Desembarco y toma de Pisagua(2 de noviembre de 1879)

A las 14.00 horas, la bandera chilena era izada en un poste telegráfico en la parte alta del puerto por el Subteniente Rafael Torreblanca del Batallón Atacama. Era la señal de la victoria.

I.-Proclama del General en Jefe al Ejército

«Soldados:
«En pocos momentos, habréis pisado ya el suelo enemigo i con la primera victoria habréis principiado a aplicarle el castigo merecido por la alevosía de su agresión”.

«Tenéis en vuestras manos la suerte de la patria que os ha dado esas armas para su seguridad i para nuestra gloria. A la entereza del alma corresponde siempre la entereza del brazo, i vosotros soldados, que sois de la raza de los libertadores de esta tierra ingrata i de los que pasearon triunfante por sus campos i ciudades en 1838 el tricolor de la República, vais a continuar ahora esas nobles tradiciones del heroísmo chileno”.

«Soldados:
La patria lo espera todo de vuestro esfuerzo. Dios os protege; la inmortalidad os aguarda.
¡Adelante!”.
«Vuestro General, E. Escala»

II.-La escuadra en Pisagua

“Al amanecer del día 2 la escuadra se encontraba a la altura de Pisagua.


Dos horas más tarde se diseñan perfectamente, aunque medio velados por la bruma de la mañana los elevadísimos cerros de Pisagua i de Junín. Los buques avanzan a media fuerza hacia Pisagua, marchando adelante los de guerra. El convoy, que ocupa un radio como de ocho millas, presenta un cuadro imponente.


La O’Higgins adelantándose al convoy es la que entra primero i a las 6 de la mañana estaba a tiro de cañón de las baterías.


Mientras tanto el Cochrane, la Magallanes i la Covadonga avanzaban rectamente en dirección al puerto.


Los buques enarbolan sus banderas. Las naves inglesas, vienen detrás.
A las 6.20 izó el Cochrane su bandera i puso señales a los buques de guerra para que tomasen la colocación que se les había designado.

En tierra había, mientras tanto, una grande agitación, i se veía un no interrumpido cordón de gente trepando las empinadas cuestas que por todas partes rodean la población, algunos llevando grandes atados de ropa.


Ya se podía también distinguir claramente el campamento enemigo, situado en la meseta, i las tropas formadas en batalla dando frente al mar. Su número ascendería unos 600 hombres de infantería.


En la parte baja de la ciudad se veía igual número de tropas, acantonadas en los fuertes sur i norte, en las trincheras del centro i entre las peñas del desembarcadero.

A las 6.30 se ponen en movimiento los buques de guerra para ocupar sus posiciones de combate, colocándose la Magallanes i la Covadonga al norte para amagar por ese lado i la O’Higgins i el Cochrane junto al fuerte sur.


Las tropas enemigas que coronan la meseta han permanecido en su puesto, lo que parece indicar que hay en la planta baja suficiente número de defensores de la playa.


A las 6.55 pone el Cochrane señales de romper el fuego sobre las baterías enemigas, i todos los corazones palpitan con indecible ansiedad.

A las siete de la mañana en punto suena el estampido del primer disparo de a trecientos del Cochrane, dirigido al fuerte sur situado en la altura de un montón de rocas. Las tropas apiñadas en la cubierta de los trasportes prorrumpen en un estruendoso ¡Viva Chile!, al mismo tiempo que las músicas militares entonan la Canción Nacional i el himno de Yungay.


Un minuto más tarde rompe el fuego la O’Higgins contra el mismo fuerte, i con tan certera puntería, que la granada estalló sobre las cabezas de los artilleros peruanos.


Le Covadonga en seguida dirige sus fuegos al fuerte norte, i al primer disparo se ve subir desde el parapeto un penacho de humo que cubre todo el recinto. No había podido ser más afortunado el tiro, cuyos efectos fueron visibles, porque se vio que los defensores de la batería, presa de invencible pánico, se desbandaban en distintas direcciones.


No sucedió lo mismo en el fuerte sur, que a los, 10 minutos lanzaba su primer disparo al Cochrane aunque con tan mala dirección, que la bala pasó por sobre la arboladura i fue a sumergirse en el agua a gran distancia.


Otro proyectil pasó cerca de la Magallanes, que dirigía sus tiros, ya al fuerte, ya a la batería en construcción situada a media falda al frente de la población, i por fin, el tercero i último que disparó fue a dar cerca de la Covadonga, que continuaba cañoneando a los fugitivos del fuerte norte para impedir que se rehicieran. Un tiro de la vencedora de Punta Gruesa hizo también enmudecer un cañón pequeño que al principio hizo un disparo i que se hallaba colocado en la punta del morro norte.


El último disparo del fuerte sur fue hecho a las 7.33 de la mañana, estos tres tiros fueron hechos con un cañón Parrot de a 110.


El cañoneo, sin embargo, continuó con vigor hacia la parte sur de la ciudad i en dirección al fuerte, rivalizando en precisión las punterías del Cochrane i las de la O’Higgins, un tiro de este buque fue tan bien dirigido que dio sobre la sobre-muñonera del cañón de la batería destruyendo las miras i el alza.


A cada momento estallaban en el parapeto mismo las granadas de los cañones de grueso calibre, añadiendo su efecto mortífero al terrible fragor de sus detonaciones. Aquellos cerros altísimos i escarpados repercutían con estrépito el estampido i parecían desplomarse sobre las cabezas de sus defensores, al mismo tiempo que los proyectiles esparcían por todas partes la desolación i la muerte.


