Corrupción colonial y caída de Antonio O’Brien

El piqueño José Basilio de la Fuente y Haro llegó a ser el principal empresario de Huantajaya, factor principal de una fortuna que comprendía además otras minas, viñas, un buitrón, pulperías y terrenos en la precordillera y en Cancosa.

Su casa residencia familiar estaba en Tilivilca (quebrada de Tarapacá) y constaba de 20 piezas. Alhajada con lujo, muebles finos y vajilla de plata.No hay referencias de que en Tilivilca hayan existido viviendas, sólo se le caracteriza como asiento; es decir, como un sitio de actividad minera. Entonces, la suya pudo haber sido la única casa, aunque en verdad era una mansión en el desierto.

En San Lorenzo de Tarapacá, de la Fuente poseía dos casas: una de 13 piezas, frente a la plaza y otra junto al Molino, de 14 piezas y con oratorio particular,al que acudían entusiastas los curas a oficiar misa, ya que el estipendio que entregaba era más que generoso. En Huarasiña, una casa de seis piezas.

Dos casas en Pica: una frente a la iglesia, de 9 piezas y que era su residencia eventual y sede para compromisos sociales; y otra en el sector La Banda, de 15 piezas, que es la que usaba para descansar. En el mineral, disponía de una casa y de una pulpería (Villalobos 1979:160). Y en Iquique, de una bodega de piedra donde almacenaba mercaderías llegadas por vía marítima.

Un pariente suyo, el sacerdote cronista Francisco Javier Echeverría y Morales, escribió una semblanza ponderando el talante piadoso y la actitud generosa de José Basilio de la Fuente cuando se encontraba en Pica:

“Servía personalmente a la Iglesia y era tal su devoción que sólo para la fiesta del Corpus gastaba miles, pues hacía cantar misas muy solemnes en la festividad o octavario en todas las Iglesias de la provincia, y hacía lo mismo en todos los jueves del año.

«Oía hincado todas las misas cantadas en la parroquia, y al salir daba limosna en dinero a cuanto niño pobre y desvalido se le presentaba. Cuando salía de su casa iba cargado de plata y volvía sin nada. En su casa repartía limosna tres veces a la semana. Los días de ánimas mandaba a decir misas por ellas, y en su oratorio jamás faltaba misa y cualquier sacerdote iba a decirlas como si estuviese contratado. Antes de comer hacía él tocar la campana para que todos los forasteros y pobres fuesen a comer a su mesa; él mismo los servía y se sentaba el último, y si ocurrían pocos huéspedes, volvía a hacer tocar la campana para provocar la concurrencia” (Echeverría 1952).

De la Fuente destacó como benefactor de la Iglesia. Se le atribuyen la construcción de los templos de Guasquiña (1752) y Sibaya (1752) y la reconstrucción de los de Tarapacá (1760) y  de Pica (en 1768, en sociedad con Matías de Soto). Al parecer, toda esta infraestructura religiosa había sido derribada por el terremoto de 1746. Igualmente obsequió  retablos de la Ultima Cena a los templos de Tarapacá, Pica y Camiña.

                               La Mita de Huantajaya

Mita era un sistema de trabajo obligatorio, aunque remunerado, al que estaban sometidos determinados segmentos indígenas para laborar en actividades mineras y agrícolas mediante turnos (mita), como su nombre quechua lo indica.

Hasta 1761, en Tarapacá, hay solamente casos de mita tangenciales y de frecuencia eventual. En 1614, el corregidor de Arica ordenó investigar la denuncia de que los hacendados de Azapa y Lluta retenían contra su voluntad a indígenas de Tarapacá y Pica, los que se les habían cedido en calidad de mitayos, impidiéndoles retornar a sus pueblos y sin pagarles lo que les correspondía (Hidalgo 2004:599).

Asimismo, en 1666 se habrían registrado en Pica y Tarapacá  “361 indios que pagaban tasa y acudían a mitar”. Una noticia sin mayores referencias y que nos deja a medio camino entre la duda y el escepticismo (Cuneo 1977:566).

José Basilio de la Fuente solicitó una mita para Huantajaya en 1756, aduciendo que la situación era poco boyante y que se requería más mano de obra, a lo que había que agregar los costos elevados de los alimentos y tener que traer agua desde una distancia superior a 300 kilómetros.

Pero el Corregidor de Arica se corrió con indisimulada displicencia y el asunto no prosperó. En efecto, la autoridad política del extremo sur peruano tramitó al magnate por espacio de tres años, dejando la resolución a su sucesor, de modo que sólo en 1761 pudo ser otorgada y entrar en funciones una mita de 50 indígenas reclutados de los pueblos de Tarapacá, Guaviña, Limacsiña, Mocha, Usmagama, Sipiza, Macaya, Mamiña y Noasa.

