Si hay un pueblo en la pampa que tenga una historia y leyenda, no cabe duda que es Pozo Almonte, a puerta del Santuario de La Tirana, cuya existencia en el desierto agrio y sofocante arranca de lejanos tiempos, tan lejanos como aquellos en que el pueblo Tarapacá era la capital de esta apartada región del imperio de los Incas.
Y en aquel pueblecito asentado en el fondo de la quebrada de este nombre quedó patente el parte de los rudos conquistadores, como también fue grabado en el recuerdo, la hazaña inmortal de Eleuterio Ramírez. Y Pozo Almonte también recibió algo en aquello que quedó envuelto con el correr de los años en el polvo de la huella de los siglos…
Y como decimos este pueblo tiene su historia y su leyenda, como también unas noches magníficas; cuando la camanchaca no espesa mucho, las estrellas espolvorean su oro finísimo sobre el pueblo y entonces los vecinos a las puertas de sus casas tejen la charla de tantos recuerdos; de los que aún quedan – muy pocos por cierto,- han visto pasar los años, los días y las horas buenas de la prosperidad cuando cada hombre de esfuerzo con la varita mágica del empuje conversada en dinero al tocar los blancos terrones de nuestro fertilizante y en el pueblo bullían la vida y reían las guitarras y las acordeones pampinas y se chocaban las copas fraternales de la cordialidad de su gente, que aunque el frío hacía sonreír por fuerza a los «chinitos» de los almacenes y la «música de las calaminas» con su crepitar era la orquesta que en el desierto estaba cantando a la vida; y de las bulliciosas oficinas del cantón salieron los mejores bailes que sobre la arena tostada del pueblo místico de La Tirana dibujaron caprichosos arabescos, como patinando la fe de los que fueron hasta allí portando la creencia espiritual ante el Santuario.
Muchos años atrás vimos allí a los «Morenos» de Carmen Bajo; a los «chunchos» de Cala Cala y a los «Cayaguayos» de Buen Retiro; una visión inolvidable que aún está prendida al corazón de aquel que por primera vez apuntó sus ojos en ese panorama multicolor nada más que por curiosidad…
Pozo Almonte es un pueblo dormido en la decadencia de su grandeza y olvidado en el melancólico su telaraña fantástica.
El Coronel Robles en los Días violentos de la lucha, alojó en minutos aciagos en un hotel de Estación Central. Un avance sorpresivo de las tropas opositoras obligó a este a abandonar el alojamiento; y allí quedó una gruesa suma de dinero que el «garzón» del hotel tomó para si en esa noche de tribulación y que más tarde lo convirtió en dueño de oficina y luego en millonario…
El Coronel Robles murió valientemente defendiendo su causa y el dinero que era el pago sus tropas se convirtió en un tesoro y que durante mucho tiempo buscaron en la pampa, soñadores con entierros sin sospechar, ya que todos no sabían que alguien se había apoderado de él, según también cierta leyenda – aquellos visionarios creyeron encontrar el tesoro en dos o tres grandes maletas y muchos ellos fueron a pedírselo a la Virgen del Desierto, cuando fracasaron sus tentativas de encontrarlo.
Sus calles polvorientas vieron pasar tardes y noches, a misteriosas caravanas…
Y cuando Pozo Almonte se convirtió en uno de los pueblos de la pampa más prósperos, siempre la leyenda persistió. Sobre su espalda morena, donde aqueos viejos «pionners» cimentaron nuestra riqueza salitrera, también la fábula y la leyenda dibujaron caprichosos signos misteriosos, – como aquellos de que habla Pierre Benoit en «La Atlántida» y que fueron la perdición del Capitán Morangue y del Teniente Saint Avit, – en las calles y pozos de aquel pueblo, donde en un tiempo se sintieron los estampidos de la dinamita en sus oficinas como La Palma, Buen Retiro, Cala Cala y Carmen Bajo. Recordamos haber visto el traje blanco de la creencia sentimental como también el materialismo esforzado de hombres de trabajo que la respetaron y que usaban «cuealón» como decoración de sus tenidas blancas impecables y entre ellos estaban nombres tan conocidos en la pampa como Gastón Sdendellary, Manuel Riveros, Ignacio Canelos, Emilio Duchellard y otros que dieron a Pozo Almonte en algunos años de grata recordación la característica de un pueblo que trabajaba, pero que también reía y cantaba…
Hoy vive de todos estos recuerdos, viendo pasar suavemente las tardes frías de sus días monótonos y que una vez al año ve llegar a su Santuario inmediato, el fervor cristiano de varias generaciones y donde las oraciones y cantos de los bailes proyectan una pincelada de acuarela en el pueblo místico y secular del desierto.
Autor: Osvaldo Guerra.
Diario «El Tarapacá», 10 de julio de 1950, página 3