Ya a las 7.50 habían huido desordenadamente los artilleros peruanos, después de haber intentado en vano rehacerse i disparar de nuevo el cañón, que estaba cargado i listo para hacer fuego. Pero en cuanto asomaban la cabeza, una nueva granada de nuestros buques hacía en ellos tremendos destrozos, hasta que se vieron obligados a abandonar por completo el recinto. Los que no huyeron se ocultaron en los hoyos situados tras el fuerte, i muchos de ellos fueron encontrados allí por los soldados chilenos.


Una vez apagados los fuegos del fuerte, la Magallanes se acercó como a 150 metros de tierra por permitirlo el mucho fondo del puerto i mantuvo un vivo fuego de rifle i cañón contra los soldados que se encontraban en tierra tras de parapetos que solo permitían ver sus cabezas.


Cincuenta i cinco pontoneros que se encontraban a bordo de ese buque acompañaban a la marinería i guarnición a sostener con actividad el fuego i por parte del enemigo lo fue  igualmente, no causando la menor novedad a bordo, con excepción de algunos agujeros en un bote, casco del buque i chimenea.


El cabo de artillería de marina de la guarnición de este buque, Marcelino Romero mató, durante el ataque, a un oficial que iba montado en una mula baya llevando, al parecer, órdenes de un parapeto a otro en donde estaban ocultos los enemigos.

A las 7.55 hacía el Cochrane a los demás buques la señal de «alto el fuego» al mismo tiempo que comunicaba al Amazonas, que por ese lado estaba ya expedito el camino para efectuar el desembarco, i apagados los fuegos de las baterías.


A esa hora los botes de los buques se encontraban al costado del Amazonas. esperando órdenes del jefe del desembarco para que les indicara a qué buques debían dirigirse en busca de tropas.

Detrás de cada peñasco de la playa, había colocado un soldado con su rifle.


Más allá de los peñascos, zanjas abiertas exprofeso, permitían a nuestros enemigos tirar a mansalva sobre nuestros soldados.


Más arriba todavía desde las encrucijadas de los caminos, hacían fuego parapetados tras fuertes murallas de piedra que los resguardaba completamente de los tiros contrarios.


Además, desde los terraplenes del ferrocarril, tiraban a mansalva, sin poder ser heridos por nuestras fuerzas.


Por último, en la cumbre del cerro, en el centro de la herradura, se veía el campamento de reserva cuyas tropas estaban protegidas por trincheras, i sobre todo por la bandera de la Cruz Roja que allí flameaba.


Ya a las nueve de la mañana, no estando aun lista la expedición de botes i viéndose que el fuerte sur principiaba a llenarse de fugitivos, el Cochrane rompió nuevamente el fuego e hizo señales a los demás buques de guerra para que lo imitaran.


La Covadonga principió de nuevo a disparar contra el morro norte, donde se habían reunido algunos enemigos; la O’Higgins dirigió sus tiros a los piquetes de tropa que avanzaban por el camino de la falda oriental, al mismo tiempo que la Magallanes, i el Cochrane disparaban al fuerte sur i a los parapetos que daban frente a los desembarcaderos i a la población.


En esos momentos los artilleros, diezmados de nuevo por las balas, huyeron en dirección a la altiplanicie, abandonando definitivamente el fuerte, trasformado ahora en un hacinamiento de cadáveres” (Boletín de la Guerra del Pacífico 1879-1881, El ataque de Pisagua, detalles completos de varios diarios, Editorial Andrés Bello, 1979, ps. 425-430).



III.-El desembarco

“Eran las nueve i media de la mañana cuando se destacaba del costado de la Amazonas una escuadrilla de 17 botes que se habían reunido allí a esperar órdenes, después de ir a distintos buques a recoger la tropa de desembarco que debían transportar.

Esta tropa se componía de la 1.ª i 3.ª compañías del batallón Atacama i de la 1.ª de Zapadores, o sea en todos unos 450 hombres.

El Capitán de Navío don E. Simpsom estaba encargado de efectuar el desembarco el cual dirigía de a bordo de una lancha a vapor.

Los botes se formaron en dos líneas i principiaron a avanzar en dirección a la playa situada al norte de la población.

Los botes con la bandera chilena avanzaban, sin embargo, después de reiterados esfuerzos de los oficiales para obligar a los marineros a que bogasen, pues aquellos bravos no querían volver la espalda al enemigo, sino coger un rifle i atacarlo de frente.

En ese momento la bahía de Pisagua presentaba un aspecto imponente i majestuoso.

Veinte naves de vapor surcaban la superficie de un mar terso i tranquilo como un espejo, i multitud de lanchas i embarcaciones menores, recorrían la bahía en todas direcciones.

Al estrépito de la fusilería se mezclaba el estruendo aterrador de la artillería, que, a menos de quinientos metros de tierra, hacía un fuego terrible sobre los enemigos.

Sobre todo esto, el incendio de una parte de la población i de un depósito de salitre, vino a dar al cuadro toda la majestad horrorosa del más reñido de los asaltos.

Ya a unos cien metros de la playa los botes se habían organizado en línea, a las indicaciones del capitán de corbeta don Constantino Bannen, que daba instrucciones a los remeros i exhortaba a los soldados a que no disparasen sobre el enemigo, invisible aun tras de las rocas de la ribera.

