Voces de la Calle: C

Cabrió. «La deserción culminó con los traslados del Retén de Carabineros y la Oficina del Registro Civil. Esto era, como quien dice, el certificado de defunción de Dolores.
-¡Adiós, mi plata!
-¡Adiós!
-Ya no hay remedio que valga. ¡Estamos fritos!
-Don Jecho, podía acordarse de los cristianos!
-No hace milagros ya. ¡Se cabrió!
-¡Cómo se le ocurre!
¿No lo estamos viendo?» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 297).

Cachimba. «-No lo permitiremos –masculló Véliz-. Salvajes, deshumanizados. ¡Grandísimas bestias! Ahora quieren endosarnos el oleoducto. ¿No se les ha ocurrido otra cosa a los lindos?
-Todos los lancheros, compañeros, debemos de iniciar un movimiento que haga meditar al gobierno –declaró Serafín Cárcamo. -¿Hasta cuándo nos friegan la cachimba? Y yo sé que los demás gremios nos apoyarán enseguida, porque a ellos también les va en la parada, compañeros. Tengan la seguridad de que si  declaramos el paro, no se moverá un dedo en el puerto…» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 144).

Cachimbea. «Un manojo de llaves para tuercas que colgaba de su cintura, tintineaba irónico.
Minutos después, Senén Borja hacia lo mismo.
El  Negro  abrió  los ojos.  Los ruidos lo habían despabilado. –Otro que cachimbea –protestó-. Me cayó mal el huachucho.
Garrido roncaba como un bendito» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 179).

Cachimbita. «Soltaron los muchachos una carcajada. Habían evocado en el acto una figurilla del enlutado vejete.
-Pues se me pone que aquí está mi hombre- agregó el administrador.
-¿Y quién es, el Cachimbita? –preguntó el cajero, ya pronunciando el apodo con mayúscula, como definitivo.
-No es obrero. Es político. Viene como representante o como enlace del partido… no sé de cuál partido. Pero mi ojo me dice que ese tipo da de sí.
En seguida, sin otra alusión, una charla fútil.
Se dispersaron los trabajadores.
Se fueron, pero dejaron su angustia en la atmósfera» (Tamarugal. Eduardo Barrios, 1944: 50).

Cachiporra. «… ¡Cómo le latía el corazón! Se guareció detrás de una estatua y observó. Los perros de caza no le daban soga. “Si me cogen, me asesinan”. Se acercó a la tapia y saltó sobre ella. Rodó al exterior como un pesado saco de papas sobre el terreno desnivelado, irguióse presto y escapo sorteando las piedras. El concierto de los gallo sabría su bizarro abanico. Dos sombras, brotando de la obscuridad, le interceptaron el paso. Se desvió, pero una cachiporra de goma le tocó la nuca. Cayó de bruces azotando la cara en la tierra y un puntapié en los riñones lo hizo  encogerse como un molusco pinchado…» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 201).

Cachuchos. «La pampa era un inmenso, un dilatado tricolor. Claro estaba el cielo, con el lucero del alba fulgurando en el cénit, roja la cordillera con su arrebol de incendio flotando sobre sus estribaciones, blancos los delantales de los niños que como bandadas de palomos corrían hacia la escuela. Los mágicos colores del símbolo patrio resaltaban en todos los lugares con potente vivacidad. Las altas enmaderaciones de las oficinas, los cachuchos y las vateas de las aguas viejas, exhibían sus manchas de azarcón, junto a las colinas de salitre cristalizado de orillaban las vías férreas…» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 209).

Cahuisa. «Cavando un hoyo con sus manos ensangrentadas, lo encontraron unos indios y lo salvaron. Antonio Platero, el jefe de la comunidad, le administró  a pequeñas dosis, leche de burra, hervida con hojas de coca, lo acomodó en unas parihuelas improvisadas y lo hizo llevar a pulso a Cahuisa, caserío inmediato. Dos semanas permaneció inconsciente Carlos Garrido, presa de terribles fiebres y horrendas pesadillas. Saltaba en su lecho de pieles de cordero, como si lo flagelaran con mordientes silicios. Finalmente se calmó y abrió sus ojos. Cerca de él, un viejo magro, lampiño y melenudo, lo sonreía afectuoso» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 198).

