(Para Chicho Oyarzún y su hermano, que me dieron la oportunidad de hacer esta crónica)
Breve visión del pueblo
El Oasis de Pica, situado en Tarapacá, al este de Iquique, relativamente cercano a la Cordillera de los Andes, en pleno trópico, más que poblado es un campo de flores y perfumes, y también un huerto frutal que lo produce todo, de la mejor calidad. Es un pueblo patriarcal, acogedor; jefe inmediato es la cura de la vieja iglesia, y después la autoridad política.
Hubo salitre en sus inmediaciones, y salares en producción hacia el interior. Sobre la aridez del desierto inclemente, la presencia del oasis, joya engastada sobre esa tierra moribunda, es una bendición. Caminos hay que lo comunican con la civilización, que desde Iquique lo surte de todos los objetos que pueden llamarse suntuarios y de las herramientas de trabajo. Naturalmente, el Valle de Pica y su pueblo gozan de inmenso prestigio, y eso lo saben también las morenas muchachas, poseedoras de una belleza un tanto exótica, verdaderamente magnífica, debida a su estirpe peruana que las hace finas y un tanto nostálgicas.
Predomina la iglesia civilizadora y rectora de las devociones primitivas en su fe, grandes en su rusticidad que determina una belleza ácida y suntuosa, que se resuelve en actos y arte primitivo y legendario de claro simbolismo, acaso no comprendido por los observadores frívolos atados a sus costumbres y fáciles al concepto que no emana del análisis.
El pueblo serrano, adherido a la costra ardiente de la tierra arenosa o la piedra cordillerana, guarda un gran acopio de emoción mística que derrama cada año en una etapa gloriosa, en los homenajes que rinde a los santos Patronos: San Andrés, de Pica; San Santiago, de Macaya, y Santa Rosa, de Huara. Predomina San Andrés, al cual se unen en las festividades anuales San Santiago y Santa Rosa. La gran festividad debería realizarse el 30 de noviembre, día de San Andrés, más empieza el 28 y se prolonga hasta los primeros días de diciembre.
Pero hay una devoción que está por encima de todas por su tierna belleza, y es la de María, que celebra por ese mismo tiempo su mes de flores, cantos y trajes claros. La verdad es que las festividades religiosas constituyen algo vital en las costumbres antiguas que nadie ha podido modificar. La festividad del Mes de María es tal un preludio o una llamada. Surge la voz sonora de la vieja torre de la iglesia que margina la plaza cubierta de claveles, y rodeada desde todos los predios, de enredaderas enjoyadas por las rojas buganvillas, dando un ritmo de realidad fascinante. Cuando la campana comunica su tercera seña, y al altar espera con sus luminarias y derroche de flores, empiezan a desfilar desde todas las habitaciones del pueblo las devotas enveladas; avanzan con pasos rápidos y menudos, las niñas con trajes claros y las de mayor edad con negros trajes de iglesia, dando la idea de ser sombras en movimiento. Al llegar a la puerta, antes de integrarse al templo, las sombras marcan un zapateo –fragmento de danza- que forma parte de la liturgia. Todas llevan fervor y flores para justificar la antigua canción:
Venid y vamos todos con flores a porfía, con flores a María, que Madre nuestra es.
Son muchas flores, muchas luces, muchos corazones.
El cura, revestido, aparece en el altar de la nave de la izquierda, al fondo, y empieza la ceremonia. Hay cantos y oraciones en honor y recuerdo de la Madre de Dios. El cura, que en la época de este relato es un español muy viajado, dinámico y cordial, hace lo suyo, no maquinalmente, sino con entusiasmo de creyente y pastor de almas.
Un hombre del pueblo, el Tata Viejo, que cuenta tantos años como arrugas, dirige el Rosario, y dicen, los que derecho tienen, que como San Andrés ocupa el altar mayor de la nave central, más al fondo que el de la Virgen y no se le ilumina, al terminar el acto de fervor a Maria, el Tata Viejo, muy diplomático, a fin de que no se agravie, le dedica unas preces.
