo frente al rancherío indígena.

Los filones de plata enriquecían a los mineros españoles y algunas familias, como los Loayza y los de la Fuente, que las explotaron a lo largo de generaciones. Uno de los más ricos en el siglo XVIII era don Basilio de la Fuente, quien, a la vez que cuantiosos caudales, ponía también sentimientos filantrópicos. En una época en que el fervor religioso contrastaba con la dureza y la crueldad de la vida, don Basilio, hombre de rostros quijotesco y larga barba oscura, daba su protección al indio, a la mujer enferma y al negro esclavo. Se dice que mantenía constantemente abierto en su casa un comedor para alimentar a los indigentes, y la crónica asegura, incluso que él mismo los servía. Humilde y poderoso, don Basilio de la Fuente hizo construir el templo de la aldea de Tarapacá y el del pueblo de Camiña en la zona de las quebradas.

Condiciones y medios de vida eran tan difíciles en Huantajaya como en Santa Rosa, El Carmen y demás asientos mineros; tan escasas las mercaderías que según Antonio de Ulloa “allá se reparte todo por ración del mismo modo que en las navegaciones largas”. Para darse los españoles rico descanso y solaz pasaban temporadas en Pica, donde disfrutaban del clima, el agua buena y el vino generoso que se producía en el oasis, para volver después a las peladas cumbres de Huantajaya. El pueblo indígena se expansionaba aprovechando las festividades religiosas que amenizaban con abundancia de bebidas y despliegue de fuegos artificiales.

Huantajaya desaparece

Cuando el auto que nos ha traído a estos lugares se detiene al lado de un alto montículo formado por dos montes, la mirada busca aquí y allá algún vestigio de las actividades desarrolladas durante la Colonia y que se prolongaron durante el período peruano y el chileno todavía hasta épocas recientes, cuando ya sólo se explotaban los desmontes. Mirando desde lo alto del cerro San Agustín, hacia el Este, se ve en un plano inferior la angosta meseta donde estuvo antes el pueblo huantajayino, espacio que se ofrece ahora totalmente desnudo. Existió también en las primeras décadas de nuestro siglo, una población que tenía escuela, correo y otras instalaciones, reducida posteriormente a unas pocas casas, y estas finalmente desarmadas y desaparecidas.

Ni un asomo de cosa alguna queda en Huantajaya. Ni una piedra de construcción, ni el resto de un muro, ni el trozo de un artefacto mecánico. Excepto los desmontes y los profundos piques, ni una huella de una actividad que duró siglos. La escena es más totalmente desolada que la que ofrece hoy día Chañarcillo. El famoso mineral ha pasado a tener la irrealidad de un recuerdo.

Lejos se distingue el cerro de Santa Rosa. Caminos zigzagueantes dibujan líneas blancas en la montaña penada y gris, prolongándose hacia el interior del desierto. Por uno de esos caminos los españoles bajaban a la pampa del Tamarugal para beneficiar sus metales en los buitrones que tenían en La Tirana. El camino hacia la costa, por el que volvemos ahora a Iquique, es aproximadamente el mismo que recorrieron los Loayza y De la Fuente en el siglo XVIII, Carlos Darwin, William Bollaert, Williamson, Santiago de Zavala, Jorge Smith y Manuel Baltazar de la Fuente en el siglo XIX, y a comienzos del actual el famoso empresario norteamericano Jorge B. Chace, el último que trató de darle nueva vida a un Huantajaya en el que los antiguos filones de plata habían sido reemplazados por desmontes y piedras.

Con las últimas luces de la tarde, empezamos a descender para regresar a Iquique, frente al mar laminado de oro. A un lado se ve otra vez el Cerro del Dragón, ahora iluminado y rojo como un cetáceo herido. Más al fondo, la ciudad que creció al amparo de la plata y del salitre, yace en la sombra, confiada y sonriente ante su resurgimiento industrial.

Oscar Bermúdez Miral

Cavancha

Jueves 23 de enero de 1964, Año I, N°304, p.3.

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