Calaminas. «Ella creía que se la había robado en el almacén «El Gallo»
-¡Si, mamita!
-¿Es posible? ¡Dejar estas cosas que valen plata! ¡Qué torpes!
-Hay, también, planchas de fierro, mamita.
¿Planchas de qué?
-Planchas de cocina, hornos, cañones, calaminas.
-¿Sí? ¡Tráelo, tráelo! Eso se puede vender.
-Ya, mamá.
Y se dio la tarea de acarrear los más diversos materiales. No era el único, por lo demás, pues, en escala mayor, hacían idéntico negocio, José Campos y la boliviana Lucía…» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954:282).

Calamorros. «Él se introdujo por el pasadizo hasta el patio y se sentó a esperar. No tardó en entrar el aguador con dos tarros cilíndricos cogidos de las asas, seguido por Teresa que, casi pisándoles los talones, cantaba, llevando el compás con palmoteos y grotescos movimientos:
Casero del acua, casero del acua,  con los calamorros, despierta la cuacua» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 139).
«El contempló el cacharro con inefable ternura, hasta que fue un punto gris en la distancia, y en seguida se internó lentamente por el blando camino, removiendo el polvo lechoso con sus calamorros» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 171).

Caldo. «El padre, don Esteban Arlegui, regias sus ideas al trabajo y sus vueltas por inalterable horario. Era el cortador de yodo y el ensayador, en la oficina. De la casa del yodo, volvía para almorzar; del almuerzo, marchábase al laboratorio, a ensayar caliches, ripios, caldos y aguas viejas. Su cargo, si más elevado que el de mayordomos, capataces y correctores, lo situaba sin embargo en peldaño inferior a los jóvenes de la administración. Una organización justa debió colocarle por encima de muchos agraciados con superior jerarquía» (Tamarugal. Eduardo Barrios, 1944: 26).

Caletre. «Acorralado por varios obreros de la Foch, Julio Rebosio, un anarquista peruano, se batía como un león.
-¿Te convencen, Julio? –le gritó, asomando la cabeza por entre los hombros de sus antagonistas.
-Soy yo el que les estoy despejando el caletre – respondió el cholo» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 147).

Camal. «En el Camal, la sangre de los sacrificios ascendía en turbias oleadas; la losa de cemento aún conservaba en su superficie raros esmaltes antiguos; un cuchillo clavado en la bosta resplandecía como un pedazo de vidrio. Él arriscó la nariz y siguió de largo, para admirar en seguida el ringlete del donkey que, prisionero de su eje, giraba descompasado. Las aspas descomunales cobraban a veces inusitado vigor como si pretendieran llevarse en sus garras de fierro la pequeña caseta, pero luego perdían fuerza» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 34).

Camanchaca. «-Es una suerte que no tengamos camanchaca –dijo el hombre.
-Verdad, ¿no?
-Capaz de volverse loco con esa neblina endemoniada. No se ve ni un tantito así. Kilómetros y kilómetros de vapor algodonoso. No sabe uno si va a llegar a su destino o va a quedar pegado como estampilla en otro vehículo.
-¿Tan peligrosa es?
-Muy peligrosa» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 5).

Cuencas. «Finas las manos de la mañana, conservando aún en las cuencas de las manos, entre venillas azulencas, sobre la piel demarcada por las líneas de la eterna vida, rocíos de camanchaca, piritas estelares» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 17).

Camorra. «-Creo –dijo una reposada voz masculina- que la gente se resiste a aceptar su proposición, porque eso daría margen para que se creyera que nosotros estamos dispuestos a armar camorra.
Un siseo de aprobación invadió el recinto» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 287).

Canalero. «Cuando recogió Yenny sus costuras, las dobló, las guardó en el baúl y estuvo en la calle, algo extraño se notaba en el ambiente. Por momentos, un bochorno que agolpaba la sangre y congestionaba el cerebro. Luego, ráfagas que corrían a lo largo de la vía, arrinconando los papeles y las basuras, y que al final se abrían entre ambas filas de fachadas de lata.
Un canalero, a quien vio salir Yenny por entre el andamiaje de las bateas, caminó un trecho al lado de ella y:
-Parece que será ventarrón –opinó.
La muchacha volvió a levantar la cara. Allá arriba volaba el viento bajo las nubes, borrándolas como una manga al rozar un cuadro fresco. En la lejanía, entre calicheras, se levantaban polvaredas cual si varios trenes ocultos lanzaran sus humos a la vez» (Tamarugal. Eduardo Barrios, 1944: 62).