He dicho que la fiesta de San Andrés coincide con el Mes de María; debo anotar también que la fiesta procesional de apóstol, Patrón de los piqueños, se prepara con bastante anticipación, y eso lo saben la luna y las estrellas de las noches encantadas y casi indescriptibles, por su belleza, en Pica. Durante más de un mes suenan plañideramente, las flautas de las cinco notas: las quenas, los tambores y los viejos trombones. Los pasos de los bailadores, los Morenos de San Andrés, se marcan guiados por el ritmo musical y la voz del Caporal. La faena nocturna parece atormentar el silencio blanco de las noches. El ensayo sostenido de los Morenos lo llena todo; solamente les importa en la víspera de la festividad la certeza de que el santo se dé cuenta de su inmenso fervor traducido en sus danzas votivas.
Entretanto, y en el mismo período, las niñas piqueñas preparan, dentro de la más hermética reserva, los trajes que usarán ante los santos y los que no lo son. Varias han ido a Iquique a explorar las tiendas de trapos, se han regodeado a su sabor; han comprado figurines e hilo para bordar. Coloristas son ellas, ajardinados saldrán los trajes: se sumarán a sus sonrisas. Todas están creando sus vestidos, pero ninguna se da por entendida. Se disputa un certamen, en el que triunfará la más hábil o de mejor gusto. Trataré de reconstruir un discreteo:
- Supe, niña, que fuiste a Iquique…
- Sí, fui al médico.
- Pero tú estás derramando salud.
- Niña, es una cosa rara…, algo como una pena.
- ¿Crees que no vendrá él…, ese joven del… otro año?
- No digas lisuras, niña. Los hombres, para mi…, agua pasada. ¿Tú también fuiste a Iquique?
La interlocutora suspira. Y habla:
- No pude. No voy a sacar vestido este año. Estoy arreglando el del año pasado.
- ¡Qué pena, niña! Este año el baile será de lo mejor: vendrá orquesta
- Me dijeron que vendría. Ya veré lo que hago…
- ¿Viste el estandarte tan regio que las señoritas Zabala están bordando para los morenos?
- ¡Ais!, es un amor. Esas señoritas Zabalas son tan virtuosas. Dice mi madre que hace cuarenta años que se dedican a hacer obras de caridad. Nadie ordena y adorna como ellas los altares…
- ¡Y por qué no se habrán casado? No son feas. Serían muy regodeonas…
- No, niña, dicen que esperaban el Príncipe Azul… Y vino uno que era colorado y… desapareció… Así lo han dicho las Durand…
- Esas son… más malas lenguas que… no sé quién. Y si a las señoritas Zabalas las hubieran engañado, ellas han continuado fieles; nunca nadie les ha visto nada. Amaban de veras.
- El día que conozca a una niña que ame de veras a los hombres tan malos, me voy a reír. –Y ríe en hi, la acompaña la otra. Luego se ponen serias…
- Pero tú dices que tienes una cosa… como pena.
- Tonterías, niña, tonterías. Las mujeres somos tontas. Tengo pena porque no tendré traje… yo haría locuras en la fiesta.
Se separan un tanto defraudadas; saben que las dos mintieron. Entretanto la fiesta de San Andrés se acerca; faltan dos días para el 28.
Hay un movimiento acelerado entre hombres y mujeres; lo generan las carreras hacia el correo: hay camiones que traen las encomiendas: zapatos brillantes, trajes, velos, pañuelos de seda, polvos y cremas, rouge, ropas interiores, ternos claros, calcetines de muchos colores, relojes, etcétera.
Y es allí donde los ojos valorizan el boato que cada ser presentará. Y hay caras largas y críticas en las que nada han podido encargar. Mas el cura, filósofo y socarrón, las consuela, hablándoles del tremendo pecado de la vanidad.
Y para consolarlas en mejor forma, las conduce a una de las habitaciones del edificio parroquial y les enseña a bailar conga, de moda en aquella jornada de la vida, y… a cantar canciones mundanas.
No es pecado divertirse -afirma-. Cuando la diversión no encarna malos sentimientos, el diablo huye.
