“Mil novecientos siete, marcó fatalidad, allá al pampino pobre, mataron por matar” (Luis Advis Santa María de Iquique, 1971). Como un doloroso estigma en nuestra dinámica identidad cultural, los hechos del 21 de diciembre de 1907, están presente en la memoria viva de los iquiqueños.
La escuela Santa María, a pesar del frío monolito que recuerda la matanza, tiene en la historia local su marca indeleble. Invisible en los libros de historia, por un ideológico olvido de la historiografía oficial, los hechos de diciembre de 1907, alcanzaron su mayor resonancia, gracias a la obra del poeta y músico iquiqueño, Luis Advis, y al conjunto Quilapayún que la grabó, en el desaparecido sello Dicap (Discoteca del Cantar Popular).
A partir de ese momento, la historia de la matanza, se universaliza y pasa a constituirse en un clásico de la música comprometida. Pero, también en un hecho histórico. La obra de Advis, viene a llenar el vacío que dejó la historiografía oficial. Años después, en la década de los ochenta, aparecerá la obra del historiador, Eduardo Devés «Los que van a morir te saludan» y del iquiqueño Pedro Bravo Elizondo, «Santa María de Iquique 1907: Documentos para su Historia», (1993) haciendo justicia, en el plano de la historia, a ese incomprensible olvido.
Leoncio Marín, testigo de los hecho, en el libro publicado en 1908, nos da noticias sobre este hecho. Dice:
«En la primera descarga ya se vieron batirse al viento y que caían en mortal desmayo las banderas blancas de los huelguistas pidiendo piedad para sus vidas; pero todo era inútil, las descargas se sucedían una tras otras y poco á poco iban cayendo los abanderados desde la azotea, acribillados á balazos.
El Vice-Presidente del Comité Luis Olea fue un verdadero héroe, pues con una valentía digna de su raza avanzó por entre sus compañeros y descubriéndose el pecho, dijo: ‘Apuntad, General, aquí está también mi sangre’. Después no se le vio más ignorándose la suerte que haya corrido ese valiente obrero.
Concluyó el fuego, La obra estaba consumada. En el campo quedaron trescientos muertos los menos, y quinientos heridos, término medio.
A las puertas del Colegio Santa María una piña de doscientos seres humanos, unos muertos y otros moribundos, interceptaba el paso. Los cuerpos estaban unos sobre otros oyéndose agonizantes quejidos que partían el alma, que destrozaban el corazón.
Fragmentos de cristianos por acá, alaridos de angustia por allá. El cuadro era aterrador y el Campo de Agramante se destacaba gigante y severo, pero con toda la majestad de esta acepción; al contemplarlo las carnes tiritaban, el espíritu flaqueaba.
La Carpa del Circo y demás sitios de la plaza constituían el cementerio de la batalla, si es que así pueda llamarse á esa cobarde matanza» (Marín 1908: 27).
Por su parte Pedro Bravo Elizondo, reconstruye en base a materiales históricos, los pasajes más dramáticos de la matanza. Rescata el testimonio directo de don Nicolás Palacio. Cito:
«La batalla. Llamo así la acción que en el menor número de palabras posible voy a referir, porque la batalla se la llamó ese día y aún sigue llamándosela hasta hoy, y como una victoria guerrera se la celebró en los clubes chileno e inglés, bebiendo abundante champaña por el éxito de la jornada» (Bravo 1993: 61).
En relación directa a lo acontecido la tarde del 21 de diciembre, Palacios agrega:
«En el balcón central del edificio permanecían de pie, serenos, unos treinta hombres en la plenitud de la vida, cobijados por una gran bandera chilena y rodeados de otras diferentes naciones.
Era el Comité de los huelguistas, eran los cabecillas, los condenados a muerte desde el día antes. Todas las miradas estaban fijas en ellos, hacia ellos se dirigían todas las bocas de fuego. De pie, serenos, recibieron la descarga. Como heridos del rayo, cayeron todos, y sobre ellos se desplomó la gran bandera» (Bravo 1993: 61).
Palacios pensó que con esas muertes, el asunto había concluido, pero:
«El fuego graneado que de todas partes siguió a la descarga cerrada fue tan vivo como el de una gran batalla. Las ametralladoras (servidas sólo por individuos de tropa) producían un ruido de trueno ensordecedor y continuado. Hubo un momento de silencio, mientras se modificaba el alza de las ametralladoras bajándola en dirección al vestíbulo y patio del edificio, ocupados por una masa compacta e hirviente de hombres que rebasaban la plaza y demás de cuarenta metros de espesor, y luego el trueno continuó» (Bravo 1993: 61).
