El sonido de los pies descalzos: Patecuete

Murió como un hombre alejado del homenaje y del estrépito; es decir: murió solo. Solo con su locura a cuestas. Sólo con su mirada puesta en no sé que mundo; sólo con las fantasías que él y nadie más que él, entendió. Desde que éramos niños nos cautivó su figura misteriosa. Cuando la infancia transcurría entre los cines Coliseo y Nacional, la cancha del Iquitados sobre cuyo vientre hoy se alza la Zofri, o por la Plaza Arica; la del Mercado Municipal, de la radio Hergatur que aún emite sus sonidos.

Todos le llamaron Patecuete, por esa extraña habilidad que tenía de golpear el suelo con pie descalzo y sacarle al pavimento un sonido similar al de los cuetes con que celebramos el Año Nuevo. Descalzo llegó a la vida y descalzo se la pasó mucho tiempo. Descalzo se habrá ido a pasear por los dominios de la muerte y de la cordura. Murió como mueren los héroes de la cotidianeidad, es decir, en el más absoluto silencio, roto sólo por el dolor de hombre que lucha contra sus fantasmas y sus realidades. ​​Patecuete se construyó, sin quererlo sin duda, un lugar en nuestra desgarrada conciencia colectiva. Desgarro que se construye a diario entre la afirmación y la negación de lo que somos. Patecuete pertenece a la estirpe de iquiqueños que concibieron a la ciudad como una aldea en que todos nos conocíamos, y en la cual todos teníamos nuestro lugar. ​​Vivimos convencidos que la locura de Patecuete, como la de tantos otros, estaba directamente vinculada a la pobreza. De ese modo, la vida de Patecuete nos parecía normal. Nuestra simpatía hacia él estuvo acompañada también de insensibilidad, casi de desprecio. Te queríamos, pero también nos molestaba tu presencia.

​De pronto desapareció de nuestras calles, que también eran de él. Lo encontramos en el siquiátrico, compartiendo la locura con sus iguales. Entonces, ya no le sacaba sonidos a las calles. De vez en cuando regresaba al Mercado como quien vuelve a sus orígenes. Sin duda, se fugaba con la complacencia de todos.

Allí el tiempo parecía detenerse. Asomaba abriéndose paso entre los años y el fuego que la destruyó, y por el encanto que nos daba la presencia de Patecuete, la farmacia Brístol, la Agencia Romero anunciando, con la calma de ese entonces, la salida de su próximo bus. Los afiches anunciando los estrenos del Nacional. Más arriba, la librería Everest, congregaba a la infancia que iba a cambiar sus «monas» para el álbum de moda.

Patecuete, personaje anónimo de esta aldea que se llamó Iquique, murió el lunes 14 de octubre. Ninguna campana sonó por él, pero no importa, los recuerdos, que también meten bulla, te acompañarán.

Tomado de​:
Bernardo Guerrero Jiménez. Del Chumbeque a la Zofri. Los aromas de nuestra identidad cultural. Tomo III. Universidad Arturo Prat/ Centro de Investigación de la Realidad del Norte. Iquique, Chile, 1999, pág. 181.

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