Enseña a declamar versos moralizadores, y se ríe de cualesquier detalles pintorescos. ¡Es un gran personaje ese pastor de ovejas esquivas, nostalgiosas y rebosantes de sueños tan bonitos como el oasis!…
Dicen los que han observado con detenimiento la fiesta de flores, los bailes profanos y litúrgicos, el lujo, los escarceos del amor, las fugas por los planos inclinados, la música y los cantos y la gran procesión, a la que asiste el Obispo de la Diócesis que, comparativamente hablando, y dada la latitud en que se celebra, y la convergencia de toda esa tierra, que nuestras pascuas, fiestas patrias y otras apenas pueden comparárseles.
La fiesta empieza bajo las estrellas.
este preludio se llama la víspera.
No es seguro que este relato esté coordinado fielmente dentro del orden necesario. La verdad es que los Morenos de San Andrés, que, como se ha dicho, poseen una vieja banda de trombones; un Caporal, que tañe una quena y dirige el baile, por ser hombre de mucho saber en su materia, y todos los habitantes que cooperan para sobresalir, deben construir una fiesta magnífica. El Caporal es un hombre consagrado al santo, así como todos sus subordinados ostenta un gesto casi severo, más que severo, indiferente; algo como una prestancia que le permitiera estar por encima de todos los míseros mortales; también el gesto de sus hombres es serio, pero hay en ellos una emoción arcana, como se me ocurre que lucirían las piedras si un día llegaran a moverse y a sentir; me he dado cuenta de que esos hombres demuestran una fe plena de entusiasmo, seguramente interno, ya que no lo dejan ver sus rasgos; pero si su actuación disciplinada y su actitud imponente que no concede ni siquiera una mirada a los curiosos que asisten a la fiesta. Al Caporal, una mirada, un gesto leve, le bastan para dirigir a sus morenos, desde luego hechuras de él. Todos saben, lo saben desde su alma serrana, que bailan para el Santo Patrono de Pica. San Andrés, y de ahí su solemnidad que parece extraña a los no iniciados.
He dicho que la primera actuación se interpreta en la víspera de la gran fiesta y homenaje al santo; y ésa es la razón que les obliga a iniciarla en la noche, avanzar hasta el pórtico de la aurora, continuar bajo la cálida mirada del sol inmisericorde y entregar toda su potencialidad al sacrificio sagrado, dedicado al santo.
Visten pintorescamente; logran producir una desarmonía armoniosa, de acuerdo con su sentir, con el abigarramiento de sus trajes, que valorizan, además, con adornos consistentes en trozos de espejos cosidos en las blusas, plumas rojas, cascabeles y cuanto su fantasía puede sugerirles.
Desde las fronteras de la aurora, unas salvas producidas con dinamita anuncian que la invasión mística abrirá la fiesta. Los oficiantes se organizan en dos filas, la música obedece al Caporal, y la liturgia, que no me atrevo a calificar de bárbara, aunque sea primitiva, da paso a su danza abigarrada de movimiento, tal las blusas tatuadas de espejos, como ya se ha dicho. El baile es sostenido y necesita de todo el abigarramiento comentado para lograr estar a tono con el ritmo acompasado y rápido de dibujo enloquecido, que va desde el ritmo casi mesurado hasta la vesania coreográfica de la cabriola. Hay períodos en que se apresura demasiado y luego, lento, sin perder en ningún momento la armonía muy original que han sabido coordinar con una ciencia insospechada.
Esas filas de danzadores recorren el total de las calles del poblado, despiertan al vecindario a fin de que participe en la ceremonia sagrada que enmarcará la alegría, lo que llamamos alegría. Se van sumando al baile los que pueden hacerlo con propiedad, o han quedado rezagados. Los curiosos que siguen la danza tratan de comprender, sin conseguirlo, lo que puede calificarse de simbolismo de la liturgia.
Luego los rodean en otra fila los devotos que llaman los Diablos. Este baile –bailes se nombran las comparsas- parecen conducir el asombro y el miedo que debe producir en las almas el tentador. Dan la idea de desear aterrorizar a los devotos para dispersarlos obligándolos a abandonar al santo. Ellos, sin duda, interpretan con sus cabriolas y sus disfraces al Enemigo. Sus vestimentas son absurdas; han podido producir una originalidad discordante, y para acentuarla aún más usan unas máscaras coloreadas que determinan pavor hasta en los civilizados que alguna vez las hayan visto en los museos. De las bocas –de las máscaras- salen lagartos que suben por la nariz horrible y ganan los cabellos consistentes en crines copiosas teñidas de rojo y que con sus movimientos acentúan el horror. Desde luego el dibujo que circunda los ojos de las máscaras no es del todo cordial, y tampoco lo es el baile, aunque obedezca a los acordes que lanza la vieja música de los morenos.