En esos momentos el Jefe de Estado Mayor, embarcado en la lancha a vapor del Cochrane, dirigió algunas palabras a los soldados animándolos a cumplir con su deber, pues de ellos dependía la suerte futura de nuestra patria.

En seguida los botes, formando una sola línea, avanzaron a toda fuerza de remo hacia las dos ensenadas, al mismo tiempo que los soldados bolivianos, escondidos tras las peñas i en la vía férrea, disparaban sobre ellos una terrible i no interrumpida granizada de balas.

Muchos soldados, marineros i oficiales fueron muertos o heridos por estos proyectiles, lo cual no impedía que los botes continuaran avanzando siempre hasta llegar a la playa.

En la ensenada del sur atracaron los botes que conducían a los Zapadores, i los primeros en varar allí fueron los de la O’Higgins i de la Magallanes.

El primer chileno a quien le cupo el honor de pisar el suelo enemigo en ese desembarcadero, fue el marinero Cayetano Villarroel de la O’Higgins, remero del bote mandado por el aspirante don Manuel Errázuriz.

En la otra caleta tuvo esta fortuna un bote del Loa en que iba embarcado el teniente segundo señor Barrientos i el aspirante don Alberto Fuentes.

El teniente Barrientos, cogiendo la bandera del bote, trepó por entre los rocas i la hizo flamear en el morro, afrontando la lluvia de balas que le dirigía el enemigo i que le destrozaron la ropa sin alcanzar a herirlo.

En cuanto al marinero Villarroel, cogió su rifle, i al grito de ¡Viva Chile! avanzó también por entre las peñas, dando luego muerte a un soldado enemigo que encontró a mano.

Mientras se efectuaba este primer desembarco, el bravo marinero alcanzó a echar por tierra a tres bolivianos, uno de ellos a culatazos, i no volvió a embarcarse en su bote hasta una hora más tarde, después de haber avanzado junto con los soldados hasta el primer atrincheramiento.

Las balas enemigas continuaban lloviendo desde la altura i diezmaban a nuestros soldados, por lo cual se hacía urgente mandar un nuevo refuerzo.


Además las tropas que guarnecían los desembarcaderos de la población, hostigados por los terribles disparos del Cochrane i viendo el peligro que corrían los defensores de la parte norte de la ribera, principiaron a correrse hacia ese lado, haciendo un mortífero fuego de flanco a la compañía de Zapadores.


En esos momentos se dio orden al Toltén, para que avanzara hacia la parte sur del puerto e hiciera fuego de cañón i de rifle al enemigo.


Al pasar el Toltén junto al Cochrane, el comandante Latorre le indicó que disparase por las claraboyas, a fin de evitar la mortandad de soldados que no dejarían de hacer a mansalva los contrarios; pero siendo imposible efectuarlo, a causa de la mucha gente que conducía el vaporcito (300 hombres) pronto tuvo que retirarse el Toltén con 17 bajas, de ellos dos muertos i quince heridos.


En vista de este resultado dio orden el Amazonas al Cochrane de «incendiar al enemigo,» a fin de obligarlo a abandonar la ribera frente a los muelles en donde se había parapetado tras los escombros, las casas, los montones de carbón i las rumas de sacos de salitre.


Efectivamente, pronto principió el Cochrane a dirigir sus fuegos hacia aquella parte de la plaza, i minutos más tarde comenzaba ésta a arder por cinco partes distintas.


El salitre se inflamó rápidamente levantando una espesa i sofocante humareda. Los montones de carbón de piedra situados en la playa junto a la estación del ferrocarril, unieron luego su negro humo al parduzco del salitre, i ambos arrastrados por el viento sur, fueron a envolver a los valientes de Zapadores i Atacama, que continuaban una rabiosa lucha.


Pero el enemigo parapetado tras aquellas defensas se vio obligado a retirarse i abandonar los escombros i la población, donde llovían los proyectiles del Cochrane i de la O’Higgins esparciendo el espanto entre sus filas.


Era el instante supremo del combate, porque aquellos fugitivos, viendo que flaqueaban los defensores de los desembarcaderos a que habían atracado nuestros botes, corrieron todos a parapetarse tras la casa de la compañía de salitres, que se destaca al norte de la población, i desde allí abrieron un nutrido fuego contra nuestros soldados.


Cuarenta minutos han trascurrido i los 450 bravos de Zapadores i del Atacama se baten siempre con la misma fiereza i coraje del primer momento.


Imposible parecía que aquellos 450 hombres se hubiesen sostenido durante tanto tiempo combatiendo contra fuerzas superiores en número i parapetadas tras de formidables trincheras. Desde el mar se veía sembrados de cuerpos humanos la rápida pendiente que a manera de ancho lomo sube desde el morro situado entre ambas ensenadas, i es imposible describir las sensaciones que todos, marineros, soldados i oficiales, experimentaban al ver aquellos valientes.


Los soldados del Atacama, sin embargo, subían como culebras la arenosa cuesta, i después de disparar un tiro medio recostados, principiaban a arrastrarse de nuevo hacia arriba.


La mayor parte de los que desde a bordo parecían cadáveres, examinados con el anteojo se les veía avanzar, levantando de cuando en cuando la cabeza para distinguir a sus enemigos y dispararles a quema-ropa certeros tiros.

