En la pampa desolada el oasis de Pica aparece ante los ojos cual milagro de verdura. Un prodigio florecido de azahares, de doradas naranjas y de limoncitos – hay que nombrarlos en diminutivos como a propósito para juegos de niños – redondeados de un verde amarillento, incontables entre las ramas y las hojas de árboles gigantes. Durante los doce meses del año abastecen los mercados del Norte y en ninguna casa falta el limón de Pica y las naranjas dulces, dulcísimas. Las guayabas y los mangos; las buganvilias y los claveles; los alelíes y los cactus rígidos, espinudos propios de la aridez sin agua.
Para explicar el origen de esta mancha verde en medio del desierto, la leyenda, auxiliar del hombre desde las más remotas épocas, ha dado a Pica el atractivo de fijarlo en la imaginación de sus gentes, con aristocrático entronque con los hijos del sol. El amor en el cruce de dos razas, el blanco europeo y el indoamericano forjó su historia.
En Pica la vida es larga, en muchos sobrepasa el siglo; lo corriente son los noventa años en el empleo del trabajo cotidiano con la cabeza lúcida. Sentado a la puerta de la vivienda en los atardeceres cálidos, la memoria retrocede a las cosas que oyeron de otros viejos como ellos, eslabonados en la sucesión sin término.
María Eugenia Vara
El Tarapacá
Martes 5 de marzo de 1963, página 3.