No pudieron matarlo esa madrugada de octubre en Pisagua. Por lo mismo, escondieron su cuerpo. Tenían todo a su favor, menos la razón, menos la historia, menos la memoria. El odio de sus captores era celebrado por champañazos en Iquique y luego donando joyas para la reconstrucción nacional, esas que la Lucía, luciría como prendas personales.
Freddy Taberna Gallegos, el Pete, supo dejar el barrio para volver a él. “Voy vuelvo” dijo. El Morro lo esperó como siempre con las puertas abiertas no sólo de sus casas, sino que también de sus queridas pozas en la playa Bellavista.
Lo demás es historia conocida. Su nombre era deletreado con susurros con una gramática clandestina y temerosa. Mataron al hombre, pero crearon un mito. Por lo mismo, sigue viviendo por aquí y por allá.
Un domingo pandémico de mañana trataron de repetir esa madrugada de octubre de Pisagua. Esta vez, mancillaron ese mural que se niega a ser lápida. Deben ser los nietos de aquellos que cantaron “Libre” esos días en que la muerte era el pan de cada día y de cada noche. Recordé a los conquistadores españoles que destruían las huacas andinas, que no era otra forma de matar a los muertos. Pero Freddy está vivito y coleando. Ahí está esa mirada que alguna vez me llamó la atención y me instó a estudiar. Ahí está esa cabellera y barba negra que nos recordaba al Che. Dejó una semilla en la arena, una flor, un pez, una matraca, un emboque, un racimo de presencias que cada año se multiplican.
De otro modo no se explica que su barrio, El Morro, en un dos por tres, juntó rabia y reconstruyó ese rostro que nos mira, que nos vigila y que nos recuerda, que su no presencialidad, es una de las tantas formas que buscó para recordarnos que está aquí.
Bernardo Guerrero Jiménez
27 de septiembre de 2020