Anda rondando la muerte: Un Yatiri de Isluga

Esta historia me la contó Renato, un iquiqueño que vive en Amsterdam hace más de veinte años. Desde la cárcel de Santiago después de haber estado en el campo de concentración de Pisagua y en la cárcel de Iquique, esa que quedaba en la calle Wilson, tomó junto a Bettina, su señora y compañera, el avión que lo trajo a este país y a esta ciudad. Renato tiene unos bigotes de riguroso color negro. En su cabeza ya empiezan a asomar los cuarenta y tantos años que tiene: las canas, implacables como el tiempo que ya pasó, tal como dice la canción de Pablo Milanés.  Renato es un sobreviviente y este no es un eufemismo ni un lenguaje figurado, como  la muerte tampoco lo es. Estuvo condenado a muerte por un Consejo de Guerra -de los tantos que se celebraron en Chile, sin ningún apego a las leyes y a los derechos humanos, durante la dictadura de Pinochet- junto a once personas más, todos miembros de la Dirección Regional del Partido Socialista de Chile en Iquique. El y otros dialogaron con la muerte, pero ésta, a pesar de todo, en su generosidad no los visitó.

Renato, con sus veinticinco años a cuesta en ese entonces, el año 1973, jugó seriamente, tal como lo hacen los niños, a cambiar el mundo, Chile en este caso, por la utopía socialista que entonces gozaba de un crédito enorme y la veíamos cerquita, casi  a la vuelta de la esquina.  Por razones laborales tuvo que viajar a Isluga días antes del golpe del 11 de septiembre de 1973, para trabajar con el matrimonio de  antropólogos Gabriel Martínez y Verónica Cereceda, en el ordenamiento de unas bodegas donde se almacenaban tejidos que luego se venderían en Iquique y en otras ciudades del País, incluso en el extranjero, por qué no. Su trabajo era eminentemente técnico y quizás muy alejado de lo que se espera haga un miembro de la Dirección de un partido popular en un momento caracterizado por una gran lucha de clases o como quiera que se llame.  El golpe de estado lo sorprendió como a todos los chilenos, es decir, con un dejo de preocupación pero también con la sensación de que se estaba cumpliendo una profecía que todo el mundo comentaba a voces;  incluso en el Partido Socialista se preparaba hacía años la conducta a seguir llegado el caso.  En Isluga no se alcanzaba a escuchar las radios chilenas, la prensa escrita tardaba en ese entonces hasta quince días en llegar de la mano de un profesor o carabinero. Sólo se escuchaban radios extranjeras. Una era argentina, la del Ejército Revolucionario de los Pobres -ERP- que hablaba de una feroz resistencia al golpe en Santiago y otras ciudades y que el general Prats, que había renunciado a su cargo de Comandante en Jefe del Ejército meses antes, avanzaba con un fuerte destacamento de hombres armados para defender la Constitución avasallada por las armas y tanques de su sucesor el General Pinochet. Gabriel, Verónica y él no disimulaban su preocupación por lo que estaba ocurriendo. Los dos primeros tenían a sus dos hijos menores estudiando en la Universidad en Antofagasta y ambos eran militantes de la causa de Salvador Allende. Temían por ellos.

Un día, de esos largos y ajenos como el de septiembre de 1973, Gabriel y su esposa decidieron consultar con el Yatiri de la comunidad de Isluga para saber lo que realmente estaba sucediendo. Renato lo acompañó y a decir verdad no entendía mucho, aparte del hecho de que el diálogo con el sabio andino era en aymara, lengua que el matrimonio de antropólogos dominaba. Acompañados del cacique de arajjsaya, Gabriel le pasó al Yatiri su bolsita  con hojas de coca. Este tiró tres, una a una, encima de la manta andina. Leyó las hojas, cerró los ojos y guardó un majestuoso silencio.

