La guerra civil del 1891 que trajo como consecuencia la destitución del gobierno constitucional de José Manuel Balmaceda, ayudó a construir la imagen de Pisagua como sitio de cárcel y de tortura. La desconocida novela «Revolución» de Anselmo Blanlot Holley, editada en Buenos Aires en 1894 describe la situación de Enrique Vedia un oficial leal al presidente que es tomado prisionero. El relato es el siguiente:
«Pisagua, se había hecho notar entre los pueblos del norte por el salvajismo de sus masas.
El destino condujo á este puerto al desgraciado capitán. Fue encerrado en la cárcel, junto con unos pocos reos comunes: los demás habían ingresado á las filas de la revolución.
EL trato que se le dio, fue, si cabe, más humillante y duro. La ausencia de sus compañeros contribuía á incrementar sus pesares. La muerte habría sido un beneficio inmenso para el infeliz.
Una mañana apareció sobre la cumbre de los cerros del sur una bandera roja. El vigía anunciaba buque enemigo a la vista.
El pueblo se puso en conmoción. Huyen unos hacia la pampa; escóndanse otros en los sótanos de los almacenes; apréstense muchos á defender la plaza.
De repente, alguien recuerda que hay una víctima que sacrificar, -víctima indefensa y sagrada, – cuya sangre fortalecería las entrañas de los heroicos regeneradores de Chile.
Corre por las calles, gritando:
-¡Que se nos entregue el prisionero!
Las fieras acuden y aplauden.
Cuando la poblada llega á la cárcel, ha aumentado considerablemente. Hombres, mujeres y niños; nacionales y extranjeros, se arremolinan en torno del centinela y no cesan de pedir la cabeza del prisionero.
Por fin, uno, más atrevido, echa á un lado al guardián y se abalanza al interior. La turba lo sigue.
Las noticias de las turbulencias callejeras han precedido á los asesinos.
Enrique, ve próximo el término de su vida. La muerte no le arredra. Peo los ultrajes, los martirios, sí.
Quiere ocultarse, pero ¿dónde?
Cuando la turba invade el patio de la cárcel él abandona la rejilla de su calabozo. Aquella horda de descamisados lo horroriza; adivina en sus rostros el fin que se le espera.
-¿Dónde está el prisionero?
-Allí, allí -gritan los otros detenidos, temerosos de ser equivocados con él.
En un abrir y cerrar de ojos la puerta es desquiciada.
La turba quiere ahogarlo ahí mismo.
-No, no- gritan de más atrás.- ¡En la calle! ¡En la calle!
Todos tienen igual derecho para gozar del tremendo espectáculo.
Sacan á Enrique, resguardándolo, para no malograr el entretenimiento por precipitación.
¡La presa está segura!
Las mujeres se empinan para contemplar al odiado dictatorial; los niños se encaraman á las ventanas para divisarlo; los hombres pugnan por acercársele.
Los presos aprovechan de la ocasión para escabullirse.
Llegan á la calle, y la matanza empieza.
Le arrancan á tirones el hediondo traje que cubre su cuerpo. Cien manos lo atenacean, cien corvos lo pinchan, cien bocas lo escupen.
Sus lamentos se pierden entre el infernal vocerío.
Le arrancan á puñados los cabellos y la barba.
Nadie quiere quedar sin parte en la función.
La víctima, cae.
Los chacales lo destrozan.
En un instante lo desarticulan y se reparten los despojos. Uno, levanta una pierna; otro, un brazo; aquel, el tronco; el de más allá, la cabeza.
¡Los energúmenos llegan hasta el muelle y agitan los informes restos en ademán de desafío…!» (Blanlot 1895: 392-95).