Dicen que en otros países, en Grecia, en Bolivia, también existen con iguales características que las nuestras. Pero así, benignas y en diminutivo, como tantos vocablos chilenos, la palabra tiene una curiosa aceptación entre nosotros: nuestras animitas son modestos santuarios populares, pequeñas casitas-altares de menos de medio metro de altura, torpemente construidos de ladrillo y mezcla, que a veces vemos al borde del camino, casi como al filo del olvido. Junto a ellas de noche, arden velas, y de día se marchitan flores en viejos envases colocados sobre el suelo manchado de negro de humo y cerote. Pasa el viento nocturno y tiemblan y se apagan las velas, que a la noche siguiente otra mano piadosa vuelve a encender si quedan restos de pabilo, o a rayo de sol se calcinan las flores que después la lluvia barre. Pero llovida y calcinada, la animita permanece en su lugar, porque está amarrada a él, esperando a otros devotos, otro día, o quizá otro año.
Estos santuarios que evocan a las ánimas del purgatorio que se quedaron rondando nuestra vida –»…our Little life is rounded by s sleep», dice Shakespeare, en La tempestad-, se alzan en lugares donde ocurrió una muerte violenta, por accidente o por asesinato. Pero las animitas, aunque conmemoren violencia y tragedia, no infunden temor. Son buenas, tutelares, que interceden ante el Dios de los pobres para que conceda a los solicitantes – a veces familiares del muerto, o en el caso de animitas de prestigio aquellos que creen en su eficacia- los favores que se les pide si se acude al lugar donde perdieron la vida para rezarles un avemaría o encenderles una vela: un lugar, un nombre, a veces ni siquiera eso, una historia casi olvidada, pero la difusa y tenaz memoria popular conserva el sitio, lo hace legendario y lo dota de poderes.
Nuestras animitas son sobrios santuarios del recuerdo que encienden apenas una chispita de pensamiento al pasar, humildes súplicas a la eternidad que todos sabemos no cederá su secreto: sin embargo, el pueblo justiciero se aferra a la memoria, y no pierde su fe en que aquellos que cayeron víctimas de la violencia cayeron con algún propósito, para algo, y así conservan gran derecho y autoridad. De trecho en trecho, a la entrada de las ciudades, aparecen animitas milagrosas que a medida que se va cerrando la noche arden con una luz más endeble, pero más elocuente que el fulgor de la metrópoli en el horizonte.
En los días cercanos a las fiestas de fin de año, mientras la ciudad empobrecida enciende la electricidad de sus árboles navideños comerciales, tengo la curiosa sensación de que el número de animitas parece haberse multiplicado. En los caminos, en las poblaciones y barriadas, los allanamientos han hecho que manos anónimas las erijan por todas partes, y el desconocido que perdió allí su vida al huir por una esquina oscura que no lo ocultó, o al caer con una bala al borde de una calle, muertes todas éstas que los periódicos callaron, tendrá en algunos casos, su pequeño santuario frágil y pasajero, cuya luz durará tanto como dure el recuerdo familiar o amigo, antes que sus compañeros se muden a otros barrios o también caigan, o que los años o el temor a las balas perdidas en la oscuridad o la miseria dispersen a la familia.
Las animitas no son sólo un fenómeno de nuestras carreteras y barriadas: las hay urbanas, que miran el Pacífico desde los cerros sobrepoblados de Valparaíso, o en las plazas de los pueblos. En el centro mismo de Santiago, en las calles más concurridas y populares alrededor de la Estación Central, está el famoso Romualdito. Estas calles, durante las fiestas de este año, se ven invadidas de ansiosos comerciantes ambulantes que poco menos que ruegan a la muchedumbre que les compren unos calcetines de Taiwán, un feo juguete de plástico, un atado de matico para infusiones que curarán el dolor de muelas o la pena. Cada tanto rato, la policía hace una batida contra esta nube hormigueante como de zoco, dispersándola porque se trata de comerciantes sin licencia – se habló incluso de multar a quienes les compraran -, pero al poco rato vuelve a instalarse la nube como de moscas, plañideros, insistentes, angustiosos, ofreciendo sus pobres mercancías.
