Se ha llegado a creer que el cóndor es el ave más grande, idea más que discutible, ya que no es mucho más voluminoso que un pavo. Ni siquiera lo es con las alas extendidas; aunque en este sentido cabría sí concederle el superlativo de ser entre todos los plumíferos el que vuela más alto.
Durante un tiempo se discutió en círculos científicos qué hace que el cóndor, planeando por sobre las nubes o posado en una elevada cumbre, pueda captar la presencia de carroña. Al respecto, se plantearon dos hipótesis: una, su kilométrica visión; la otra, su poderoso olfato, estimulado por el viento.
Modesto Basadre Chocano, el cronista tacneño que permaneció en Tarapacá durante dos años (1875-1877) como administrador de una oficina salitrera, quiso despejar la incógnita a su manera. Como en la pampa se producía notable mortandad de mulas, era habitual enterrarlas en alguna hondonada. Al realizar esta operación no se divisaba cóndor alguno en el aire; sin embargo, a las pocas horas acudía gran cantidad de ellos atraídos por la carroña así encriptada.
“Para cerciorarme más, he hecho el ensayo siguiente: he hecho arrojar a una angosta hoyada, de donde se había sacado caliche, una mula muerta, cuya carola quedaba casi cubierta con los trozos de costra que la rodeaban, y, sin embargo, han acudido los cóndores a saciar su voracidad”. Su conclusión fue que siendo imposible distinguir visualmente la mula muerta, “sólo la excesiva efluvia de la carroña, diseminada por la atmósfera, ha podido guiar al cóndor al punto conveniente” (1).
Otra posición errada en torno al cóndor es excluirlo de los pájaros rapaces. El cronista español Antonio Vásquez de Espinosa en un famoso libro que se publicó en 1618 asegura que los cóndores son tan atrevidos que “se llegan a los feroces lobos marinos, los cuales cuando están tendidos al sol, como son torpes en tierra, les embisten estas fieras aves y con destreza le tiran a los ojos y se los quiebran, y así peleando con ellos los matan” (2).
En un plano más cercano en el tiempo y en el espacio, los pastores altiplánicos nos dicen que al cóndor se le abre el apetito a la vista de los llamitos y alpaquitos. No bien divisa uno de estos animalitos alejado de su tropa, se le despierta el instinto criminal. Toma impulso, acelera en una posición como sentado en el aire y con las garras en ristre, embistiendo a la víctima por debajo de la cola, desgarrándola y dejando las tripas al descubierto. Si no anda nadie cerca, se pone servilleta y paladea con toda pachorra. Terminada la merienda, se va a un cerro cercano y permanece largos minutos con sus alas en cruz. No es que esté agradeciendo a la Pachamama por haber saboreado carne tan fresca, sino que se trata de un ejercicio para facilitar la digestión,
Una de las estrategias más usuales para evitar estos penosos episodios que afectan a los niños andinos cuando les arrebatan a sus jilacayos (regalones), consiste en encender fogatas cada vez que se observan cóndores planeando bajo. El fuego y el humo los ahuyenta. Otra más paciente es tener un espejo de mano (mejor si es uno mediano) y hacer que el sol se refleje en él, para luego apuntarlo sobre los eventuales atacantes. Se encandilan y se alejan.
Banquete y protocolo
Puede haber otro tipo de escenario, sobre todo ahora que la población de cóndores se ha visto sensiblemente disminuida y geográficamente dispersa y no les es fácil avistar carroña. Es lo que comentó un criador de camélidos:
“El primero que se da cuenta de que hay un llamo o un burro muerto, por ejemplo, es el triuque, un gallinazo negro y con manchas de color café, que es sirviente del cóndor ¿Sabe por qué? Mire, cuando el triuque ve que hay carroña, empieza a volar en redondela y a gritar con alharaca. Y ahí es cuando aparece el cóndor o una bandada. Cuando son varios, el primero que aterriza y come es el macho jefe, que tiene cogote blanco. Claro que antes de comer tiene que trabajar como carnicero: desgarrar y despostar. Queda satisfecho con el corazón y partes del pecho. Después comen las hembras, que tragan como condenadas”.
A todo esto, ya han llegado otros animales al banquete, pero por norma de distancia y jerarquía, los comensales tienen que respetar turnos. Toma la posta el puma, después el zorro, seguidamente las kiullas (que también se sirven a la carta, ya que se disputan los ojos y la lengua de la presa). Finalmente le toca degustar al triuque.
“Lo que pasa es que si el triuque pudiera comer primero que los demás, por ser el que descubrió la carroña, lo haría; pero no puede, porque necesita de animales más grandes que abran la presa, como el cóndor y el puma. Y los que siguen no le dan la pasada porque son más choros que él. Así que tiene que esperar hasta el último y conformarse con los pellejos. Nadie sabe para quién trabaja ¡Ja, ja, ja, ja!”.
Heraldos del nuevo día
Todavía en Tarapacá y en Pica se vive ese amanecer con diana de cuculíes que inspiró el tradicional trote “Por esta calle a lo largo, cuculí madrugadora”. La aptitud cantora es exclusiva del marcho y responde tanto a la función de atraer a la hembra, como de marcar territorio.