Cuando las salvas, tambores y matracas, el son monótono de los trombones, en desacuerdo con la dulce quena del Caporal, han dado paso al baile y el baile ha recorrido la población, todo el mundo se levante, le ha parecido oir voces que dicen;
- ¡Ya es el día de San Andrés, los buenos devotos vienen con nosotros, venid todos, debemos recibirlo!
Todos se mueven y toma plaza hasta el cura español que ha estado en la China, en Filipinas, etc., el cura alegre como las castañuelas que parece que nació en España un día en que una verbena ardía de luz, música, baile y mantones. ¡Olé por ellas! Así de chulo era él. Ya se ha dicho que él, el mismísimo cura, ya internacional, enseñó cantos y bailes modernos a sus feligreses…
El sale y mira; ve la idolatría, pero comprende en alma a esos devotos; ha visto mucho; conoce el alma del pueblo; comprende todos los ritos; sabe hasta qué término la podrá orientar, y conoce el sortilegio de las campanas. Son ellas las que, con el ritmo de sus voces de metal, dan la bienvenida. Se me ocurre que ante su voz, que en ondas corre por los páramos y penetra los corazones, sufre sus primeros sobresaltos el demonio; pero aquél sabe que al penetrar el alcohol, vendrá otra alegría y el pueblo será suyo a despecho del cura, menos los santones que pasarán seis días bailando y reverenciando al santo, Patrono de Pica.
Desde Macaya viene San Santiago
Santiago, Patrón de España, lo es también de Macaya. ¿Sabéis qué es Macaya? Pues, un lugarejo situado al interior de Tarapacá, naturalmente en un oasis; en tierras que van trepando, en doloroso viaje, las alturas cordilleranas. Para encontrarla hay que subir 3.500 metros sobre el nivel del mar. ¡Macaya! La saeta de la puna, el calor del día, el frio de la noche, la mano terrible de la desolación presiden su vida. Es una viñeta de mezquina fertilidad en una página dantesca.
Piedra hacia lo alto, arena en las tierras bajas, angustia en todo. Silenciosos los indios; parecen hablar sólo con la imaginación; pero aman. Hay mujeres en el páramo, mujeres e instintos; nacen hijos; de leche de madres viven; saben llorar y aprenden a mirar desde su más tierna infancia.
Vienen los macayinos con su Santiago a cuestas hacia Pica; en angarillas lo conducen; no es muy grande la estatua, pero es grande la jornada y mucho pesa cuando entra en las sendas movedizas de la arena. Veinte hombres de obscuro color, de silencio de soledad punzante, marchan con él: son sus servidores. También avanzan mujeres; algunas con sus críos a cuestas; pechos fecundos o vacíos; hambre perpetua en los rorros, y llanto silente, sin expresión dentro del paisaje moribundo.
Han llegado a la planicie arenosa, sienten el cansancio; entonces las andas o angarillas pesan; se turnan con mayor frecuencia: deben llegar a Pica el día de San Andrés; si se retrasaran, tal vez enloquecerían. En Pica saben que arribarán y los esperan. San Andrés espera también en su templo. El recibirá a su hermano apóstol, respetará la etiqueta: es tradición, hay que cumplirla e historiarla.
Y hete que llega la caravana con sus rostros terrosos, sus ojos mansos y sus trajes de ceremonia: en sus chaquetas, colgajos varios, trapos colorados, espejuelos, cascabeles, sombreros mosqueteros. El santo antiguo, de fino rostro, nariz aguileña, veste obscura y amplia, adornada como la de sus devotos. Sobre la cabeza, un sombrero de plata de copa baja y plana, alas rectas y anchas; grande le queda el sombrero, le oculta los ojos y las orejas casi totalmente.