I subían i subían sin mirar atrás i sin preocuparse de si eran apoyados, guiados únicamente por su coraje i su bravura. Hubo un grupo de cinco atacameños, entre ellos, según sabemos, el valiente capitán Fraga, que, después de posesionarse de la trinchera formada por la primera vía del ferrocarril, llegaba a la mitad del segundo tramo de la falda i se batía casi a boca de jarro contra los enemigos parapetados en esa nueva posición.


Allí caía herido gravemente el valeroso capitán, que con voz entera siguió animando a sus soldados a que continuasen subiendo.


Los Zapadores, mientras tanto, en vez de batirse como los mineros del Atacama, es decir cual leones rabiosos, con ímpetu, sin más orden de batalla que el indicado por la propia conservación, lo hacían ordenadamente, al son de la corneta, i desplegados en guerrilla al mando de su capitán. El mayor Villarroel, de este cuerpo, que fue a tierra en la primera división de botes, fue gravemente herido dentro del que lo conducía.


Los Zapadores sufrían de flanco un nutrido fuego del enemigo, parapetado en la casa de la compañía de salitres, a más de los tiros de frente que le dirigían desde arriba. No retrocedían, sin embargo, un paso i conservaban su orden de formación, avanzando lenta pero segura i resueltamente.


Todos aquellos bravos se habían apoderado de los peñascos de la playa batiéndose cuerpo a cuerpo con los enemigos i empleando, más que las balas, la bayoneta i la culata de sus rifles.


En el primer asalto de la playa, fatigados del largo rato que habían permanecido encerrados en la embarcación, saltaron a tierra como locos i escalaron ágilmente las rocas por distintos puntos, acompañados por los marineros, aspirantes i oficiales de los botes.


Los bolivianos, sorprendidos por aquella avalancha, disparaban a quema-ropa sin apuntar, i parecían absortos i paralizados a la vista de aquellas furias, sin atinar a hacer uso de la bayoneta. El valor frio e impasible de los bolivianos no resistió allí mucho tiempo al ímpetu irresistible del soldado chileno.

La tarea de trepar penosamente un cerro arenoso i casi a pique, fue la que puso más a prueba las brillantes dotes de nuestros soldados.
Al enterrarse hasta media pierna en la movediza arena de la falda, los soldados del Atacama maldecían las botas, i uno de ellos decía que si hubieran tenido ojotas lo habrían hecho
mucho mejor.


Como buenos mineros, trepaban el cerro, a pesar de su molesto calzado, más ligeramente que los famosos bolivianos, i muchos de éstos fueron cogidos por detrás i muertos a culatazos; otros abandonaban el rifle para huir con más presteza, i algunos se veían obligados a volverse i disparar sobre los que ya les iban a los alcances.

Hubo, sin embargo, un momento de terrible ansiedad para aquellos indómitos combatientes: a algunos se les habían agotado por completo, i a otros estaban a punto de agotárseles las cápsulas.


En estos momentos el capitán Bannen, que había permanecido con su canoa junto al desembarcadero dirigiendo a los remeros i haciendo útiles observaciones a los soldados, en medio de la lluvia de balas que caían en la embarcación o junto a ella (una de las cuales atravesó la bandera), voló a bordo de los buques a dar aviso para que se les trasportaran municiones.


En efecto, el Cochrane i la O’Higgins mandaron inmediatamente gran número de tiros, i gracias a este auxilio no quedaron a brazos cruzados ante las balas enemigas.
Los soldados del Atacama habían llevado por término medio cien tiros en sus morrales.

Durante todo el curso de esta primera parte de la refriega no desmerecieron del Atacama i Zapadores, los marineros, aspirantes i oficiales de los distintos buques de la escuadra, sino antes bien rivalizaron con ellos en ímpetu i arrojo.


En uno de los botes de la Magallanes fue herido al saltar a tierra el guardia-marina don José María Villarreal, que rifle en mano iba de pie en el bote animando a los remeros. Aunque de alguna gravedad, no ofrecen peligro sus heridas.


En este mismo bote fue herido gravemente en la pierna derecha el marinero primero Dionisio Morales, i llevado a bordo, el cirujano del buque señor Tagle, viendo que necesitaba más pronto auxilio que el señor Villarreal, acudió a curarlo antes que a éste.
Pero el bravo Morales se negó tenazmente a que se le atendiera antes que a su oficial, i hubo necesidad de acceder a sus deseos, a pesar de habérsele manifestado el peligro que corría.


En uno de los botes del Cochrane fue también herido por una bala el guardia-marina don Luis V. Contreras. La bala le penetró de alto a bajo en el hombro derecho, fracturándole el hueso, i es de tanta gravedad la herida, que se llega a temer por su vida.

A pesar de eso, Contreras continuó dirigiendo su bote con admirable serenidad, i cuando volvió a bordo hasta subió sin ayuda la escala del blindado.

Los marineros de otro de los botes del Cochrane bajaron todos a tierra i rifle en mano, asaltaron las trincheras de la playa, cayendo en medio de un grupo de estupefactos bolivianos.


Pero en lugar de hacer uso de sus rifles, al mismo tiempo que varios soldados enemigos la emprendían cerro arriba, ellos se apoderaron de tres prisioneros, i a puntapiés los hicieron bajar a la playa, entregar sus armas i meterse en el bote.


Otro de los botes del mismo buque, el mandado por el aspirante don Ricardo Ahumada, quedó solo en la playa después del desembarque de los soldados del Atacama que llevaba a su bordo, porque los marineros, ansiosos de combatir, empuñaron sus armas i acompañaron a los soldados.