La pieza era de adobe y estaba llena de cosas, desde una antigua rueda de bicicleta hasta una olla que en un tiempo no muy lejano sirvió para cocer la quinoa. El piso de tierra estaba  frío como de costumbre. La puerta de la pieza, absolutamente abierta, dejaba pasar sin timidez alguna al sol que se abría paso usando toda su vitalidad, colorido y calidez. Desde adentro, por la presencia del sol, se podía ver los Mallkus nevados, imponentes, respetuosos y protectores a la vez.  Todos estaban sentados en diferentes posiciones, la de Renato parecía ser la más incómoda pero su curiosidad era mayor que la  falta de una cómoda silla que, por supuesto, en Isluga era difícil de conseguir. A lo más, un banco tosco de madera y nada más.

El silencio sólo era roto por el carraspeo de una garganta con ansiedad o por el ladrido de un perro que afuera tomaba el sol. Los hombres y Verónica se levantaron,  se miraron entre sí y salieron. Renato, al igual que el personaje Condorito, parecía decir con su calma ya habitual «Exijo una explicación». Pero no la pidió y tampoco se la dieron. Ese día hicieron los preparativos necesarios para bajar a Iquique el día siguiente.

Esa noche durmieron acompañados del frío de la puna y con miles de preguntas con respuesta y otras que simplemente no la tenían acerca de lo que estaba sucediendo en el País. El recuerdo  siempre vivo de Bettina le permitía izar sus banderas al viento para convencerse de que todo iba bien, que todo iba a salir bien. El sueño lo venció tras sentir una mano fuerte pero fraterna que le revolvía el pelo negro, negro en ese entonces. Soñó con su padre.

Al día siguiente,  el 29 de septiembre, Gabriel y Verónica lo despertaron más temprano que lo acordado. Se vistieron con prisa y salieron a un lugar amplio y abierto, pomposamente llamado Plaza, justo al frente de la Iglesia Católica. Aún estaba oscuro y hacía un frío que calaba los huesos. No tardaron mucho en descubrir al Yatiri que arrodillado miraba absorto hacia el lugar donde día a día y con una puntualidad extraordinaria salía el sol. Los invitó a sentarse. Sobre su espontáneo altar estaban dispuestas las hojas de coca, pusitunga y los restos de un cordero que sin duda había sido sacrificado minutos antes. El silencio de la puna era abismante, sobre todo en la amanecida. Sólo el despertar del sol parecía quebrarlo. El Yatiri hablaba en voz alta en su lengua y  lo dejó de hacer cuando el sol irrumpió generoso con su rostro amarillo. Todos se miraron y el Yatiri habló con Gabriel y Verónica por cerca de cinco minutos. Renato, una vez, más estaba fuera del ritual.

Renato tomó el vehículo y cruzó hacia el pueblo de Arabilla a buscar algunos pertrechos. Cuando regresó,  cerca de un bofedal observó un tropa de llamos que formaban un círculo. Y uno de ellos, de color blanco, miraba a un imponente cóndor que planeaba su vuelo agitando sus alas sin temer rozar los límites del cielo. Le llamó la atención ese mosaico de vida  que formaba una acuarela en un ambiente donde el hombre y el animal logran convivir.

Bajaron a Iquique. Los Martínez iban en los asientos de adelante. Gabriel manejaba y Renato, atrás,  observaba todo lo que había afuera, que es también un modo de pensar para adentro. El viaje era largo, cerca de 12 horas por un camino plagado de obstáculos. Lleno de dudas y rompiendo su natural pertinencia, les preguntó qué estaba ocurriendo, qué les había dicho el viejito andino aquel, el Yatiri. Se miraron. Verónica buscando el consentimiento de Gabriel, le preguntó ¿Le contamos?  Gabriel entonces le dijo que el Yatiri les había advertido que «la muerte anda rondando» y  ellos temían por la vida de sus hijos en Antofagasta. Agregó  que el Yatiri también había dicho «que un pajarito los habría de proteger». No hubo más diálogos. Aunque el  escepticismo de Renato con respecto a esos temas no era tanto,  igual   dibujó en sus labios una leve sonrisa.