En una de estas calles existe un viejo paredón cubierto de exvotos, el pavimento resbaloso de cerote, y pese a los bocinazos y frenazos de buses y autos y a los pregones y gritos del ajetreo urbano, hay quien se detiene para rezar una oración o encenderle una vela a Romualdito, la animita más famosa de Chile: «Gracias, Romualdito, por el favor concedido…». «A Romualdito, en recuerdo…». «A Romualdito, agradecido…». Personas que no son más que iniciales, clubes de fútbol, personal de una institución que agradecen con una plaquita o un letrero a Romualdito Ibáñez, Ivaniz, Evans, Ibane: el tiempo fabrica infinitas mutaciones del apellido olvidado, pero el barrio entero tiene clara la identidad de Romualdito: hace milagros, dicen, concede favores, pide por otros este santo popular no canonizado por otra cosa que por la violencia con que murió. Está instalado allí como un habitante más del barrio, el más poderoso y prestigiado, aunque nadie esté muy seguro quién fue, ni qué sucedió, ni cuándo, ni por qué.
Las versiones se agigantan, se enredan, se contradicen. Sólo permanece estable el nombre, Romualdito, así, en diminutivo cariñoso, el muro ennegrecido por el humo de velas y escamado de plaquitas metálicas de exvotos, la devoción popular viva aún en medio de la ciudad desilusionada y polucionada y ardiente, la necesidad de alguna clase de protección, la aspiración a no olvidar ni a ser olvidados que sienten todos los seres humanos. Dicen que Romualdito fue un muchacho de 18 años que asesinaron en esa vereda hace casi medio siglo. Pregunto quién lo asesinó. «Los otros…», me contestan.
Siempre hay «los otros», entonces y ahora. Unos dicen que murió víctima de una cuchillada, otros que de un disparo de pistola de «los otros» desde la vereda de enfrente…, alguien dice que fue en una pelea de borrachos, probablemente discutiendo de política, porque en Chile siempre se ha discutido de política, para bien o para mal, las lealtades se han aireado a gritos en la calle.
En todo caso, nada se sabe: queda un nombre, Romualdito. ¡Es más de lo que queda de tantos! Y en estas tristes fiestas de la limpia y digna pobreza chilena de 1984, la elocuencia de estas animitas que recuerdan a las víctimas de un acto violento –tan ajenos a nuestra dulzura natural, a estas memorias iluminadas en la noche por cientos de velas, como en el caso de Romualdito, o por la solitaria vela en la noche del campo en las carreteras perdidas del Sur, parecen transformarse en metáfora de nuestro obligado silencio.
José Donoso
Publicado en la revista Araucaria de Chile.
Ediciones Michay. Madrid, España.
Nº 29. 1984, páginas 19 y 20.
Kenita: La Milagrosa de Pedro Prado
La ánima de Kenita y su culto están ubicados en calle Pedro Prado. Más de cuarenta placas de agradecimiento, velas encendidas y flores frescas dan muestra de una fe popular inagotable. Salud y trabajo es lo que más pide la gente. Jacqueline Zurita Elgueta nació en Iquique el 3 de febrero de 1964, en la población Dagoberto Godoy. Jessica, la hermana de Kenita dice de ésta:
«Mi hermana era un tanto retraída, quizás para muchos tímida y reservada, pero detrás de ese cuerpo frágil y menudo existía una persona con un fuerte carácter, amante del dibujo y de la poesía, su gran sueño era pintar, incluso cuando no teníamos dinero y se acercaba la fecha de algún cumpleaños, ella misma confeccionaba sus propias tarjetas de saludo» (Pérez 1995: 5).
Sobre la muerte de Jacqueline, citamos la misma fuente:
«Jacqueline se disponía a regresar a su trabajo. Salió de su casa junto a su hermana y en la intersección de Pedro Prado con Primera Sur se separa y decide caminar hasta su trabajo. No le quedaba lejos. En ese instante, pasó un amigo en motocicleta y decide ‘carretearla’. Ella duda un poco, pero se decide. Mientras se sube al pequeño vehículo aparece el conductor Ernesto Pérez Challapa, completamente ebrio y embiste la motocicleta. La muerte de Jacqueline fue instantánea» (Pérez 1995:6 ).