                                 Un líder indígena

Pero a de la Fuente no le resultó fácil conseguirlo, ya que se encontró con la justa y bien razonada oposición de las autoridades étnicas de por lo menos diez  pueblos, liderados por el cacique de Sibaya, José Lucay.

De acuerdo al criterio de la corona, no podía haber mitayos trabajando a más de 18 leguas (135 kilómetros) de su localidad de residencia. José Basilio se valió de falsos testimonios aportados por curas y españoles influyentes para declarar que el requisito distancia estaba debidamente cautelado. A todas luces, algo impropio. Baste considerar, por ejemplo, la distancia entre Huantajaya y  Mamiña, así fuera que los indígenas viajasen por caminos precordilleranos longitudinales. Además, de la Fuente sostenía que el clima del mineral no era diferente al de la precordillera. Sin lugar a dudas, el empresario minero faltaba descaramente a la verdad: lo que más lamentaban los mitayos era el ser sometidos a un trabajo duro y en clima seco.

Apenas enterado de la pretensión de convertir buena parte de la población precordillerana en mitayos, José Lucay viajó hasta Arica a representarle al Corregidor las incongruencias que acusaba el otorgamiento de la mita.

“Siendo poderosas las razones que tenemos que alegar para no sujetarnos a servidumbre tan penosa por la incomodidad del lugar”, puntualizaba el líder de los caciques tarapaqueños (Villalobos 1975:305).

Lucay demostró la mala fe con que obraba de la Fuente con respecto a la distancia entre los pueblos y el mineral. Con ese proceder, afirmó, se estaba vulnerando la voluntad real, lo que daba margen para interponer acciones legales. El Corregidor calibró la responsabilidad que echaba sobre sus hombros si favorecía los abusos de José Basilio, de manera que optó por mediar entre las partes, aunque entendía que a los indígenas les asistía plena razón.

En lugar de Huantajaya, Lucay propuso centrar la mita en un punto favorable para todos: la azoguería que el mismo empresario tenía en Tilivilca (entre San Lorenzo de Tarapacá y Huarasiña, que sí estaba dentro del radio de 18 leguas con respecto a la mayoría de los pueblos involucrados.

Lucay pidió también que el salario diario fuera aumentado y cancelado en dinero y que los mitayos pudieran estar acompañados de sus familias. Asimismo, planteó que el periodo de descanso entre los turnos debía conciliarse con la posibilidad de que los mitayos regresaran oportunamente a sus hogares a preparar la tierra para conseguir una buena cosecha. Y poder así pagar el tributo.

José Basilio montó en cólera. Dijo que manifestar que el salario era insuficiente y exigir al mismo tiempo su pago en plata constituía un “acto despreciable”.

Tras una reunión entre las partes concertada por el corregidor, de la Fuente aceptó trasladar la mita a Tilivilca.También transigió al permitir un tiempo extra para que los mitayos pudiesen regresar a los pueblos para la cosecha y la elección de sus alcaldes cada 1 de enero. Igualmente, se allanó a rebajar a dos meses la duración de cada turno de mita.

Por su parte, los caciques admitieron un salario de cuatro reales, considerando que ése era el pago que recibían los mitayos de Potosí (Mukerjee 2008:11).   

A final de cuentas, un triunfo rotundo de la sagacidad diplomática de los caciques tarapaqueños, quienes lograron doblarle la mano a de La Fuente, el hombre más rico y poderoso de todo Tarapacá, en un verdadero alarde de racionalidad discursiva para hacer prevalecer lo justo y razonable. Nótese que todos ellos eran analfabetos, salvo José Lucay (quien firmó a nombre del grupo) y su hermano Francisco, lo que indica que ambos habían estudiado en la escuela para hijos de cacique que funcionaban en Arequipa  y Cuzco.

La mita de Huantajaya fue concordada el 19 de diciembre de 1761 en Huarasiña, con una dotación de campesinos de diez pueblos que totalizaban 50 mitayos. Suscribieron el acuerdo los caciques José Lucay (Sibaya), Francisco Lucay (Tarapacá), Francisco Taiña (Huaviña), José Nacáez (Mamiña), Lorenzo Vilca (Noasa), Pedro Córdoba (Limaxiña), Juan Cayo (Mocha), Gregorio Caqueo (Usmagama), Diego Quina (Sipiza) y Andrés Esteban (Guasquiña).

                                    El linaje Lucay

José Lucay era cacique de Sibaya, el pueblo donde la tradición hizo parir una mula. Su apellido estába enlazado con más de una localidad de la precordillera alta. En efecto, existió en el área de Miñi-Miñi un caserío  de nombre Lucaya (Cuneo Diccionario:1977: 571), aparte de que su linaje aparece detentando el curacazgo de San Lorenzo de Tarapacá hacia 1565 por medio de Alonso Lucay (Villalobos 1979:217) y luego en 1612 y 1666 con Felipe Lucay (Paz Soldán 1878:27,29) para después trasladarse definitivamente a Sibaya con Francisco Lucay, quien desempeñó el cargo  entre 1750 y 1796 (Andaúr 2007).

