Jamás imaginó el pescador de Tocopilla, al ver al chico que intruseaba entre sus artículos de pesca, que al bautizarlo como Chiricaco, por su tremendo parecido con ese pez chico y de hocico grande, que años después, en Iquique, se encendería una disputa por identidad. Una lucha por ostentar el apodo de Chiricaco entre los hermanos Cáceres. Es probable que ese pescador tocopillano haya muerto sin haberse enterado jamás del jaleo que armó.
El afán involucrado en el poseer la exclusividad del sobrenombre es algo que está fuertemente relacionado con el tema de la identidad. El sobrenombre, en tanto segundo bautismo, y por cierto, más importante que el primero (¿cuál es el nombre de pilas de los Cáceres? ¿Sabía alguien, independiente de sus parientes, que los Chiricacos eran de apellidos Cáceres?) ha generado una disputa tan iquiqueña como universal. A saber la disputa por el rótulo, la tradición y de cierto ADN no del todo aclarado.
Chiricaco, el turronero, reclama para sí el sobrenombre. Su hermano, el de la mula con pantalones, el de las promesas incumplidas por Don Francisco, estaba en lo mismo.
Chiricaco, el viejo pascuero que se columpiaba en los altos de la tienda El Faro, tienda que fue «luz de su economía», creadora exclusiva de los pantalones «cop de roc», y que se apagó tragada por las tres primeras letras de una trasnacional santiaguina, alegó, con documentos que nunca mostró, su identidad.
Su hermano, el Kramer versus Kramer iquiqueño, versión local de Dustin Hoffmann, con su sonrisa abierta, no cejaba en su intento de ser el único. Al final terminó por la prensa con la disputa, y manifestó que el apodo le quedaba mejor a su hermano.
El verdadero Chiricaco, en tanto personaje local, ha sufrido una serie de cambios que es preciso anotar, no por el rito del rigor, sino más que nada para complementar el hecho que la identidad es un fenómeno dinámico. Viejo-pascuero en diciembre, ya que en otro mes no podría serlo; turronero de toda una infancia, la mía por lo menos; peregrino eterno del baile de Los Morenos Rusos de la Virgen del Carmen, incluso cuando fue prohibida la fiesta del 16 de julio, por el cólera, los «Morenos de Chiricaco» fueron los únicos que traspasaron las férreas fronteras que el Dr. Aguirre había forjado. Suplementero por hoy, en su bicicleta cubierta por buenas y malas noticias, con su gorro y cola larga tal como lo dicta la moda; aymara a veces con su chaleco rojo y negro y activo militante de la causa indígena (¿una identidad prestada?), reclama a quien quiera escucharle que él es el verdadero Chiricaco.
No cejó en sus intentos por demostrar lo indemostrable. El pescador tocopillano, al estar en mejor vida, no puede dar testimonio. Acudió incluso a cierto libro iquiqueño donde sale citado para probar lo improbable.
Pero al final, como dice Germaín de la Fuente «como un final de cuento» su hermano, Luis Alberto, en un gesto imitable y en defensa de la armonía familiar, proclama la paz y se despoja del sobrenombre. «Prefiero que me conozca como el Kramer iquiqueño» manifestó, en clara alusión a su responsable paternidad.
Lo cierto es que en Iquique, apodarse Chiricaco, es todo un emblema de identidad. Aunque en este puerto que a dos hermanos le llamen de ese mismo modo, es una especie de afrenta, no del todo bien entendida. Mas, Chiricaco, hermano menor de Luis Alberto, puede vocear tranquilo su identidad y sus periódicos.
Tomado de:
Bernardo Guerrero Jiménez. Del Chumbeque a la Zofri. Los aromas de nuestra identidad cultural.
Tomo III. Universidad Arturo Prat/ Centro de Investigación de la Realidad del Norte. Iquique, Chile, 1999, Pág. 186.