San Andrés, con sus morenos y el pueblo entero, ha salido a encontrarlo. El encuentro será un bello acto de fina cortesanía. En silencio avanzan los servidores de los santos; los rodea el pueblo y sonríe en un gesto de bienvenida; en un punto dado se van a encontrar y, al verificarse este detalle, los santos se saludan con reverente cortesía. Hecho el saludo de los santos, los piqueños, a su vez, saludan a los macayenses o macayinos; líquido fresco y alimento les dan a fin de que mitiguen, la fatiga. Después de un breve descanso, San Andrés invita a San Santiago a visitar la aldea. Entran en la plaza, donde los esperan el cura y las devotas. Empiezan de nuevo las danzas con más ardimiento: parece que han arrojado el cansancio lógico tal si tiraran un objeto, y bailan como posesos. Y entre el ruido tremendo y la muchedumbre sudorosa se hacen presentes los que llamaré dadores, pues éstos acuden hasta el sitial de los santos y dan sus ofrendas de frutos de la tierra y billetes de banco de diversos valores, pero todos recién impresos o tan bien cuidados que lo parecen. Cuelgan, sujetándolos con alfileres, los billetes de las túnicas de los santos. Es como si los condecoraran. Naturalmente, mientras más fuertes sean los billetes, mayor bondad encontrarán en los santos. Algunos aseguran que el cura sonríe…, aunque sabe que a la tierra llegará el señor Obispo…
Se ha preparado la misa: llaman las campanas. La población entera se encamina al viejo y vasto templo. Entran los santos y sus bailes, que danzan hasta que la misa termina. Han concurrido los chunchos, en algo parecidos a los chinos de Andacollo. Afluyen bailes de diversas comarcas; bailan, desde luego, sus propias danzas. Marea la variedad de color, de movimiento y de ritmo, la confusión de la música… Es algo, para mí, difícil de describir, caro de ver y admirar. Los hombres bailan, como siempre, con seriedad de piedra. Ya lo he dicho, parecen no sentir cansancio. En sus ojos, semejantes a aves invisibles, campea la emoción.
Saludan al Patrón del templo y se retiran y, al hacerlo, se despiden. He aquí un fragmento de esta despedida:
…Ya nos retiramos, ya nos retiramos, contentos de haber estado en tu casa, contentos de haber bailado en tu casa. Ya nos retiramos, ya nos retiramos, danos vuestra bendición para que alcancemos el perdón, contentos salimos de vuestra mansión.
La fiesta abre un paréntesis a las 10.30. Hace ya mucho calor. A las 4.30 se realizará La entrada de la Cera.
El pueblo está colmado de cantos profanos y de turistas. Predominan esos hermosos y delirantes valses peruanos; se baila, se canta, se galantea en muchas partes. Las muchachas esperan cada año esta fiesta. Dicen que el vino, o lo que sea embriagante, es diplomático: es claro, hace paces y guerras…
En el pueblo se vende de todo; es una verdadera feria. Se trafica con estampas, rosarios y escapularios, exvotos de fabricación piqueña o de Iquique; frutas, comidas. Se espera con ansia la noche de luna bruja enharinada como pierrot o plateada como joya inestimable. La luna, interferida por los árboles del oasis, produce sombras y decoraciones que, como dicen o decían los poetas, son moneditas de luz. Dicen también que esos árboles suspiran, ríen, besan y lloran…
Son seis días de ruda fiesta, en que los nervios son cuerdas tensas. Los deseos y las promesas se imprimen en todos los sitios; mientras que en las casas cantan las niñas, sonríen las viejas, bailan las parejas, y está presente el diablo más tentador y más artista que hay en el infierno.
