El Casanova iquiqueño: Che Carlos

Che Carlos parece no entender esta ciudad. La Plaza Prat y su paseo dominical donde la sociabilidad iquiqueña circulaba los domingos por la noche, ya no existe. La reemplazó el mall. En una de las esquinas de la Plaza, Che Carlos fantaseaba acerca de sus amoríos, clandestinos y prohibidos, claro está.

Con su hablar pausado, su terno porteño y su corbata a rayas, Che Carlos divagaba acerca de sus riquezas mineras en un cerro de Iquique, a la par que nos deleitaba con sus amoríos liceanos. Su bicicleta, cual Rocinante, testigo fiel tanto de sus deslices como de sus desventuras en las noches solitarias de su cuarto de pensión, conoció palmo a palmo sus conquistas.

Su radio a pilas, seguramente comprada en el puerto libre de Arica, lo acompañaba. La radio Lynch en la voz del Maestro Toledo anunciaba el tango «Caminito que el tiempo ha borrado…» y nuestro Che Carlos parecía sumergirse en las tranquilas aguas de esa nostálgica canción, como queriendo avisar la implacable llegada de los tiempos del mall.

Mil y una aventuras amorosas vivieron en la imaginación de este galán iquiqueño.

Acosado por las liceanas y perseguido por sus padres que no lograban entender la relación entre su quinceañera hija y esa galán sucio y hediondo -pero dueño de un peinado a la cachetada inédito para ese Iquique que llegaba hasta Cavancha-, Che Carlos hubo de esconderse detrás del círculo que le armábamos en las noches de otoño en la Plaza Prat. Entonces pronunciaba los nombres de mujeres que brotaban suavemente de sus labios: María, Patricia, Juana, Carla y un sin fin de reinas de la primaveras que fueron seducidas junto a la radio y su bicicleta color negro.

Cuánto envidiábamos a este iquiqueño, mezcla de Gardel y Valentino. Los más grandes compartían la lujuria, entonces parca, y creían conquistar también a las reinas; nosotros más chicos, junto a mi primo, nos brillaban los ojos al ver tanta belleza en su corcel negro marca Hércules.

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