Como se aprecia, José Lucay sobresalía entre los caciques de la quebrada por sus condiciones de líder. Su hermano Francisco, cacique de Tarapacá, destacó también por haber tenido temple para denunciar en 1751, en representación de las demás autoridades étnicas de la quebrada de Tarapacá, los abusos de todo tipo del cura Melchor Maldonado .

En una carta dirigida al obispo de Arequipa, el cacique Francisco Lucay diseña un retrato hablado y prontuario del mencionado sacerdote, quien acostumbraba agredir «con bofetadas continuas a los indios, dejar sin confesión a los comuneros, no asistir a la extremaunción, mantener vínculos con todo tipo de mujeres, tener parientes en la doctrina, servirse de mitayos sin remunerarles su trabajo y cobrar limosnas forzosas por la administración de sacramentos y otros concepto” (Díaz y Ponce 2013:45).

 Actualmente, es posible encontrar familias de ascendencia aymara de apellido Lucas, el cual no es más que resultado de un proceso de derivación y/o deformación del ancestral Lucay.

                           Informalidad flagrante

En el año 1755, Manuel de la Serna, empresario minero con intereses en varias de las zonas altoperuanas, se quejó ante el corregidor de Potosí de irregularidades que se cometían en Huantajaya, dando fe de su reciente experiencia  en el mineral tarapaqueño.

De la Serna aseguraba que Bartolomé de Loayza no cumplía con las ordenanzas de registrar las estacas, sino que en vez de esto registraba minas y vetas enteras, vulnerandos los intereses reales, en complicidad con el Corregidor de Arica, el Teniente de Corregidor de Tarapacá (quien también explotaba una mina) y nada menos también con los oficiales reales de la Caja de Carangas, donde los mineros solían registrar su plata.

Además denunció que la baja producción que registraba Huantajaya se debía más a “la opresión y tiranía” que a la falta de minerales, cuya ley superaba a muchos establecimientos de la región del Alto Perú. La alusión iba dirigida a la hegemonía económica y política del clan familiar De la Fuente-Loayza.

A pesar de sus intentos, las autoridades económicas del Virreinato del Perú no conseguían ejercer cabal control sobre la producción de plata, objetivo imprescindible para recaudar recursos a través de la fiscalidad. Tampoco tenían éxito en evitar el contrabando.

En cuanto a Tarapacá, era un secreto a voces que los empresarios mineros tarapaqueños, con José Basilio de La Fuente a la cabeza, burlaban la fiscalización de su producción mineral. Una de las varias alternativas eran los despachos ilegales de partidas de plata por vía marítima (desde Iquique), como se comprobó en 1758 por parte de José Basilio (Gavira 2005:  ). Pero una una práctica corriente.

Como los informes de La Serna llegaron al Consejo de Indias, en 1761, el mismo año de la mita, el virrey Manuel Amat y Junient pidió al respecto informes que sólo le llegaron tres años después, ante lo cual decidió en 1764 nombrar a Antonio O’Brien como Alcalde Mayor interino y Visitador de Minas, quien recibido de sus oficios se instala en San Lorenzo de Tarapacá.

                         Primer cronista de Tarapacá

Nacido en Sevilla, O’Brien era hijo de padre irlandés y madre española. Dejó la carrera militar para dedicarse al comercio en el Perú, función que complementaba prestando servicio como instructor de tropas, ya que era oficial de ejército. Destacó de tal manera que impuesto de ello el Virrey Amat no dejó de reportar los elogios al monarca español.

O’Brien fue un explorador infatigable y que se deleitaba con la visión de los paisajes que iba conociendo. Fue el primer geógrafo de Tarapacá y no sólo esto, sino que también el primer cartógrafo. Dentro de la tarea de diseñar  mapas o planos, que le encomendó el virrey Amat y Junient, cabe mencionar: “Plano de la mina de Guantajaya y del Puerto de Yquique», «Plano de la Quebrada de Tarapacá» y «Plano del Valle o Pampa Yluga»  (Hidalgo y Castillo 2004:75).Y fue asimismo el primer cronista de esta región.

                                Aplastado por el poder                                

Debido a que la Caja Real de Arica carecía de callana de fundición, los mineros tarapaqueños debían llevar a registrar las pastas y piñas de plata hasta la Caja Real de Carangas (zona de Oruro). No obstante, las más de las veces iban más lejos, a la Caja de Potosí, invocando una cercanía irreal e incluso se tomaban la libertad de alargar la travesía hasta Lima.