Al llegar a Chuzmiza, otra vez un cóndor le llamó la atención. Se lo mostró a Gabriel y éste dijo «es señal de que vamos bien». Luego de tres horas llegaron a Huara. El vehículo fue rodeado por cerca de veinte carabineros y fueron detenidos. Al día siguiente los llevaron a Iquique. A Verónica, a la cárcel de mujeres llamada el «Buen Pastor» y a Renato y  Gabriel, al Regimiento Telecomunicaciones, al lado del Cementerio Nº 3. Renato fue torturado en ese regimiento como muchos otros. Esa misma noche, la ciudad de Iquique sentiría una espectacular balacera. El Toque de Queda con su silencio obligado amplificaba el ruido de las balas. Yo estaba en mi casa en la calle Bolívar y los balazos se sentían como si estuvieran a la vuelta, en la Plaza Arica. Al otro día  un breve comunicado  decía que un comando de extremistas  había intentado atacar el Regimiento. Nadie lo creyó. Los militares hablaban de un muerto, el conscripto Pedro Prado. La calle donde está el Regimiento lleva el nombre de  ese hombre que nadie sabe quién  mató. No fueron extremistas, desde luego.

Renato era  hombre de la Dirección Regional del Partido Socialista y el Servicio de Inteligencia Militar -SIM-  jamás le creyó que estaba en Isluga ordenando una bodega de tejidos. No, él sin duda alguna estaba organizando una escuela de guerrilleros o bien,  ingresando armas desde el lado boliviano.

Lo llevaron a Pisagua donde continuaron los apremios y torturas. Fue «enjuiciado» y condenado a muerte. Lo encerraron en una celda estrecha con una  pequeña ventana por donde el sol entraba, pero no con la personalidad con que entraba en Isluga. Le quedaban doce horas de vida. Habrá repasado día a día su corta existencia. Habrá maldecido, como maldice él sin alterarse demasiado. Se habrá arrepentido de no haber hecho lo que siempre quiso. Pero, en fin, estaba tranquilo. No había nada más que hacer. Afuera  las olas del mar  besaban suave o grotescamente  la arena, eso nunca se sabrá, pero su olor se colaba por todos lados, así como el olor a muerte. Otros compañeros como el Chico Lizardi o el Marcelo Guzmán, habían besado en sus propios labios a la muerte y ésta les devolvió el beso. Les habían aplicado la «ley de fuga» y disparado por la espalda.

La tarde era larga, la noche debía de ser peor y para qué decir del alba. Ese sentimiento del alba y de la muerte que los condenados deben asumir con su vida lo vino a comprender años después cuando, escuchando a Luis Eduardo Aute, en una canción dedicada a dos condenados por Franco, decía «presiento que tras la noche vendrá la noche más larga, quiero que no me abandone, amor mío, al alba, al alba». Pero no llegó el alba, al menos ese  que tuvo que conocer Freddy Taberna, Rodolfo Fuenzalida y tantos otros.

Solo, como solamente se deben sentir aquellos condenados a no vivir más por la  voluntad de hombres que, bajo el pretexto de defender la patria, condenan la vida de aquellos como Renato, que jamás entendieron ni entenderán tanta muerte habida en Chile. Solo estaba, jugando con piedritas y con sus zapatos ordenados en una esquina de la celda, no vaya a ser cosa que la muerte lo sorprenda con su celda desordenada. Solo, cuando de pronto  asomó por su ventana un pájaro con su cantar sereno y  cristalino. Dando saltitos de dos en dos, cantaba. Era  pequeño, no era gaviota ni ningún  ave del litoral. El pájaro cantó,  quizás hasta bailó con sus delgadas patas y se marchó. Renato se alegró como sólo saben alegrarse los condenados. La cercanía de la muerte nos devuelve, creo, un gusto por la cosas sencillas. Horas después, golpeaban su celda. El comandante Larraín, jefe del campo de concentración y último responsable de las ejecuciones, había dejado sin efecto la condena a muerte de Renato. Las otras muertes las cumplió con singular celo militar.  El pájaro voló a no sé qué nido. El Yatiri en Isluga no se equivocó.

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