La Semana Santa de la infancia tenía un tono gris. El otoño se enseñoraba por las calles de Iquique. Subir el cerro no era lo nuestro en esos días. En otros si. Había que traer brillantina y encontrar algún tesoro que sigue sin hallar. El cerro era el lugar por donde el Longino se hacía esperar. En la última línea hacía sonar el pito y la estación se llenaba de parientes y amigos que iban a buscar al recién llegado.
La música selecta se adueñaba del dial y las tres radios AM se sumaban a la pena casi universal del sacrificio de Cristo. Conciertos en mi mayor o lo que sea, constituían la banda sonora de esos viernes que ya nunca serán los mismos. Las tardes eran largas y sombrías. Uno que otro ladrido de perros rompían el silencio. Uno que otro gallo despistado cantaba. Entonces en Iquique habían casa con gallineros.
El pescado se adueñaba de la cocina. La carne estaba prohibida. Cavinzas, jureles y pejerres, generosos se freían en la sartén negra como la noche que ya se anunciaba. El arroz se cocinaba a fuego lento. A los comerciantes no sólo los movía el lucro, sino que también y en algunos casos, la fe. El carnicero de la esquina, el chino Sergio Wang, no abría.
Al caer la tarde fieles en procesión rezaban y cantaban a media voz. La ciudad se llenaba de susurros. Procesiones en cada barrio, actualizaban el dolor y el sacrificio.
La pelota y la bicicleta no se podían usar ya que rompían el silencio ritual. La iglesia San Gerardo abría sus puertas para albergar el dolor. Cada uno cargaba la culpa a su modo. Cada uno tenía su procesión y cargaba su cruz.
Iquique olía a crisis, a jazmín, a velas encendidas. En algunas calles las zanjas para el alcantarillado expedían un olor a playa, a conchas marinas. En viernes santo el sol caía más temprano. Día tan largo como la pasión y la muerte del hijo del carpintero. De niños nos preguntábamos para nuestros adentros el sentido del sacrificio. De grandes elaboramos distintas respuestas.