Viendo el señor Ahumada que los marineros no volvían atrás a pesar de sus gritos, i habiendo quedado únicamente él en el bote, saltó también a tierra, tomó el rifle i el morral de uno de los muertos, i se puso a la cabeza de aquel piquete.


Subieron penosamente la primera falda haciendo fuego; llegaron a la primera trinchera, donde murió uno de los marineros i fueron heridos dos soldados del Atacama, i por fin, después de inauditos esfuerzos, treparon a una casucha colocada a un lado del camino i arrancaron de allí una bandera peruana que fue llevada al Cochrane, siendo sustituida por la bandera del bote.


En seguida regresó el señor Ahumada a su embarcación seguido por cuatro marineros. Los otros continuaron escalando el cerro i llegaron a la cumbre junto con los soldados del Atacama. A estos dos valientes, llamados Daniel García i Severo López, les cupo la suerte de ser los primeros que enarbolaron la bandera chilena en el campamento enemigo.


Los botes de la O’Higgins fueron los que más sufrieron con las balas bolivianas. Al regresar o bordo la falúa i la chalupa estaban convertidas en un charco de sangre.


El segundo bote, al mando del aspirante don Miguel Isaza, tuvo en su primer viaje a tierra un muerto i dos heridos de la tripulación.


En el segundo este apreciable joven recibió un balazo en el estómago que lo atravesó casi de parte a parte, i desde los primeros momentos se vio que aquella herida era necesariamente mortal.


El joven Isaza fue llevado moribundo a bordo, i después de recibir los auxilios del presbítero señor Cruzat, solo desplegó los labios para preguntar si se había tomado la plaza. Habiéndosele contestado afirmativamente, prorrumpió en un
¡Viva Chile! i a los pocos momentos expiró.


Antes de ir a tierra, Isaza tuvo el presentimiento de su próximo fin, i entonces uno de sus compañeros, el aspirante don José Santos Ossa, le ofreció reemplazarlo en su comisión.
Pero Isaza se negó terminantemente a aceptar aquella generosa oferta, i marchó alegre al combate.

En el bote de la O’Higgins, que fue el primero en atracar a tierra en una de las caletas, iban cinco marineros remando.


Uno de éstos, Cayetano Villarroel, que ya hemos mencionado, se quedó en tierra con los soldados, i de los cuatro restantes fueron puestos tres fuera de combate.


Dos de ellos murieron poco después, i el tercero quedó gravemente herido.


Para regresar al buque fue necesario que el aspirante a cargo del bote, señor Errázuriz, se viniera remando en compañía del marinero que quedaba vivo.


En otro de los botes de la O’Higgins, el mandado por el teniente Santa Cruz, fue muerto el patrón de bote, guardián Martin Morales, i un marinero de la tripulación.


El teniente Santa Cruz siguió gobernando el bote, i aunque poco después recibía un balazo en el brazo derecho, no por eso abandonó el timón hasta llegar a bordo.

El subteniente de artillería don José Antonio Errázuriz, con una ametralladora de montaña, a bordo de un bote, con cuatro soldados es uno de los primeros que se aproxima a tierra, dispara 2,100 tiros i hace estragos. Remolca una lancha con 100 hombres, que había quedado a 200 metros de la playa, i los salva así de perecer casi todos bajo el fuego enemigo. Su bote venía hecho un arnero. Un soldado que tapa con el dedo un agujero por donde penetraba el agua, lo pierde por un nuevo balazo que da casualmente en el mismo sitio.

A las diez i media de la mañana principiaban a llegar nuevos refuerzos a nuestros heroicos soldados, que se habían sostenido durante tres cuartos de hora afrontando el terrible fuego del enemigo sin retroceder un paso, i antes bien ganando siempre terreno.


Este nuevo refuerzo se componía de las dos restantes compañías del Atacama, la 2.ª i la 4.ª; de la otra compañía de Zapadores, una del Buin, i 90 hombres del 2.° de línea.


Las balas llovían en torno de los botes i de las lanchas que remolcaban, siendo crecido el número de muertos i heridos que hubo en ellos.

La lancha en que iba gente del Buin tuvo muchos hombres fuera de combate, entre ellos el subteniente Iglesias, que fue muerto instantáneamente por una bala que le penetró por la garganta i le hirió el corazón.


Otro subteniente del mismo cuerpo, señor Cordovez, recibió también una mortal herida en el pecho, i se cree imposible salvarle la vida, porque tiene dañado un pulmón.


En otra lancha iban cincuenta hombres del Atacama, entre ellos los subtenientes de ese cuerpo señores Hurtado i Matta. Esta embarcación iba remolcada por la lancha a vapor del Cochrane, en que iba el estado mayor, i sea por temor a las rompientes o por otra causa, la dejó sin remolque cuando todavía faltaban unos cincuenta metros para llegar al desembarcadero.
Las embravecidas olas arrastraron la lancha hacia las piedras, i fue una fortuna que no se destrozara al chocar contra ellas. Pero quedó montada sobre una roca, bambaleándose a impulsos de la resaca i expuesta a los fuegos del enemigo sin que sus tripulantes pudieran defenderse, porque los fuertes vaivenes de la embarcación les impedían apuntar.