Todo esto ocurría el lunes 16 de noviembre de 1987 a las 15.00 hrs. Frente a los hechos, el ciudadano Luciano Córdova, al ver lo que acontecía, decide levantar una diminuta capilla para recordar el lugar donde había muerto Jacqueline. Sobre los milagros de la Kenita, dice don Luciano:
»A mi parecer el primer milagro que hizo la Kenita fue conmigo. Yo me recuperé totalmente de mi enfermedad, y desde esa día no he vuelto a tomar como tampoco he dejado de cuidar y arreglar a mi animita. Este lugar es mío. Yo lo construí, a mi me costó sacrificio» (Pérez 1995: 6).
Creadores anónimos escribieron esta oración:
«Acuérdate, oh piadosa Kenita, que nunca se ha oído decir que los que han recurrido a tu protección implorando tu misericordia y pidiendo tu auxilio hayan sido abandonados.
Pedir Favor
Animado con esta confianza vengo hasta ti: bajo el peso de mis pecados llego hasta tus pies oh hija del Señor, no desatiendas mis oraciones, escúchalas favorablemente y dígnate a acceder a ellas,
Hija del señor gloriosa y bendita!
Reza 3 Ave María y 3 Padre Nuestro»
Hermógenes San Martín: De Luchador Social a Intermediario Divino
Hermógenes San Martín, fue un obrero que trabajó en la pampa. Se destacó por la defensa de los derechos de los trabajadores, lo que le valió ser tildado de comunista, militando en el partido de Recabarren.
San Martín fue muerto por estrangulamiento, el día lunes 9 de diciembre de 1935, al costado norte del Cementerio Nº 1. El día viernes 13 de diciembre de ese mismo año, la policía dio con los culpables. Fue asesinado alevosamente, e incluso, se comenta que fue violado.
En ese mismo lugar se alzó la capilla donde se le rinde culto. San Martín tiene fama de milagroso. Cada lunes decenas de personas acuden a ponerle velas. Una de las encargadas, la Señora Doris, da fe del carácter milagroso de San Martín. Cuenta que uno de sus hijos había empezado a fumar «monos»-se le llama así, a la pasta base de cocaína-. No llegaba a casa y frecuentaba amigos de mala fama. Ella le pidió al finao San Martín que la ayudara. Su hijo dejó el vicio y además le ayuda a asear la capilla.
Justo Monardes Astorga, que vivió en calidad de hijastro de San Martín, ratifica la militancia comunista de éste. Monardes fue redactor de la prensa obrera, y lo conoció. Mi madre, sobrina de Monardes dice que éste exclamaba: «Si San Martín se levantara de su nicho, echaría a todas las viejas, ya que él era un ateo, no creía ni en su sombra».
En torno a la figura de San Martín, se constituyó el 29 de enero de 1952, la Sociedad Mixta Hermógenes San Martín.
Ánima de la Patita
El imaginario colectivo y popular de Iquique aún recuerda al anima de «la patita». Incluso aún, la gente cuando se refiere a alguien que es bueno para cobrar lo que se le debe, dice «eres más cobrador que el ánima de la patita», aludiendo con ello a la cualidad que se caracterizaba por cobrar los favores concedidos.
La gente recuerda que en el Cementerio Nº 2, donde está actualmente la población Jorge Inostrosa, había un cajón en el que el pie de un difunto se negaba a permanecer dentro del ataúd. Esta ánima tiene su origen en el siglo XIX. Así, por lo menos, es relatado por el ciudadano inglés William Howard Russell, en su libro publicado en Londres en 1890. Por la importancia del relato, transcribimos lo que este inglés relató:
»Pasé horas instalado en mi balcón, observando siempre algo de interés. Al frente está la Cancha de Cricket: un cuadrángulo asfaltado. A no muchas yardas de distancia, si el lector estuviera a mi lado, observaría un montículo de tierra semejante a un horno de barro, del tipo aldeano, sobre la playa arenosa en la cual -al caminar sobre ella- el pié se hunde hasta el tobillo. Generalmente, hay dos o tres -a veces más- mujeres vestidas de negro y arrodilladas devotamente frente a dicho montículo. Si uno se acerca allí, ve que hay velas encendidas, tililando en el interior de un hueco formado con paredes de adobe. Las mujeres son creyentes frente a la tumba de un santo!!. De quien se trataba, nunca lo pude saber. Posiblemente, no consulté a quién debía. De hecho, aún algunos notables residentes de Iquique, no sabían ni siquiera darme el nombre de la iglesia de la plaza!»
