Los duendes encarnan el despecho y rencor hacia la maternidad desnaturalizada. “Son las guaguas que murieron moras, o sea, sin bautismo; pero más todavía son los fetos tirados por ahí por una madre que les negó la vida. Por eso es que salen de noche a penar y a molestar a los cristianos”.
Nuestro informante un viejo pampino que en su infancia y adolescencia ofició de arriero, como su padre. Junto a éste, bajaba desde el pueblito de Coscaya, allá en la alta precordillera, trayendo a las oficinas salitreras los productos de sus menudas chacras y criaderos. En uno de sus primeros acercamientos a este escenario del desierto, tuvo la siguiente experiencia:
“Andaba trajinando yo por un entierro que decían que había por ahí por la Oficina Rosario de Huara. Claro que ya estaba abandonada por el incendio, porque, si usted no lo sabe, ese fue un castigo de San Lorenzo. Ahí fue cuando los conocí a los duendes”.
Jugaban en la calle, como escolares en recreo, riendo (en verdad, chillando), indiferentes a los ojos que atisbaban por las hendijas de una bodega. La verdad es que no indiferentes, sino que ignorantes de su presencia; porque de lo contrario…
“Son muy atrevidos. No se condice su porte chico con la tremenda fuerza que tienen. Se plantan frente a usted y amenazan: ¿Con qué mano te pego: con la de fierro o con la de lana? Porque los duendes tienen esos dos tipos de manos”.
Una alternativa totalmente capciosa, Si se escoge la mano de lana -queriendo evitar el castigo-, proviene de inmediato el golpazo con manopla. En cambio, los intrépidos que eligen el metal reciben apenas una suave cachetada. Comoquiera que sea, el duende pega y se va.
Entre Huara y Tarapacá existió un paraje que los pampinos llamaban Las Pillallas, en alusión a la planta Atriplex atacamensis, conocida hacia el sur como cachiyuyo y que crece aquí estimulada por las avenidas estivales. Son “bosques de monte bajo” -como los calificó Antonio O’Brien en 1765-, que pueden albergar matas de altura mediana y de hasta unos 10 metros de contorno.
Merodeaba por allí un duende de excepcional fiereza y diferente a todos los de su casta, ya que no se arredraba frente los garabatos, ni ante los correazos, ni les tenía escrúpulo a los excrementos. Su presencia, asociada a la cercanía del Cerro Unita y su enigmática figura con cara de gato, ahuyentaba a los arrieros que transitaban de noche por aquel sector de la Pampa del Tamarugal.
Pero no a todos, ya que uno de ellos, que no temía a los encantamientos, se empeñó en enfrentarlo y vencerlo. Pasó en muchas oportunidades por Las Pillallas, esperando la oportunidad y nada, tanto que llegó a olvidarse de su desafío. Incluso, transitaba por allí con naturalidad. Hasta que una noche se encontró de sopetón con el diminuto fantasma:
-¡Bájate, hueón!, tronó el duende.
-¡Bájame voh, puh, pergenio de mier…! Antes de finalizar su bravata, se vio derribado en el suelo, mientras su mula salía de estampida. El duende se desternillaba en estridentes chillidos. Acercándosele, formuló la consabida propuesta:
-¿Con qué mano querís que te pegue, ah: con la de fierro con la de lana?
-¡Pega con la de fierro nomás, hueón!, repuso el arriero, rearmándose de valor, no sin antes haberse reprimido de proferir el peor de los insultos, pues no venía al caso sacarle la madre a un condenado a ser huacho per secula seculorum.
Una suave guantada y el duende que se aleja, mascullando maldiciones. Es que a pesar de su carácter maldadoso, el duende respetaba estrictamente el fair play. Cualquiera fuera el resultado, hacía mutis entre los matorrales.