En esa desesperante situación fueron muertos seis hombres i heridos ocho, entre ellos el subteniente Hurtado, i viendo los soldados del Atacama que allí iban a perecer todos sin disparar un tiro, principiaron a tirarse al agua para ganar a nado la ribera.
Las olas i la resaca les impedían, sin embargo, ganar tierra, i dos se ahogaron en aquella tentativa, logrando salir seis a la playa, después de desesperados esfuerzos, entre ellos el subteniente Matta.


Pero en vista del peligro a que estaban expuestos los que salían de la lancha, el subteniente Hurtado prohibió a los demás que los imitaran, i allí permanecieron hasta que un bote del Loa los recibió a su bordo i los dejó en la playa.


El enemigo fue el que vino a pagarla, porque aquellos hombres avanzaban furiosos cerro arriba, reuniéndose pronto con sus compañeros que habían bajado a tierra en la primera división.


El subteniente Hurtado, a pesar de su herida, se puso a la cabeza de sus soldados i los acompañó hasta el fin de la lucha.


La compañía de Zapadores se unió también con sus compañeros, i el comandante Santa Cruz, que bajó con ella, tomó el mando de la brigada i la organizo i ordenó, formándola en guerrilla.


En seguida dio orden de avanzar, i se puso él al frente de su tropa, atacando con ímpetu la casa en que se había parapetado el enemigo.


Pronto fue este desalojado de allí a punta de bayoneta, huyendo desatado cerro arriba.


El comandante Santa Cruz les siguió las huellas con tal orden i empeño, que los soldados del Atacama, al ver la bravura de aquel jefe, lo aclamaron en repetidas ocasiones.

La compañía del Buin, por su parte, atacó el flanco derecho del enemigo, tratando de cortarle la retirada hacia el norte desplegada en guerrilla, i en estos momentos dio muestras de increíble denuedo un sargento que se destacó de las filas i avanzó resueltamente cerro arriba en persecución de un grupo de cuatro bolivianos.


Estos huían en dirección a la meseta, volviéndose de cuando en cuando para disparar contra el sargento; pero él se echaba al suelo mientras cargaba su rifle, i avanzaba después a gatas aprovechando las ondulaciones del terreno.


De esta manera puso fuera de combate a cuatro bolivianos sin sacar él ninguna herida, siendo uno de los primeros en llegar a la altiplanicie.

Al mismo tiempo que esta nueva avalancha de soldados iba a socorrer a sus ya desfallecientes compañeros, los buques de guerra de la escuadra secundaban sus impetuosos ataques disparando certeros tiros contra los grupos de enemigos acantonados en los parapetos de la altura.


Los disparos de la O’Higgins dirigidos al ángulo formado por el camino de a pie, donde se parapetaban dos compañías bolivianas, fueron espléndidos i produjeron magníficos resultados, introduciendo el pánico i la desmoralización en el enemigo.


El Cochrane por su parte disparaba contra los enemigos atrincherados en el fuerte en construcción situado casi al frente de la ciudad, i la Covadonga ponía a raya a los fugitivos que rehechos, avanzaban de norte a sur por la vía férrea para apoyar a sus desconcertados compañeros.


El Loa por su parte lanzó algunos disparos contra los grupos que coronaban la falda norte, en dirección al fuerte de ese lado, entre los cuales se encontraba el coronel boliviano Granier.


Ya el combate era sostenido muy flojamente por el enemigo, i se veían numerosos grupos de bolivianos huyendo atontados cerro arriba o hacia el norte, después de haber tirado al suelo sus rifles i sus bagajes.


En estos momentos el coronel Granier, abandonó la ladera situada a continuación del morro norte, i principió a subir en dirección al campamento, caballero en una mula.


También el generalísimo del ejército aliado del sur señor don Juan Buendia que se encontraba por casualidad en Pisagua comenzó a huir junto con el coronel boliviano i según se dice acompañado del general Villamil que se encontraba en esos momentos junto con ellos.


Ya desde estos instantes los bolivianos, sostenidos quizá hasta entonces por la presencia de sus jefes, se declararon en completa derrota.

A las doce del día, ganaba la playa una tercera expedición de lanchas i botes llevando el resto del Buin, salvo una compañía.

El enemigo oponía ya solo una debilísima resistencia, casi obligado por los certeros disparos de la O’Higgins que le barrían el camino.


El grupo de más consideración era el formado por una compañía del Victoria parapetada en el ángulo del camino. Pero ya nuestras tropas, que habían avanzado por la vía férrea, de frente por la falda de la cuesta, i por la altura del lado sur, rodearon a aquel grupo i obligaron a rendirse a los que todavía quedaban con vida.

A la una de la tarde puede decirse que había ya cesado el combate, porque las tropas bolivianas habían ido sucesivamente abandonando todos sus atrincheramientos, i si bien resonaban a veces nutridos disparos, éstos eran en su mayor parte producidos por nuestros soldados, que perseguían con tesón a los fugitivos.


A veces también algunos de éstos, hostigados muy de cerca por los nuestros, i convencidos por sus jefes de que los chilenos no daban cuartel, se paraban fatigados, disparaban sus rifles, i eran muertos por las balas de nuestros soldados.


Pero la mayor parte tiraban sus armas para aligerarse i corrían como gamos en distintas direcciones procurando poner fuera de tiro a sus perseguidores.

La derrota, pues, fue completa i decisiva, i aunque la defensa fue obstinada i valerosa de parte de los bolivianos, no por eso es menos cierto que, considerando lo formidable de la posición, bien pudo ser más prolongada i fructífera.


