Todas las culturas han se enfrentarse de un modo u otro, a la contingencia de la muerte. Siendo ésta un hecho biológico, los hombres y las mujeres, a través de su cultura, han construido respuestas al hecho de la finitud de la existencia humana.
La muerte -del tipo que sea- enfrenta al hombre a una especie de sin sentido, a una angustia ante la ausencia de un ser querido. La mentalidad de occidente marcada fuertemente por el cristianismo ha construido respuestas frente a la pregunta existencial del por qué de la muerte. Ambos polos de la existencia, a saber, vida y muerte habitan territorios autónomos, apenas ligados por el recuerdo y por las visitas periódicas a los cementerios. La muerte, desde esta perspectiva, es vista como una ausencia definitiva, sin retorno, aplacada quizás y tan sólo por la promesa de una estancia mejor en el más allá, que asume la idea del paraíso.
Los pueblos andinos han construido otras respuestas y sobre todo se han hecho otras preguntas acerca de la vida y de la muerte. Para el hombre andino, hay una línea de continuidad entre estas dos realidades.
Para entender mejor esta forma de mirar el mundo, es preciso recordar que la cultura andina, se construye y alimenta sobre la premisa de que el mundo es una entidad de la cual el hombre forma parte. Integra un todo en la que los muertos al igual que los animales y la naturaleza también concurren.
Se trata de una visión de mundo, que comporta una ética y una estética. Una percepción de que el equilibrio que implica un orden debe ser mantenido para evitar la propagación del caos. Los rituales juegan aquí un rol de importancia primordial.