Las cuculíes ya no son privilegio de los oasis y valles precordilleranos del Norte Grande, puesto que han emigrado hasta la Cuarta Región e incluso se las halla en la Región Metropolitana.
Se trata de un fenómeno migratorio y de posicionamiento urbano, resultado del hecho que desde hace un tiempo a esta parte, colonias de ellas optaron por mudarse a las ciudades, donde se han multiplicado de tal forma que comienzan a constituir una plaga, categoría en que ya quedó declarada la paloma común, que perdió el recelo, pues hasta camina por las veredas escoltando a la gente. No son pocas las personas que le tiran migas de pan, sin saber que les hacen un daño, ya que con esa alimentación impropia les provocan problemas digestivos e inducen a la proliferación de parásitos.
Hay quien sostiene que la popular canción “Ojos azules”, conocida en toda la macro zona andina, no puede tener otro motivo de inspiración que la cuculí.
Más tempranero que la cuculí es el pucu-pucu, un pajarito altiplánico que canta anticipándose al despuntar del alba. Para los campesinos, fue y sigue siendo el mejor despertador. En cuanto a creencias, se dice que su melodía es el non plus ultra para los “condenados” o zombies andinos, quienes al sentirlo hacen mutis por el foro y deben aguantarse hasta la noche para volver a merodear y espantar con su horrible figura.
Un pájaro de cuentas
¿Quién creyera que la hermosa y alba gaviota andina, kiulla en aymara, es decidídamente antisocial: ladrona, asaltante y asesina. Confirmando su cartel de brígida, en verano se pone una capucha negra.
Tiene mal carácter. Se molesta y reclama cuando hay personas que se le acercan mucho. No sólo eso, sino que también realiza vuelos que casi rozan las cabezas de los intrusos.
La kiulla es una omnívora todo terreno: come gusanos, insectos, anfibios y peces pequeños, además de los huevos y también los pichones de otras aves acuáticas. Igualmente consume basura e, incluso, no le hace asco a la carroña.
Es migratoria y como tal se le puede ver en la precordillera e incluso en la costa, donde disputa el alimento con otras gaviotas, intimidándolas con su mayor tamaño y fiereza. En la arena, caza cangrejos y pulguillas de mar. Además, sabe pescar: utiliza pequeños trozos de comida como carnada para coger peces pequeños. Todo un personaje
Se cuenta por ahí que es tan brava que se la ha visto picoteando a las ballenas con la intención de arrancarles trozos de carne del lomo (fantasiosa la cuestión, diría el Bombo Fica). Pensemos, más bien, que lo que hace la kiulla es extraer parásitos adheridos a la piel de los cetáceos.
Glamour altiplánico
Antítesis de la kiulla es la parina, un ave realmente hermosa, de suaves colores, aspecto estilizado y elegantes movimientos. Existen tres especies: la Parina Grande o Flamenco andino, que tiene una altura de 136 centímetros; la Parina Chica o Flamenco de James; y el Flamenco Chileno. Todas ellas viven en colonias y comparten espacios en lagunas y salares humedales altoandinos, donde se alimentan de dieta principalmente herbívora, además de microinvertebrados y microorganismos.
Son aves muy bien estructuradas. Para nidificar utilizan barro y construyen nidos en forma de cono truncado que se distinguen por su notable dureza. Luego de la eclosión de los huevos, como migratorias que son, se dirigen hacia sitios distantes, dejando a las crías a cargo de otras parinas que se desempeñan como nodrizas, encargándose de su alimentación y cuidado. Al regresar, las madres pueden identificar perfectamente a sus polluelos, los que a los tres meses de edad ya son volantones y están aptos para desplazarse en el aire.
Los campesinos altiplánicos asocian el comportamiento de las parinas a determinados cambios climáticos. Por ejemplo, cuando se observa que tienen las plumas encrespadas, es indicio inminente de lluvias. O cuando se les nota inquietas, como “zapateando”, es augurio de que habrá buena producción en las áreas agrícolas.
Las parinas han sido siempre fuente de consumo humano, por su carne y huevos. Asimismo, se empleaban sus plumas para fines rituales y en particular para confeccionar los impresionantes sombreros de los bailarines suri-sicuris. Hoy existen normas rigurosas de protección, aunque es inevitable que sean transgredidas.
De hábitos mediterráneos
Siempre en la costa, reparemos en las especies de hábitos mediterráneos, como la garuma, que elige como hábitat de descanso los cerros y pampas aledañas al borde costero. Como el garumal que admiramos en nuestra infancia y que se ubicaba en un sector que desapareció bajo la invasiva urbanización moderna: una pampilla situada entre las desaparecidas “Canteras” (más abajo de los Estanques) y la antigua pista de aterrizaje. No era un área extensa y lo que más llamaba la atención era ese piso alfombrado de esquelones de sardinas y/o anchovetas, una masa aglomerada por una reseca sustancia grasosa de color café rojizo.