Pero es necesario también tomar en cuenta la multitud de circunstancias que los hicieron flaquear, no siendo la menor la desordenada fuga que a los primeros disparos de nuestros buques emprendieron los peruanos que defendían los fuertes.


À esta causa de desmoralización se agregó la ausencia de sus jefes, que se mantuvieron cobardemente en la altura, i la falta de dirección que por este motivo hubo en la defensa.
Pero también hay que tomar en cuenta el terror que en aquellos infelices produjo el impetuoso valor de los nuestros i la furia con que herían a sus adversarios. Uno de los oficiales bolivianos prisionero decía que los del Atacama parecían leones hambrientos, i que su sola presencia paralizaba a sus soldados hasta el punto de que necesitaban a cada momento ser animados para que no emprendiesen la fuga.


I luego, el estampido i los efectos de los disparos de los buques los tenían «zonzos,» según la expresión del mismo prisionero, porque no estaban acostumbrados a oír aquellas detonaciones, que los aterrorizaban i confundían.


Agregaba que cuando una granada de los gruesos cañones estallaba sobre sus cabezas, les parecía que el cielo se desplomaba sobre ellos. I luego, cuando los proyectiles chilenos no destrozaban algunos, caía sobre sus cabezas una avalancha de tierra que casi los sofocaba.

A las tres de la tarde había cesado del todo el fuego, i no solo el puerto sino también el campamento enemigo estaban ya en poder de nuestros soldados, que continuaban persiguiendo a los fugitivos i tomando prisioneros.

La falda en que se batió el Atacama estaba cubierta de cadáveres de soldados bolivianos, siendo de notar el escaso número de heridos hecho por nuestras balas.

Esto lo explicaba un soldado del Atacama diciendo que necesitaban dejar bien muertos a los enemigos que habían ocupado la ribera, porque muchos se hacían los muertos i después le disparaban por detrás a mansalva. Sin duda por esto el número de heridos bolivianos i peruanos no pasa de treinta, mientras que se han contado más de trescientos cincuenta cadáveres” (Boletín de la Guerra del Pacífico 1879-1881, El ataque de Pisagua, detalles completos de varios diarios, Editorial Andrés Bello, 1979, ps. 425-430).

IV.-Editorial del Times de Londres del 12 de noviembre de 1879: “La toma de Pisagua”

“Noviembre 12. La guerra en que se hallan envueltas las Repúblicas sudamericanas del Pacífico, hace ya más de medio año, parece haber entrado en una situación crítica. La toma de Pisagua por los chilenos no quiere forzosamente decir que los peruanos y bolivianos estén completamente aniquilados; pero manifiesta que Chile ha obtenido una ventaja que
los gobiernos aliados solo podrían contrarrestar con desesperados i decididos esfuerzos.


La captura del Huáscar aseguró a Chile el dominio del mar, i el gobierno chileno ha hecho prontamente uso de esta ventaja. Los ejércitos del Perú i Bolivia ascienden, cada uno, a 12,000 hombres; pero el último, principalmente, compuesto de reclutas indisciplinados, ha sido concentrado en dos cuerpos separados en la costa.


El campamento peruano está en Iquique i el boliviano en Arica. Estas dos plazas distan entre sí cerca de cien millas; i Pisagua, puerto peruano, cuya importancia principal consiste en ser una de las salidas del comercio boliviano a la costa, se encuentra entre Iquique i Arica, a 35 millas del primero i a 65 del segundo. Era mantenido por los aliados como todos los demás puertos a lo largo de la costa hasta la frontera chilena; pero desde que el Huáscar fue capturado i barrida la flota peruana de las aguas del Pacífico, la defensa de todos esos puertos ha ido en menos. Pisagua ha sido la primera posición importante de la alianza perú-boliviana que ha sucumbido, i probablemente no será la última, ante la superioridad ahora indiscutible de la armada chilena.


Pero los chilenos no predominan solamente por su escuadra; han levantado un numeroso ejército, el cual sino se puede equiparar con los ejércitos europeos, es mucha pareja, en cualquier número que sea, para las tropas peruanas o bolivianas.


Los transportes que conducen estas tropas no tienen ya que temer de las naves de guerra peruanas. La Independencia naufragó, el Huáscar ha sido capturado, i, de hecho, la flota peruana no puede en ninguna parte afrontar a la chilena. El desembarque en Pisagua, con un cuerpo de tropas suficientes para sobrepujar la resistencia de la guarnición, fue proyectado i ejecutado, según parece, con vigor i decisión. Después de cinco horas de cañoneo por la escuadra chilena, la plaza fue tomada, i si la fuerza de ocupación es suficiente, se intentará probablemente un ataque sobre Iquique, que solo dista 35 millas, i esto con la ayuda de los cañones empleados contra Pisagua.


Las fuerzas invasoras de Chile se hallan en Pisagua, i algunos de sus buques de guerra continuarán sin duda amenazando a Arica, como igualmente a Iquique, con el fin de mantener divididas las fuerzas de las potencias aliadas.


Tal es, según presumimos, el alcance del telegrama que hemos recibido esta mañana:


“Los chilenos hacen esfuerzos por tomar posesión de Iquique i Arica reduciendo a sus habítantes al último extremo”.