La entrada de la cera y Santa Rosa de Huara
El benigno clima del oasis de Pica a las 4.30 de la tarde ofrece, como un presente de luz dorada y viviente, 38 grados dentro de la iglesia, atestada de fieles asistentes a la ceremonia de la entrada de la Cera. Seguramente, el nombre de esta ceremonia de La entrada de la Cera. Seguramente, el nombre de esta ceremonia es simbólico, ya que nadie acude con ofrendas de candelas de cera. Los santos, Andrés y Santiago, sí que están allí, rodeados de fieles que continúan colocando dinero en billetes sobre las vestes de los santos. Ya he dicho que asisten toda la ciudad y… los turistas; santos y pecadores…, bueno, también pecadoras de ojos obscuros, bellos rostros morenos, hermosas y tentadoras, dando guerra con sus formas esculturales, y sus talles cimbreños; se hablan sonrientes de oído a oído, y miran; acaso en su mirar determinan alguna clave. Pero también asisten mujeres que ya dejaron atrás el retazo florido de las sendas de la vida. Ellas, a estas alturas, se dedican a la devoción y critican las actitudes de las muchachas, olvidando que ellas, en la época correspondiente a ese período, hacían lo propio. Las muchachas cantan a la vida y sus peligros, que siempre son de buen sabor y de consecuencias varias. Todos han saludado al Patrón y a sus visitas; todos han dado calidad anímica a sus reverencias. En la semiluz del templo naufragan las movibles flores amarillas de las velas ardientes; el humo esparce sus hilos de sombra. Lógicamente, los devotos del movimiento han bailado y bailan sus mismos bailes en tributo a los santos. Hace demasiado calor; ellos –los bailadores- lo aumentan, arrancan el polvo del piso, se cubren de sudor; la respiración se torna precaria, pero bailan: avanzan los morenos, retroceden los de Macaya, y los santos adornados de dinero, brillante el sombrero de plata de San Santiago, dijérase que sonríen. Brillan los espejuelos de los danzadores, destruye un tanto los nervios la continuidad inacabable de las danzas y la voz desapacible de los trombones; mas las cabriolas, siempre activas, asombran a los observadores que no comprenderán jamás las razones de la vitalidad inagotable de esos hombres de tierras áridas.
Surge un instante en que los bailes se detienen; los danzantes se acurrucan en un rincón de la iglesia con sus instrumentos, sus corazones y los croquis de sus deseos o, mejor dicho, anhelos.
Se produce un movimiento expectable, llegan hasta la iglesia acordes distintos, avanza un ruido nuevo, semejante a un nuevo brazo de un río de sonido, y aparecen los oficiantes de Santa Rosa de Huara. En andas la traen, orgullosos la miran. Ella es, según los peruanos, la PATRONISIMA DE AMERICA, y también de la aldea de Huara, de gente mansa y devota, mansa como una planta del desierto, sufrida como ella, que en los contrafuertes andinos, para existir, saca savia de las piedras.
Refiere el señor Oyarzún, hermano del artista Ernesto Oyarzún, hoy en España, su impresión, muy trágica por cierto, sobre la comparsa de Santa Rosa de Huara. Dice:
“La tarde es sofocante, pero todo es nada ante la impresión que causa la Comparsa de la Santa. ¡Oh!, su Caporal es cosa que no podré olvidar. Este recuerdo es imborrable. No creo que haya alguien que no se haya emocionado hasta las lágrimas al presenciar el derroche de fuerzas extrañas del animador, o sea el Caporal, que era un pobre enfermo.
“Hombre gordo con una de esas caras hechas para sufrir. Tenía los ojos estigmáticos; creo que se le asomaban mucho más de lo normal; más aún que los más exagerados dolientes de ese defecto. Esa anormalidad le daba el aspecto de un loco. Y luego sus ademanes…
“Se presentó en la puerta de la iglesia, con su vestido y su tez terrosa, empuñando su enorme bastón de Caporal como maitre de ceremonia, lanzando el más desgarrador de los quejidos: ¡Ay San Andrés! Y así, sudoroso y golpeando con su bastón, entró en el templo acompañado de su comparsa. Y… los miembros de su comparsa en nada le desmerecían. Negros sudados y fuera de sí. Una mujer que, seguramente, antes del momento solemne, amamantaba a su crío, caminando como toda la gente, ya en trance de misticismo, olvidada de todo, es decir de su vida y de su hijo, bailó en la comparsa, siempre con su nene en los brazos. El niño tiene hambre; ella hace cabriolas; disgrega su pobre e intensa personalidad de trance; el niño sacudido hasta lo increíble, busca los pechos fláccidos que se ven en libertad y moviéndose como un matorral en tempestad. Los pechos se le escabullen al niño, que vive una tragedia terrible. Ya vencido, llora amargamente, y sus lloros parecen fragmentarse ante los bruscos y sostenidos movimientos.