Canchones. «-Pero se quedaron a medio camino como de costumbre. Ahí está ese tranque de Caritaya. ¿De qué sirve?
-¿Lo conoces tú? –preguntó el Laucha.
-He oído hablar de él.
-Yo lo conozco. Es una obra de… ¡cachito pal techo!
Hundió la vista en el pasado. Lo colmaron de optimismo los valles del interior.
-Los indios son agricultores finos. Y aquí sin ir más lejos, don Panta le da las huachas a cualquiera. ¿Has visto sus canchones?
-No, no los conozco.
-Te vas a quedar con la boca abierta» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 303).

Candinga. «-¿Y nosotros, por eso, nos vamos a cruzar de brazos? La dinamita también saca roncha.
-Dale con la misma candinga. La dinamita no puede competir con los cañones. Entiéndalo, su testarudo. ¿Hasta dónde puede disparar un cartucho?
-Hasta treinta metros.
-¿No ve? Y ellos le harán los puntos de mil o más» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 268).

Cantinflero. «Le llamarían cafiche o cantinflero con razón, aunque él distaba de serlo, pues trataba a la medida de lo posible de no abusar de su dinero» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 83).

Cañuela. » -De regreso calamos la albacora. Ya teníamos el bote lleno. No había dónde ponerlas. Pero el tuerto Castillo, que tiene un ojito, la arponeó en un suspiro. El bicho herido saltó como un caballo encabritado, armó un remolino de padre y señor mío y emprendió la fuga. ¡Darle soga, darle soga, darle soga, para que se desangrara! Se nos acabó el cordel y nos arrastró buen trecho, hasta que se le cortó el resuello. Entonces a recoger la cañuela…¡Qué va a guisar?
-Diga lo que quiere usted comer» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 171).

Capachos. «El caliche hervía en los cachuchos que circundaban la plataforma del primer piso, con borboteo de almíbar, y vaho espeso y quemante creaba una atmósfera de  misterio muy parecidos a esas estampas de los cuentos de Calleja, en que un brujo hace salir de una retorta ángeles o demonios. Hombres protegidos por gruesa ropa se movían en derredor revolviendo con largos fierros el obscuro condimento. Otros, desnudos de la cintura para arriba, revisaban las redes de las tubería, las llaves de paso, las uniones. Los capachos colmados de caliche venían de las transportadoras envueltos en nubes de polvo y vaciaban su contenido en las calderas humeantes» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 176).

Cascado. «-Mi hermano está tomando donde el chino Apón.
-¿Emilio?
-Sí, mamita. Me vio, me llamó y me preguntó por usted.
-¿Y tú fuiste? ¿Y tú le obedeciste?
-Yo fui, porque si no me habría cascado.
La preocupación ensombreció el rostro de Josefina» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 230).

Casino Español. «En el Casino Español tocaban una pieza de Albéniz, y la música, saltando en las puntas de sus pies minúsculos, ponía castañuelas en sus corazones. Prósperos comerciantes iberos, habían construido ahí su Alhambra, su solar godomorisco, recargado y pintoresco, con ángeles, majas, soldados y caballeros de gorguera, capa y espada, capa y espada, símbolos de la España aventurera y donjuanesca, católica y militar» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 186).
Cavancha. «Ya distantes, la muchacha se vuelve y, trepando a un trozo de roca:
-¡De pasada –dice a gritos- llévense un poco de arena de Cavancha para Eudocio! Se la tengo prometida… ¡Y no olvide la botella!…» (La Luz viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 19).

Cerro (del) Dragón. «El sol golpea de repente su augusta contra el espinazo del Cerro del Dragón, estallando en estrépitos dorados» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 18).