Cercano al Cerro Carrasco (3), cordón montañoso cuya cumbre principal es la más elevada del litoral iquiqueño con 1.833 metros, se encuentra el Cerro Garuma, un espacio de concentración nocturna y nidificación de la especie homónima.
En la década del ’30 del siglo pasado, el geólogo alemán Juan Brüggen observó cómo a la hora del crepúsculo Punta Chomache era punto de multitudinaria reunión. “Centenares de miles de guanayes que cubrían algunas hectáreas con sus masas negras en que las aves se hallaban cuerpo a cuerpo”. En horas de la mañana, añade Brüggen, alzaban el vuelo en bandadas gigantescas para dedicarse a la caza de cardúmenes de sardinas (4). Espectáculo propio de ecosistemas lejanos, perdidos, tal vez sin retorno: épocas de gran abundancia de peces.
Otra ave marina de hábitos mediterráneos es la golondrina negra de mar. Se sitúa en líneas extremas, ya que es de alta mar, pero anida en el continente, lejos de la costa, como que se registran colonias vigentes en Pampa Perdiz y en Salar Grande (5). Incluso se las ha avistado en Humberstone.
Esta golondrina ha cobrado reciente notoriedad, ya que al alcanzar su autonomía los polluelos deben emprender vuelo a la costa en horas de oscuridad (porque son de hábitos nocturnos), circunstancia en que se sienten atraídos por las luces de la ciudad y entonces se desorientan, caen al suelo y quedan en situación de casi total vulnerabilidad e indefensión. Un triste espectáculo que todos hemos visto.
Mayores distancias son las que recorre el chirrín, ave que baja de la precordillera a la costa hacia fines de año. Probablemente llega en busca de alguna determinada especie vegetal crecida en los oasis de niebla, los agrestes jardines regados con el humectante rocío de la camanchaca. Uno de sus lugares preferidos para nidificar son las dunas de Chucumata.
La Punta Chucumata tiene la singularidad de cobijar a buen número de especies de avifauna, entre las que destacan mayoritariamente la gaviota, el pilpilén y huairavo, que es propio del interior (6).
El mejor padre del mundo
Ahora regresamos al altiplano para referirnos al suri o avestruz andino, representado en nuestro medio por la especie Rhea pennata tarapacensis, ave herbívora que tiene una altura promedio de 95 centímetros y sobre el metro en el caso de los machos, y su peso promedia los 20 kilos.
No vuela, pero tiene en cambio la ventaja de ser un corredor aventajado, marcando velocidades de hasta 60 kilómetros por hora, lo que le permite huir de sus predadores, en especial del puma andino (que no es ni velocista, ni fondista), mientras que del zorro -que sí le collerea en carrera- se defiende con las afiladas garras que esgrime en los dos dedos de sus patas.
Luego de una temporada de cortejo en que los machos protagonizan violentos duelos, los triunfadores forman su harén. Las hembras, tras ser cubiertas, dejan sus huevos cerca del nido y misión cumplida, ya que las muy resueltas se van a hacer vida propia.
Llega entonces el momento en que el padre debe asumir toda la responsabilidad, comenzando por recoger los huevos (no todos) y depositarlos en el nido para incubarlos por un lapso de 35 y 45 días. Seguidamente viene la crianza.
Al nacer los polluelos, los huevos que quedaron fuera del nido, ya descompuestos y tapizados de moscas, sirven de doble alimento a las crías. En todo caso, el progenitor debe ir en busca comida para ellos y cuando éstos puedan caminar, sale con sus hijos a terreno, en plan de aprendizaje y procura de alimentos. En dichas exploraciones el papá suri se muestra tan diligentemente vigilante para cuidar como sobradamente fiero para defender a sus pequeños ante cualquier amenaza.
Braulio Olavarría Olmedo
Referencias bibliográficas:
1. Modesto Basadre Chocano: Riquezas peruanas. Colección de artículos descriptivos escritos para “La Tribuna”, página 28. Lima, Imprenta de La Tribuna, 1884. https://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/Basadre%20Y%20Chocano,%20Modesto%20-%20Riquezas%20Peruanas.pdf.
2. Antonio Vásquez de Espinosa (1618): Compendio y descripción de las Indias Occidentales. Capítulo 59, ítem 1421. Smithsonian Institution, Washington, 1948.
3. Nombre asignado en tiempo republicanos peruanos en memoria del marino y matemático Eduardo Carrasco (1779-1865), miembro de la Real Sociedad Geográfica de Londres y autor de la Guía de Forasteros 1841-1857.
4. Juan Brüggen: Geología de las guaneras de Chile, página 7. Imprenta Universitaria. Santiago de Chile, 1939.
5. R. Barros, F. Medrano, H. V. Norambuena, R. Peredo, R. Silva, F. de Groote y F. Schmitt: Nuevo artículo científico ROC sobre golondrina de mar negra. https://www.redobservadores.cl/?p=3024 6 MAYO, 2019.
6. Rodulfo Philippi: Notas sobre aves observadas en la provincia de Tarapacá. 1940. https://publicaciones.mnhn.gob.cl/668/articles-63533_archivo_01.pdf.