“También tenía ella los ojos atormentadoramente saltados. La comparsa entera parecía poseída, y en tanto el trágico Caporal urdía los más enternecedores quejidos: ¡Ay, San Andrés! ¡Perdónanos, San Andrés!
“Sus saltos y los de los suyos eran enternecedores: sudaban con los ojos detenidos con toda su fuerza y su aflicción en el Santo. Se me ocurrió que, siendo de yeso, cobraba vida al conjuro de esos desorbitados penitentes.
“Casi una hora tardaron, danzando y quejándose, por la boca y el corazón del Caporal, en recorrer los veinticinco metros que distaba la puerta de la ubicación de San Andrés.
“Al tocar la vestimenta del santo, el Caporal sufre un desmayo, se incorpora, y desoyendo los ruegos que lo incitan al descanso redobla su actividad. Entonces baila en forma dislocada, torbellinesca y pide perdón. Es una historia fatal, un perfil diabólico dentro del templo. Por fin cae; su carátula se vuelve de horror, la lengua sale de la boca y se alarga a tal grado, que se arrastra por el pavimento.
“Manos de mujer avanzaron con un vaso de agua fresca. Bebe el Caporal y se levanta, y ante el asombro del concurso, baila como antes. En ese lapso, a coro, toda la comparsa se despide gritando: “Ya nos despedimos, perdónanos, San Andrés. ¡Ya nos despedimos, perdónanos, San Andrés! ¡Ya nos despedimos!” En realidad se despiden. El templo sale de esa zona de pesadilla, mas la angustia causada por esos penitentes continúa viva, oprimiendo las vidas de los presentes, que, es posible, durante algunas horas rían al margen de la alegría…”
Siguen afluyendo las comparsas o bailes. Arriban nuevos santos, con nuevos instrumentos y nuevas danzas: todos traen ofrendas y deseos de bailar: lo hacen organizadamente, bajo la luna. Al faltar el sol enloquecedor, lo coordinan con grata serenidad.
En la noche hay bendición, oficiará el señor Obispo. Es una bella ceremonia, se dicen hermosos sermones, en los que se recomienda la generosidad. Entre ceremonias, bailes y otros actos, se cumplen seis días de vida copiosa, y asaz incoherente. Las historias de amor y lágrimas, de goces anhelados y de bellas frases, las conocen la luna y las frondas. Han acudido tantas visitas; para ellas se han alindado las muchachas; ninguna ignoraba cómo se viviría esa etapa de su novela sentimental.
En cuanto al pueblo propiamente dicho, en la acepción que aquí se le da, bebió todos los días, a la luz de la luna, en compañía de mujeres, más que morenas, terrosas. Bailaron cachimbo, una especie de cueca un tanto mesurada, y bebieron y amaron a su manera, seguramente más honrada.
Ya en el sexto día, las visitas dejan el oasis. En las casas de negocios se cuenta el dinero; después se abren de par en par las ventanas, a fin de airearlas y cometerlas a limpieza. El eco de las fiestas de baile, canto y galantería se ha disipado, pero cada cual lo oye. Hay algo de nostalgia y desamparo en las casas vacías; las muchachas miran a los horizontes, adornadas de pronunciadas ojeras y descoloridos labios. El amor, como los sueños, pasa, proclaman los glosadores de cantos; la vida exige, y es ella la que siembra melancolía en el pecho de las mujeres, frases mentirosas y saber en las gestas de la vida estéril, sin fisonomía precisa, con pocos oasis y pocas verdaderas satisfacciones.
A mí me parece que los únicos que lograron la jornada completa fueron los santones, que dejaron lo mejor de lo más bello de su existencia: la fe. La pusieron en esos santos inanimados, limpiaron sus almas tristes con el agua lustral de la liturgia, y cosecharon para sus pobres vidas, un tesoro, acaso también pobre, de serenidad y valor para encarar el presente más rudo que posee la humanidad: LA VIDA.
Los santos del norte y sus festividades. Retablo 11. Pág. 161 – 174
En el libro Antonio Acevedo Hernández. Retablo pintoresco de Chile.
Editorial Zig-Zag. Santiago de Chile, 1953.