Continúa relatando Nicolás Palacios:
«La fusilería entretanto disparaba sobre el pueblo asilado en las carpas de la plazas y a los que huían desalentados del centro del combate. Entre los espectadores que me rodeaban oí las más enérgicas interjecciones del castellano; vi a muchos llevarse el pañuelo a los ojos, y a don Carlos Otero, secretario de la Combinación Salitrera, caer presa de un síncope» (Bravo 1993: 62).
Y como si lo anterior fuera poco:
«Callaron las ametralladoras y los fusiles, para dar lugar a que la infantería penetrase por las puertas laterales de la Escuela descargando sus armas sobre los grupos aterrados de hombres y mujeres que huían en todas direcciones» (Bravo 1993: 61).
Terminada la masacre los huelguistas, junto a sus mujeres e hijos, huyeron en dirección al Hipódromo. Uno de ellos:
«Trató de desviar el camino y dando traspiés agónicos, se apartaba a un lado del camino, cuando fue visto por un soldado de la caballería, quien enristrando su lanza con banderola chilena, corrió hacia él y se la hundió en las espaldas» (Bravo 1993: 61).
La cantidad de masacrados en los hechos del 21 de diciembre de 1907, es difícil de precisarlo. Advis, en su obra La Cantata…, habla de tres mil seiscientos. Palacios, la hace fluctuar entre mil cuatrocientos a ciento treinta. Devés lo sitúa en los quinientos sesenta.
En todo caso, e independiente de la cantidad de muertos, los hechos de la Santa María, ocupan un lugar casi central en nuestra identidad cultural. Al margen de los libros de historia, la tradición oral se encargó, de socializar este hecho. Leyendas sobre los muertos que penan en la Escuela Santa María, el río de sangre que bañó la calle Barros Arana, el antepasado nuestro que se salvó de la metralla, constituyen, entre tantos otros hechos, la memoria viva de lo que allí sucedió.
No obstante lo anterior, es mérito del iquiqueño Luis Advis, como ya lo dijimos el haber puesto, en la mesa de la historia este hecho. El impacto que La Cantata provocó en la sociedad chilena, es imborrable. Iquique, la asumió como un nuevo himno de la ciudad, trágico, pero inconfundiblemente arraigado en nuestra identidad de pueblo que buscaba un futuro mejor.
El testimonio literario
Por otro lado, y ante el olvido sistemático de la historia oficial, la literatura se preocupó, en base sus propias claves de narrar el hecho. El iquiqueño González Zenteno, radiografiando la situación de la ciudad, a principios de siglo manifiesta:
«Los comienzos del siglo XX no fueron propicios para el norte. El malestar cundía como una epidemia. Muchos barcos anclados en los puertos, mucha frivolidad y corrupción, mucha miseria. Encontrados intereses se disputaban la hegemonía del nitrato. Capitalistas chilenos, peruanos, bolivianos, ingleses, franceses, suizos, norteamericanos, pugnaban por implantar su predominio. Y el signo monetario desvalorizándose vertiginosamente. La matanza de 1907 no se hizo esperar. Los obreros, que bajaron desde la pampa al puerto, reclamando airados una moneda estable, recibieron abrumadoras raciones de metralla» (González 1956:32).
Uno de sus personajes, la Timona, en su novela Los Pampinos, muestra en su cuerpo, la señales de la matanza:
«Se desgarró -la Timona- la blusa y mostró sus pechos morenos.
-Mirad: esta es la herencia de la Escuela Santa María. Cicatrices. ¿Hechas por quién? Por ellos, por los bárbaros, que se llenan la boca con el honor y el patriotismo» (González 1956: 111).
En la novela de Nicomedes Guzmán, La luz viene del mar, Ceferino López, recuerda así la matanza:
«El crimen se llevó a cabo casi en media tarde. Los hombres sabiendo que se les engañaba, exasperándolos a fuerza de esperas inútiles, declararon su voluntad inamovible de no abandonar la escuela…Entonces, comenzó el tiroteo… Los fusileros de «La Esmeralda», obedeciendo las órdenes superiores, echaron por tierra a cientos de hombres… Fue una matanza impiadosa, que nuestra historia no registra, por lo feroz, seguramente… La historia no hace comúnmente sino elogiar la acción militar… Registrar una cosa tan espantosa como la que les cuento es ir en contra de las costumbres y negar todos los obligados elogios… Se dice que murieron más de dos mil obreros… ¡Sangre que nos pertenece derramada fríamente!… ¿Estábamos sin defensa, no podíamos hacerles frente!…¡Lo de siempre!… La sentencia bíblica de ganar el pan con el sudor de la frente se ha cumplido en Chile mediante heroísmo mojados con sangre… Ustedes, compañeros, vieron recién la vieja tumba… Allí están los huesos de nuestros camaradas. Yo conocí a muchos de ellos… Pueden haber sido diez, cien, mil o más… La cantidad no cuenta, sino el hecho… ¿Esto es: lo tremendo es el hecho!…» (Guzmán 1963: 203).