El Carnaval, fiesta pagana, que en épocas pretéritas hizo a nobles y reyes del viejo continente confundirse con sus pueblos en locas y descomunales algarabías: Enrique III y Enrique IV recorriendo las calles de París; Venecia aureolada de bailes, cantos y serenatas; Roma, alfombrada con flores de la campiña; España, con sus fiestas típicamente regionales de Cataluña, Castilla y Valencia. Y en América, Río de Janeiro; Buenos Aires y Montevideo, vale decir siempre las capitales a la cabeza de las bulliciosas mascaradas carnavalescas, rindiéndole culto al Dios Baco, que sabiamente puso en el corazón de la uva al ángel y al demonio para embriagar y enloquecer a la humanidad.
Pues bien, Iquique, en el brazo extremo y moreno del país, circunvalado de cerros y mar, si bien es cierto no tuvo nunca viñedos, siempre tuvo Carnavales.
Todos los años, en la Avenida Balmaceda, en el sector que comprende la Plaza O’higgins, bajo una rutilante red de luces, gruesas columnas de paseantes van y vienen enchallándose con abundante profusión de papelillos picados, que cual nevazón de verano, cae copiosamente sobre cabezas y hombros de la multitud. Por sus laderas, kiosquitos pintorescos con parpadeantes luces chillonas atraen al transeúnte, ofreciendo sus mercancías.
Los chisguetes lanzando finos chorritos fríos alcanforados. Las serpentinas culebreando los espacios. Los gritos guturales característicos de ¡chayáaaa! aquí allá y acullá, mezclándose con otras especies menores, hacen a ratos semejar la Avenida Balmaceda a un zoológico colosal en que dos columnas inmensas de paseantes van y vienen, estirándose, enroscándose y encogiéndose de un extremo a otro como si fuesen dos serpientes desarticuladas y fenomenales. Una pileta lumínica de cambiantes luces de colores, lanzando chorros fríos de agua que el aire evaporiza, decora la farándula al paso que la juventud se entrega a los ritmos danzantes en los albos lunares de conchuela en el Parque del Salitre.
Eduardo Barrios, que pasó en Iquique su adolescencia y parte de su juventud, le dedica a estos carnavales de principio de siglo en su obra “Un perdido” varias páginas de elocuente palpitación. En aquellos años, era la Plaza Prat el principal centro de atracción. Allí estaban pierrot y colombina entre mascaritas y bufones de remedos grotescos alusivos y sugestivos. Y esta vez, nuestra Plaza Prat, bandeja circulante de la ciudad, se sumó también a la tónica alegre de las carnestolendas festividades.
Y hoy como ayer, en un Domingo de Tentación, se entierra el Carnaval.
Las playas acusan la afluencia de gran gentío.
Allí está la clásica carreta de nuestro pueblo, con sus varas levantadas. Sobre ellas una sábana y debajo, la fiesta ardiendo entre hombrotes y mujeres; jovenzuelos engallados y chicas que no lo hacen mal; rapaces a granel y, con ellos, el perro, el gato, el loro y el burro en un solo y solidario clan.
Las carpas como manchitas blancas bordean la inmensidad del mar.
Los “asados al palo”, las presas de aves, los lechoncitos y las empanadas, están a la orden del día.
La chicha burbujeante y espumosa, hace gorgoritos en las gargantas.
El Dios Baco, el Dios del Vino, transforma las damajuanas en cataratas improvisadas que riegan generosamente los estómagos de todo aquel gentío en extremo alegre, que festeja precisamente su defunción.
Las guitarras tienen un sitio de honor; las cuecas bulliciosas, con sus pañuelos alegres, marcan el paso juguetón de parejas improvisadas entre un paisaje de tierra, sol, arena y mar.
¡Es la cueca nortina! Con sabor a pampas, y tierras minerales, acusando relieves propios y acentuando diferencias vitales, con su hermana la cueca del sur.
¡Allá las espuelas muerden el pasto verde, y del manto ondea al viento fragancias campesinas!
Aquí el aire salino, la espuma y fosforescencias del mar, la blanca arena de las playas, y el manto azulado del cielo rayado intermitentemente por bandadas de gaviotas que se deslizan como puntos suspensivos, tienen como elementos de composición de un paisaje netamente local una seducción hasta ahora no conocida para el resto del país.
Y así corren las horas alegres, como corren siempre las horas felices, terminando el Domingo de Tentación, cuando el viento empieza a cosquillar las carpas y la tarde a hincharse y enrojecer hasta reventar como una granada y luego las olas empiezan a encresparse, elevándose cada vez con mayor fruición para tender y extender su blanca lengua de espumas, entre los sobrados de un banquete halagador, en que seguramente ni siquiera falta algún “chopazo” a la chilena que le dé más colorido a estas alborotadas y tumultuosas fiestas paganas.
Y así nuestro pueblo de vuelta a la ciudad, en su clásica carreta, entre el bullicio de las últimas comparsas de curiosos y humorísticos remedos, da término un año como otro, al eufórico carnaval, entre farándulas improvisadas de camiones, liebres y góndolas atestadas de gente y unos que otros autos bulliciosos.
Cavancha
Julio Miller Rivera
Sábado 15 de febrero de 1964, Año I, N°327, p.3.