Como era habitual en aquella época, el hombre se levantó temprano. Era operario del tren que conectaba Antofagasta con La Paz. Trabajaba en el tren carrilero del ramal del que se extendió a Chuquicamata, una mina de cobre que había sido incorporada al territorio chileno a finales siglo 19, después de la guerra del Pacífico, una mina gigantesca que está ubicada en el desierto más seco de mundo, el desierto de Atacama. Podríamos decir que en aquella época (década del 30) Chuquicamata era un floreciente campamento minero que terminó convirtiéndose en una ciudad hasta el año 2007, en que el campamento fue clausurado.
La compañera del aquel trabajador, doña Elvira Herrera, se dedicaba a dar pensión (comida y alojamiento) a los chilenos que emigraron al norte país para convertirse en mineros del cobre. Cuenta la historia que doña Elvira participaba activamente en las huelgas, apoyando las ollas comunes que realizaban los mineros en la lucha por sus derechos. Un día cualquiera, aquel trabajador besó a su mujer y miró a sus hijos por última vez, antes de salir a trabajar y morir en un accidente del ferrocarril. Aquel trabajador era don Lupercio Vicencio Vicencio, mi bisabuelo.
Entonces abuela, ¿tú naciste en Chuquicamata?
Si, mi hijito, nací en Chuquicamata, donde el minero le pega una pata’ a la piedra y sale el sueldo pa’ Chile.
Cuando mi abuela me contó esta historia, me conmovió. Es una historia que de algún modo conecta mi hoy en día acomodada existencia con las luchas de los trabajadores y trabajadoras, me dota identidad y de orgullo de clase (la otra parte de mi familia es de origen pequeño burgués venida a menos). Me he prometido que algún día iré buscar y dejar una rosa roja en la tumba de doña Elvira que descansa en paz en el cementerio de Chuquicamata, una de las pocas cosas que sobrevivieron al cierre del campamento minero.
Esta historia es solo una más de las infinitesimales narrativas sobre personas anónimas, que más de alguna vez alzaron el puño y marcharon por las calles de las ciudades Iquique, Antofagasta, Tocopilla, o Calama, conmemorando el 1 de mayo, quizá no como un recuerdo o como algo que viene de lejos, sino como partes constitutivas de una historia viva, como parte de un esfuerzo descomunal que miraba hacia el futuro de ellos y de ellas, de sus familias, del porvenir y emancipación de la clase trabajadora. Quizá doña Elvira y don Lupercio y sus compañeros de trabajo, nunca se imaginaron que los “mineros de Chuqui” acabarían transformándose en un tipo de aristocracia obrera, poderosa, aliada tacita e indulgente con un modelo de sociedad que se ha cebado con la clase trabajadora chilena.
Es por eso que, cuando el calendario marca el 1 mayo, más que mirar hacia atrás y hacer remembranzas de aquellas luchas, la efeméride me sitúa en el presente, me hace mirar hacia el futuro y me hace preguntarme ¿Qué nos queda por hacer? Sí finalmente la clase trabajadora terminó por aceptar su posición subordinada al poder de los patrones ¿qué es lo que podemos hacer más allá de revindicar mejoras salariales, pensiones, sanidad y educación gratuita para que los hijos puedan aspirar (con escaso éxito) a subir en la escala social y gozar de la promesa del capitalismo tardío? Y sí finalmente “el pueblo unido jamás será vencido” ¿Qué es lo que nos puede unir en un contexto histórico en que, como clase trabajadora, nos encontramos fragmentados o atomizados por las categorías y clasificaciones sociolaborales que imponen la patronal? Aunque estas preguntas conducen a pensar en múltiples respuestas, considero que unas de las claves es reivindicar algo que realmente asusta al poder y a los patrones; los escandaliza y enfurece (por decirlo de alguna forma). Esto es, revindicar y luchar por una jornada con menos horas de trabajo, es decir, reducir la jornada laboral de manera radical. Sí hace más de un siglo, los compañeros mártires de Chicago un 1 de mayo perdieron su vida revindicando una jornada laboral de 8 horas, es el momento de avanzar y seguir esta estela roja y plantarse en la lucha por una jornada de 5 o 4 horas diarias, así de simple y así de fuerte y claro. Y si Recabarren levantara la cabeza…
1 de mayo 2021
Marcos Cereceda Otárola, sociólogo.
Excelente Marcos Cereceda
que lastima que en este sitio donde hay profesionales de dilatada trayectoria te permitan escribir sobre personas que no conociste y narres situaciones que nunca ocurrieron, no todo puede ser fantasía, la rigurosidad de la información es vital para trascender, debes seguir tratando, seré la primera en felicitarte cuando lo logres, pero no con esta nota, lo lamento.
Ayer martes 4 de mayo escribí un comentario que lamentablemente no fue publicado, por lo que hoy insistiré, a propósito de tu nota, creo que es muy bueno escribir sobre personajes poco conocidos pero es muy malo cuando lo haces para relatar situaciones que nunca ocurrieron, esa falta de rigurosidad es irrespetuosa y no puedo aceptarla, sobre todo cuando lo haces en un sitio tan interesante y necesario para la región de Tarapacá, te lo repito cuando tus artículos sean bien hechos seré la primera en felicitarte, esta no es la ocasión, me es imposible hacerlo, lo lamento mucho. Espero me publiquen……
Tomaremos en cuenta sus comentarios
Gracias
Saludos