Si los chilenos, al hacer un desembarque en Pisagua, pueden destruir a los peruanos en Iquique, mientras mantienen en jaque a los bolivianos en Arica, la guerra podrá ser rápidamente llevada a su fin. Actualmente corre el rumor de una revolución en Lima, i aunque las versiones peruanas dicen que solo ha tenido lugar un cambio de gobierno, no sería sorprendente que los desastres militares fuesen seguidos por movimientos revolucionarios i una modificación de política nacional.


El pueblo del Perú no tiene interés en las intrigas que condujeron a la guerra con Chile. Ellos no olvidarán fácilmente los errores de sus conductores, especialmente, desde que los sucesos no los han vindicado ni justificado. Las revoluciones son tan frecuentes en las Repúblicas sudamericanas, como los cambios de administración en países más estables; i donde el crédito nacional se halla en el último estado de decadencia, no puede haber una razón fundamental para mantener el orden existente de cosas, que constituye la seguridad en la mayor parte de los gobiernos en todas partes del mundo. Por lo que respecta a Bolivia, nos atrevemos a inferir que la adherencia de la política de los beligerantes seguirá inmediatamente en pos de la derrota i descalabro del Perú. Apenas se puede poner en duda que la querella entre Bolivia i Chile no haya sido precipitada, sino originadas por intrigas peruanas. Bolivia, empobrecida i en bancarrota, jamás se habría aventurado a medir sus fuerzas con Chile sino hubiese tenido razones para contar con el auxilio del Perú. Este auxilio le fue prometido por un tratado secreto, el cual inesperadamente salió a luz, i justificó ampliamente al gobierno de Chile para obrar directamente contra el Perú como miembro de la confederación hostil. Si el ejército peruano de Iquique tuviese la misma suerte que su flota, creemos que los bolivianos no perderán el tiempo sin pedir la paz.


A la hora presente quizás se halla olvidado el origen de la guerra de la América del Sur. El interés que la Europa haya tenido para no desdeñarlo, se ha fijado en los incidentes de los conflictos navales en que el Huáscar tuvo una parte tan notable. Se recordará, sin embargo, que el origen de la contienda fue la posesión del usufructo de los ricos depósito de nitrato sobre una desierta faja de territorio situado entre Chile i el Perú, cuya soberanía reclamaba Bolivia. Los derechos respectivos de Chile i Bolivia sobre el territorio disputado habían sido estipulados por tratados que a la vez que aseguraban la posesión territorial a Bolivia, garantían los derechos de los chilenos como capitalistas i trabajadores de las riquezas minerales de la comarca. Pero el gobierno boliviano comenzó el año pasado a usurpar tales derechos, especialmente sometiendo las compañías chilenas que trafican en nitratos a nuevas i pesadas cargas en contravención a las estipulaciones de tratados expresos.


La influencia del gobierno peruano era la fuerza motriz de tan injusta como imprudente empresa. Se creyó que Chile, no preparado para la guerra, i temeroso de menoscabar su aflictiva posición financiera, se sometería a cualquier acomodo antes que decidirse por la guerra. El Perú había hecho del guano i del salitre un monopolio de gobierno, i los peruanos calculaban que si se lograba suprimir la competencia chilena por medio de las inicuas trabas del gobierno boliviano, se podría aumentar indefinidamente el precio de esos artículos que eran constantemente pedidos por los agricultores de Europa i América.


Pero tales cálculos salieron fallidos: el gobierno de Chile obró con arrojo i decisión; declaró la guerra no solo a Bolivia sino también al Perú, i el comercio de toda la costa sur del Pacífico ha sido, por consecuencia, paralizado durante seis meses.


Si los chilenos hubiesen hecho también uso de la superioridad de sus fuerzas navales, como hubieran podido hacerlo, la contienda habría, hace tiempo, llegado a su conclusión. Pero se permitió al Huáscar desafiar a buques superiores i aterrorizar al comercio chileno. Por fin, prevaleció el número i el peso del metal. El Huáscar, habiendo intentado entrar en Antofagasta en consorcio con una corbeta, fue rodeado por la flota chilena, i después de una lucha desesperada tuvo que rendirse a dos blindados chilenos, el Blanco Encalada i el Almirante Cochrane. El almirante Grau, el intrépido i arrojado comandante del Huáscar, fue muerto por una bala durante el combate. Esto ha sido considerado como un golpe fatal para la marina peruana, i por ello los chilenos pretenden haber asegurado el dominio del mar.


Resta ver si sus fuerzas militares son bastantes para proseguir sus triunfos después de la toma de Pisagua. Ellos harán, sin duda, toda clase de esfuerzos para conseguirlo, i nosotros no podemos menos de desear que sean capaces de conducir la guerra con celeridad i a un fin honorífico” (La toma de Pisagua: Editorial del Times de Londres, del 12 de noviembre de 1879, en Boletín de la Guerra del Pacífico 1879-1881, Editorial Andrés Bello, 1979, ps. 521-522).

Epílogo

Como lo destaca Norberto Platero Moscópulos, Pisagua se incorpora en la historia de Chile y en la historia naval del mundo, con denotada importancia, principalmente, por el inédito y exitoso desembarco anfibio del 2 de noviembre de 1879, el primero de este tipo, “entre olas y peñascos” (Norberto Platero Moscópulos, El capítulo ausente de la historia de Pisagua, 2023, ps. 3-9).


Gustavo Fiamma Olivares

Santiago, noviembre 2 de 2023.-

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