Fotografía cementerio de antiguo de Pisagua.
Para agregar:
«No obstante, la historia que escuché fué la siguiente: Hace algunos años, el cadáver de un hombre fué encontrado en la playa, llevado a este lugar, y sepultado allí. Pero, ¡sorpresa! Una pierna del cadáver emergió de la tumba. Se volvió nuevamente a enterrarla, pero volvió a emerger como antes! Los repetidos intentos no fueron capaces de mantener a este inquieto miembro en el lugar que le correspondía. La gente sacó como conclusión que el hombre era un santo! Se construyó un muro semicircular alrededor de dicha tumba. En caso de problemas, los creyentes acuden a este ‘lugar sagrado’, rezan, hacen promesas y ofrendas. Las velas encendidas son el testimonio de su fe, de las curaciones milagrosas, de los agradecimientos por los favores concedidos, por la influencia de esta alma bendita. La gente irreverente se burla de todo ésto; dicen que tal cadáver era de un marino inglés, que borracho se cayó al mar de uno de los tantos barcos que fondean la bahía. Sin embargo, éstos incrédulos no toman en cuenta a la inquieta pierna o a los milagros! En cuanto a mí, pienso que es muy conmovedor observar a esta pobre gente que, arrodillada, reza ante dicha sepultura, prestando oídos sordos a los destemplados gritos de: ¡Corre! ¡Corre! ¡Dale! ¡Buen golpe! ¡Bravo!, y otros más, proferidos por los jugadores y espectadores en el Club de Cricket. Existe también, una alta cruz de madera cerca de allí y que señala a otra tumba, pero nadie le presta mayor atención…» (Russell 1890: 154).
Pareciera, sin embargo, que el «ánima de la patita» goza de una especie de «universalidad regional». Nos explicamos. Al interior de Arica y cerca de Poconchile también existe un «ánima de la patita». Igual sucede en la pampa. Según nos cuenta la señora Josefina Yugo Cristo, en la pampa salitrera, entre Iris y La Granja, existe un cementerio donde está enterrada el «ánima de la patita». Según ella, se trata de un niño que en cierta ocasión agredió a su madre pegándole, precisamente, un puntapié. Esta lo maldijo. Y cuando murió el joven, la maldición se hizo realidad: todo el cuerpo entraba en el cajón, menos el pie que se resistía, como repitiendo la insolencia. Fue tanto, que al cajón hubo de hacerle una especie de huevo, para que el pie pudiera ser cubierto. Doña Josefina recuerda que siendo profesora de la escuela de los Oblatos, muchas veces presenció verdaderas peregrinaciones al sitio donde está el ánima. Esto acontecía en los años sesenta.
El Finao González
A simple vista la animita del finao González parece abandonada. Es una casita de metro y medio de ancho por uno de largo, todo es de cemento y está pintada de color claro. Una calamina gruesa la cubre y sobe ésta una tosca cruz de fierro ya oxidada. Tiene una reja de fierro que ya no cumple la función de puerta, debido a que la otra hoja está botada. En su interior una placa dice «Gracias Gonzalito por favor concedido. Diciembre de 1994. G.A.P.V».
El día lunes 11 de marzo de 1996, Sergio Flores recogió este testimonio: «Desde que tengo quince años, cuando venía con mis padres (ellos fallecieron jóvenes). Vengo todos los lunes, menos un tiempo porque estaba viviendo en otro lado. Siempre me ha cumplido favores, buena salud, cosas personales etc. Usted sabe. Y todos los lunes lo limpio» (Domingo 72 años. Jubilado de Ferrocarriles del Estado).
