El «Matacollo» y el «Ferrito»

Panorama de Mocha –Riquezas agrícolas y mineras- Las leyendas del cerro que anuncia la muerte y del ataúd que anda

En nuestro afán de conseguir un mejoramiento cada vez más efectivo de la Revista Universitaria y de ofrecer un panorama ecléctico de todos los ambientes e ideologías, nos complace presentar esta nueva sección en la que insertaremos algunas leyendas y supersticiones comunes entre las poblaciones indígenas de la zona.

Para muchos seguramente tendrán el atractivo de la novedad o del simple comentario irónico y para otros, constituirán estas supersticiones fuentes de estudios de los atavismos e idiosincrasia regionales.

Panorama.

Mocha, lugarejo nativo situado estratégicamente en una hondanada guarecida entre gigantescas montañas que se yerguen majestuosamente y como saludándose en el encuentro que la Naturaleza ha hecho de tres grandes quebradas; Ocharasa-Huaviña Amaycache. Grandioso consorcio molítico.

El caserío con sus sesenta casas construidas pobremente de barro y cañas, adobes y rastrojos de trigo, más una veintena de mejor edificación, parapetadas en las faldas del Matacollo y el Colorado, parecen tener con frente hacia el valle y río vista presente y como de custodia de las chacras que en una extensión de cinco kilómetros muestran el verdor y el trabajo de la tierra e invitan al forastero que caminó horas de horas cansando la vista a través del desierto a preguntarse: ¿Qué prodigio es éste?

Valle Mocheño-tierra de las peras que en toda la provincia han conquistado nombre. Es la arboleda de perales difícil de precisar por su número, la gracia y la hermosura del lugarejo indígena.

De clima privilegiado, sin días demasiados calurosos ni noches muy frías. Con ligeras lluvias discontinuas entre fines de Diciembre y fines de Marzo. Su producción agrícola: trigo y maíz, pasto, verduras y hortalizas. Facilidad para la producción de árboles frutales, pero sólo en evidencia los perales cuyas plantaciones se remontan a fechas difíciles de precisar. Sistemas nativos y rudimentarios de trabajo. Buena posibilidad de comercio por la ubicación del valle dentro del interior de la quebrada que le hace un centro de concentración frutera y metalífera. Concepto que se vería reafirmado la vez que se construya la huella camionera desde el Alto Campamento hasta el mismo pueblo de Mocha.

Aluminio en Puchurca, cobre, oro, plata en Mocha, en Huaviña, plata; cobre nativo en Limasiña (Chislihua); plata y aluminio en Pahuanta; Coscaya rica en oro, plata, cobre, manganeso y potasa, amén la diversidad de tierras de colores de fácil empleo en la pintura que se encuentran en los cerros que rodean los contornos del valle mocheño.

Hasta el momento no ha sido posible la explotación de tanta riqueza por lo dificultoso que resultan los medios de movilización que cercenan la mayor parte de los capitales arriesgados en estas empresas. Además mantengo la convicción de que son contadas las personas que se han adentrado en estos interiores con el objeto de cateos y búsquedas de minerales y si algunos lo han logrado han sido personas de escasos recursos económicos que al poco tiempo han abandonado los propósitos.

Supersticiones.  El «Matacollo», cerro cuyo nombre aymara significa en castellano «pozo de plata» y para otros nativos «visionario de malas venturas», tiene una altura de más o menos 150 metros, está junto al Colorado que es de doble altura y ambos hermanados al Aymalupe, cumbre de unos 500 o más metros de alto y cuyo nombre traducido es «Cerro gentil, donde se pone el Sol».

Imagen El «Matacollo» es materialmente blando, de constitución arcillosa y en su falda noroeste se encuentra una boca mina que tiene sólo unos cuatro metros de fondo en sentido longitudinal. Fue un forado que abrieron algunos nativos para sacar cobre de unas vetas que se muestran al Sol. Pues bien, este cerro conserva para los nativos una tradición supersticiosa que aún la mantienen intacta. De vez en cuando provoca un ruido idéntico que el que antecede a un temblor. Parece que el caserío fuera a remecerse todo integro, pero no sucede tal cosa, pues todo no pasa más que de ser un ruido, un «bramar» como ​dicen los nativos. Pero la superstición que derivan del «bramar» del «Matacollo» no es del todo favorable para los que se encontraron enfermos, ya que a ellos el «Matacollo» les está indicando que la muerte les ronda muy de cerca y que más de alguno de los pacientes irá a dormir en el reinado de las sombras eternas. Para el que escribe, no poco trabajo fue el de llevar la calma a un nativo enfermo que para desgracia era el único enfermo de la Villa, pero que fatalmente siguió el camino, impulsado evidentemente por la vejez de un organismo gastado por el trabajo y el pesimismo acrecentado por el «bramar» del cerro chuncho.

El ferrito.- Palabra que según me parece es una degeneración de la palabra «féretro» en la jerga nativa. Tal denominación la recibe un ataúd cuyas formas son las de un simple cajón rectangular que se guarda en la iglesia destinada a servir a todos aquellos difuntos que en la hora del deceso aún ni siquiera poseen la caja mortuoria. Por lo general, los servicios abarcan casi justamente hasta la hora del entierro. Es por lo tanto, un ataúd que lleva en sí el cortejo quizás de cuantos males y enfermedades acumuladas desde luengos años, puesto que según averiguaciones con un nativo de 72 años de edad lo conoció desde niño tal cual ahora se encuentra.

​La simple observación nos da la clave de tal veracidad, ya que lo gastado de su madera de molle y sauce, como a la vez sus clavos de madera le denuncian como muy mínimo más de un siglo.

Lo interesante es la superstición sobre el curioso ataúd. Para los nativos el ataúd no es ni más ni menos que un «ente» dotado de vida y cuyo poder lo manifiesta en las noches al salir a dar sus andanzas por el villorio con la consiguiente estupefacción de los nativos que ni siquiera atinan a salir de sus casas. Y el «ferrito» coloca de consiguiente en el ánimo de los mocheños, un acobardamiento y timidez envueltos en cierto respeto sagrado, que se acrecienta al descender grada tras grada entre el rechinar quejumbroso de sus clavos de madera y sus goznes enmohecidos.

Es tradición mantenerlo guardado como ya anteriormente expliqué, en la Iglesia y se le asegura con pesadas piedras y aún más, ha sido a gruesa cadena. Sin embargo, el «alma» del cajón parece ser una eterna bohemia que gustara de vez en cuando ambular en las medias noches de luna y extasiarse ante el conticinio de la noche añorando quizás departir con «humanos» en sus servicios de algún velorio, ya que en sus correrías sólo le rodean puertas y ventanas cerradas y la soledad augusta y sobrecogedora del valle.

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Autor: J. Luis Sierra A.
Publicado en Revista Universitaria, N° 14, p. 26,27 y 28.
Iquique, noviembre de 1937

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