Cernícalos. «-¡Ni en la iglesia se escuchan estos sermones! –comentaban llorosos.
-¡Qué esperanza!
-¡Imítenlo si pueden, cernícalos! –lo apostrofaba Floridor Sánchez con triunfal sonrisa.
No se disipaban aún los vapores enervantes del discurso de Rebosio, cuando una sola carcajada resonó en la plaza…» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 181).

Cimbra. «…Y el veterano, enardecido por el alcohol, la música, el patriotismo y los banderillazos del estímulo, giraba en una pata como en un trompo, abultando el trasero y batiendo palmas.
-¿Qué tal? ¡Aprendan! ¡Reflauta la pirinola!
-¡Con cimbra, don Patria! ¡Échale con cimbra!
Y el vejestorio sacaba pecho y se balanceaba como si estuviera balanceándose en el tablón de una piscina, sacudiendo las hilachas de su gastado uniforme» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 227).

Clarinete. «Una densa neblina obscurecía el cerebro de Garrido. Braceaba en un mundo opaco y turbio. Respiró profundamente y salió a flote. No se dejaría amedrentar por los pampinos. Él también era un roto de tomo y lomo.
-¿Se la hago, joven?
-Se la pago, prenda.
Las pupilas de la chiquila fulguraban como puntas de diamantes.
-Y usted, ¿de dónde cayó?
-Del cielo, precioso. ¿No me había llamado?
Clarinete.
Y se confundieron en un apretado abrazo» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 49).

Coceaba. Resistirse a alguna cosa. «Ladeó la cabeza el Reliquia como para oír mejor lo que pudiera seguir contando el carretonero. El burro, nervioso entre las varas del pequeño vehículo, coceaba y estiraba las orejas. Ahí mismo se puso a rebuznar, atento al paso de otro carretón tirado por una burra.
-¡Meeeh!… –rio burlesco el viejo camarada-. ¡Lo que quiere el perla!…» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 40).

Codpeño. «-¿Bromas? Este vino es codpeño, hijo de su mamita. Sí, pues.
El licor, calentando las tripas, abrió un largo paréntesis de silenciosa fraternidad. Unos torcían cigarrillos, otros fumaban. La patrona avivó las brasas con un fierro. El viento se rebanaba en las salientes del zinc…» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 186).

Colcha. «Cayó sobre ambos un silencio impresionante. El blanco salitre alfombraba el tálamo como una colchade armiño y arriba velaban las estrellas azules y titilantes» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 137).

Coleto. «-Pero si usted no tiene ni pizca de huaso, iñor. Usted es más chango que el luche.
-Así que no pueden haber huasos costinos.
-Ya está. Le achuntó con la combiná.
Reían estrepitosamente y se echaban al coleto sendos vasos de licor» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 241).

Colpas. «La desgracia se había producido como ciento se produjeran ya. En la gran zanja que es el buzón, los caliches se derraman por una ladera de mucho declive. Cada chanchero, valiéndose de un largo garfio de hierro, debe ir dirigiendo las colpas hacia la boca de su chancadora. Para estos anda sobre los trozos de caliche, pisa en ellos, resbala, se equilibra, mas no ha de colocarse jamás ante la fauce, pues una mala pisada le hará rodar y caer dentro» (Tamarugal. Eduardo Barrios, 1944: 16).

Coltro. «-¡Ah!… –exclamó Carmona antes de despedirse, carraspeando, en tanto casi mordía el cigarrillo-. ¡Mira, Cholakys, habla con Torito, el de la Administración!… El tendrá datos frescos sobre las cosas de la Compañía. Si entre nosotros no faltan los traidores, a veces… Es un buen cabro… Un coltro al que hay que cuidar… Es bueno, y la pelea firme por nosotros» (La Luz Viene del Mar, 1963: 27).

«Como el unto». «Ricardo Figueroa oyó perorar al matón y le entraron deseos de irse con Lastenia. No quería boches, menos en presencia de la novia. Se le acercaron los amigos:
-¡Ya, Huachito, échale, que nos estas dejando como el unto!… ¡Estamos como negros, Huachito! ¡Peléale al hombre, viejo!…
-Si no peleo… ¡Lo único que haré es no irme!…
-¡Sírvete un trago, Fieroga, hombre!…
-No quiero trago… No me embromen más…
Tomó de un brazo a la mujer y se encaminó con ella hacia una mesa» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 147).

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