Reanimado, el arriero admitió que aquello sólo era una tregua, así es que maquinó su carta de triunfo. Con las primeras luces del día, partió de excursión entre los innumerables montones de pillalas. La minuciosa búsqueda entregó el fruto esperado: dentro de una descolorida y polvorienta caja de cartón, descubrió los restos secos, pero todavía nauseabundos, de un feto. Los roció con unas gotas de agua, a guisa de piadoso bautizo. Luego amontonó ramas y hojarasca, depositó encima el precario féretro, prendió una yesca y brotó crepitante la fogata consumatoria.
Y el terrorífico duende se hizo humo.
Los duendes de Lagunas
En materia de apariciones fantasmales en la pampa salitrera, las más recurrentes son las narraciones que hablan de la Viuda y la Llorona, por ejemplo. Pero, las de duendes son contadas con los dedos de una mano. En general, hemos escuchado acerca de la existencia de duendes blancos y negros, buenos y malos. Buenos serían aquellos que aparecen para jugar con los niños pequeños, a quienes cuando más los rasguñan; o aquellos que se dedican a ocultar o cambiar de sitio cosas dentro de una casa. Y malos, los que se empeñan en provocar terror, como el de Las Pillallas.
Casi en la frontera sur de esta región, se extiende el sector Lagunas. Recibe este nombre por los espejismos que simulan espejos de agua a la distancia. En la época salitrera, se conocieron tres sectores y sendas oficinas: Norte, Centro y Sur Lagunas.
En Lagunas ha persistido la tradición oral acerca de los duendes. Personas que trabajaron allí en la época salitrera o ahora en la producción de yodo, particularmente serenos, dan cuenta de haber escuchado en horas de la noche gritos y risas de niños. Voces que se acercan y se alejan, rompiendo el sosiego nocturno de la pampa silente. Son fenómenos paranormales que no ocurren a diario, sino con cierta intermitencia.
De parte de un avezado chofer y conocedor de los paisajes de este extremo sector del Norte Grande, conocimos un episodio bastante atípico. Juró y recontra juró que su historia, aunque difícil de creer, fue real, lo más espeluznante que le había ocurrido en sus 55 años de vida. Vamos al relato.
Lo contrató un joven ingeniero que debía prospectar terrenos en un determinado sitio de Lagunas. Debía conducirlo a destino en la propia camioneta del profesional, acompañado de su esposa y de un bebé de unos tres meses.
Ya en Lagunas, pasado el mediodía, llegaron hasta un lugar indicado por el ingeniero y bajaron del vehículo. Dejaron a la guagua bien acomodada en el asiento trasero y caminaron los tres para detenerse a un centenar de metros, en un punto de interés para el ingeniero. Este examinó el suelo, tomó muestras y confeccionó un sencillo plano.
Transcurridos no más de veinte minutos, regresaron a la camioneta. Con sobresalto, constataron que la criatura no estaba, había desaparecido. Las puertas del vehículo permanecían cerradas. En esas soledades, ¿quién podría haberse acercado sin que ellos no lo advirtieran? Se miraron unos a otros consternados ante tan inexplicable suceso y la madre conmocionada hasta la desesperación. No era para menos.
Tras unos segundos de impactante inercia, decidieron salir a buscar. A no más de 50 metros, en una pequeña hondonada, encontraron al bebé acostado, despierto y sin otra novedad que la tremenda de que alguien o alguienes lo hubiesen trasladado a dicho lugar. Entre aliviados y estupefactos, los padres dieron gracias a Dios.
Una vez a bordo de la camioneta, medianamente repuestos e iniciando el regreso a Iquique, el chofer expresó su opinión:
“Nadie me quita de la cabeza que esto que acabamos de vivir es obra de los duendes. Pero a mí lo que más me extraña es que el duende o los duendes hayan actuado de día y que hayan actuado de esta forma tan directa que parece increíble. Nunca había sabido que se metieran con la gente, porque broma o provocación, ¿díganme si no fue un secuestro?
Fotografía Horacio Larraín Barros
Braulio Olavarría Olmedo