En términos de fiscalidad, la práctica informal de recurrir a otra jurisdicción impedía medir la producción efectiva y deducir los impuestos implícitos de la jurisdicción. Se arribó así a la inexplicable situación de que, estando en buen pie las minas de Huantajaya, su bonanza no se reflejaba en la recaudación.  Las sospechas de evasión y contrabando eran inevitables.

El argumento de José Basilio de la Fuente de que viajar a Carangas resultaba mayormente complicado, quedaba desmentido por el hecho de que tanto él como otros mineros-agricultores acostumbraban despachar vino y productos agrícolas a esa zona altoandina.

También alegaba que en Carangas no era posible obtener monedas (lo que sí podían hacerlo en Potosí) y que se perdía material debido a un ensaye defectuoso. A lo que los oficiales de la Caja replicaban puntualizando que los minerales recibidos eran de mediocre calidad.

De la Fuente, que llevaba la voz cantante, movió sus influencias a alto nivel a fin de que se les permitiese oficialmente conducir sus pastas y piñas hasta Potosí, pero la Real Audiencia mantuvo la voluntad de no innovar.

En 1760 se envía a inspeccionar Huantajaya. El informe del oficial visitante señaló que de los cerca de 50 mil marcos de producción estimativa, no más de 1.900 eran fundidos en Carangas. Esto porque los cargamentos se iban alivianando en el camino por la intermediación de contrabandistas y especuladores. Sin contar lo que se defraudaba por vía marítima.

Cuatro años más tarde ocurre un hecho inusitado. Informadas de la salida de un cargamento con destino a Potosí, las autoridades de la Caja de Carangas organizan un operativo. Dejándose caer de noche interceptan la caravana, embargando toda la plata. De las confesiones de los encargados de la carga transportada, trascendió que eran sus dueños eran José Basilio de la Fuente    Domingo Isola, Matías Soto y Manuel Pérez Aragón.

Contrariamente a lo que pudiera preverse, el incidente no pasó de caso episódico. Como en tantos otros casos de corrupción al desnudo, no hubo sanción. Por el contrario, al año siguiente los mineros tarapaqueños consiguieron que se les autorizara llevar sus piñas de plata indistintamente a Potosí o a Lima, bajo la condición de documentar los envíos mediante guías. En síntesis, denuncias, operativos, investigaciones e interrogatorios no sirvieron de nada.

En 1770 fallece Bartolomé de Loayza. La herencia correspondiente pasa a su hija María Jacinta, pero el morir pocos después ésta a los 39 años, los bienes legados son transferidos al viudo José Basilio de la Fuente. Todas las pertenencias mineras del clan Loayza-de la Fuente quedan en una sola mano. Hacia 1772, José Basilio era poseedor de varias vetas provechosas y de un capital que le permitía seguir trabajando, pese a la poca ventajosa situación de la minería

A todo esto, resultaba imposible que el cometido del Alcalde Mayor de Minas y también Gobernador Antonio O’Brien pudiera atenuar de alguna manera la máquina de defraudación instalada por los mineros. Sus esfuerzos por cautelar los intereses de la real hacienda se estrellaron contra el muro de la corrupción instituida y anulados por el summun del poder.

De la Fuente tenía de su lado el apoyo irrestricto de la Iglesia. Los curas no podían abstraerse del aura de devoto casi santo, del espíritu de filantropía y de la fama de constructor de iglesias que tenía el empresario. Al margen de estos méritos, encarecían a las autoridades que de la Fuente había sido nominado Mayordomo de la Cofradía de su Majestad Sacramentada en las cuatro parroquias: Tarapacá, Pica, Camiña y Sibaya. Era su benefactor y patrono vitalicio.

En el ámbito político, José Basilio recurrió a instancias superiores: apeló al Cabildo de Arequipa y pidió que intercediera en su favor ante el Virrey Amat y Junient (el amante de la Perricholi). Este terminó por convencerse de “la inquietud y alboroto en que se hallaba la provincia de Tarapacá” por culpa de O’Brien y no tuvo empacho en despedirlo, argumentando que “vecinos, moradores y curas doctrineros me pidieron con instancia su remoción por las vejaciones que les infería y falta de administración de justicia, dedicándose con el mayor calor y empeño a la opresión y ruina de don José Joseph Basilio de la Fuente hombre piadoso y benefactor”.

Antonio O’Brien fue destituido en 1772. Por más que imploró alguna oportunida laboral, ya que  tenía a su mujer delicada de salud y varios hijos que sustentar, se le cerraron todas las puertas. Había caído en desgracia por cumplir cabalmente la misión que el mismo virrey le había encomendado (Hidalgo y Castillo 2004:75).

Braulio Olavarría Olmedo

(Lectura de imagen)

Ruinas de la azoguería de Tilivilca.

Referencias bibliográficas.

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