En las siguientes líneas hallará el lector la historia de Gonzalito como le dicen sus fieles.
El día 28 de julio de 1916, en plena pampa iquiqueña, concretamente en la intersección de las calles Primera Sur, hoy Tomas Bonilla y 12 de Febrero, vecinos iquiqueños encontraron el cuerpo quemado, del que más tarde una comadre reconocería como el de Humberto González, de 25 años.
La ciudad se conmocionó ante tan macabro hallazgo. El cuerpo quemado según testimonian las fotografías de la época, hablan por sí solas. El juez Toledo se hizo cargo de la causa, y en un tiempo récord dio con el asesino.
Humberto González era casado, tenía una hija y al momento de su deceso esperaba su segundo hijo. Las pesquisas dieron resultados a la brevedad. El inculpado era un hombre acaudalado y la víctima, su empleado.
El hecho fue motivado por las relaciones amorosas existentes entre González y la hija de su patrón. Descubiertos ambos, el primero es golpeado con un garrote en la cabeza, y creyéndolo muerto, lo tapan con sacos de afrecho, lo amarran, toman dos botellas de parafina y lo suben a una carreta llamada «La Conciencia» y se dirigen rumbo al sur. Al este de la quinta «Chanteclair», en lo que hoy están las calles ya mencionadas, bajan a González, lo rocían con parafina y lo queman.
Testimonios cuentan que ante la imposibilidad de reconocer el cadáver, éste es exhibido en la Plaza Brasil- en la década de los 90, en labores de remoción de tierra, aparecen los restos de un feto. Se supone que fue el motivo que llevó al crimen-. La Romina El 12 de marzo del año 2005, fueron encontrados en Iquique y en Alto Hospicio varias partes de un cuerpo cercenado. Tras varias diligencias la policía lo identificó. Se trata de Leydy Torrealba Cepeda de 24 años. Era conocida como Romina y ejercía de trabajadora sexual en los alrededores de la Plaza Arica en la ciudad de Iquique. Había llegado del sur del país, junto a su hijo Milenko de tan solo 6 años. Consumía pasta base de cocaína y según sus amigas era agresiva, a veces. Era rubia platinada y tenía ojos verdes.
Tuvo un romance con Ariel Canales Pino, quien luego de una discusión en la pieza de éste, la golpea con un martillo en la cabeza, alegando defensa propia, luego le da otros dos golpes y la mata. Enseguida toma un corvo y una sierra y procede a descuartizarla. Era el 11 de marzo. Toma una micro a Alto Hospicio y tira a un basural clandestino parte del cuerpo de la bella Romina. Ese mismo día a bordo de una bicicleta, en Iquique bota otros restos. Días después confiesa su crimen. «La maté porque la quería» habría dicho al Fiscal a cargo de la investigación.
El asesinato de la Romina, puso al barrio en ascuas. El tráfico y consumo de pasta de base encontraba en el crimen de esta trabajadora nocturna, su primera víctima que se convertiría en animita milagrosa. En el lugar donde trabajaba, en las esquinas de San Martín con 18 de septiembre se levanta un pequeño altar que la recuerda. Se ubica cerca del Cementerio Nº 1 y del lugar donde se recuerda al Finao San Martín, y a una cuadra del templo de la Plaza Arica, territorio en donde se realiza la Tirana Chica. Es decir en un territorio marcado por una fuerte densidad religiosa popular.
Fue enterrada en el sur del país, pese a las protestas de sus amigas. Un ex conviviente, consumidor de pasta base y peregrino de San Lorenzo, Roberto «El loco chico» Santibáñez, dijo a la prensa «Si se queda en Iquique, dejo las drogas» (La Estrella de Iquique, 27 de marzo de 2005). Su madre se la llevó.
Para saber más: Guerrero, Bernardo «Animitas y religiosidad popular en el norte grande de Chile: Del ánima de la patita a la Kenita» en Lecturas de la animita. Estética, identidad y patrimonio. Claudia Lira (editora). Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile 2016, pp 55-74