Las tumbas de la pampa salitrera cobran en estos días ferviente notoriedad. Son resilientes esqueletos de madera que se resisten a la intemperie, en un denodado afán de inmortalidad. Allí yacen pampinos que murieron y descansan en paz.
Hay, sin embargo, infinidad de difuntos, trabajadores, que fueron masacrados y sus cadáveres amontonados bajo tierra, liberando una legión de fantasmas que rondan incesantes clamando justicia.
Vida y muerte son realidades concomitantes. Nacemos para morir, qué duda cabe, y nacer es bastante traumático. Pero hay veces en que la existencia es truncada violenta e irracionalmente, como aconteció en nuestra pampa salitrera en más de un episodio matanza, masacre; lisa y llanamente, genocidio.
Cerca de 300 obreros aniquilados a mansalva en la Oficina Ramírez y sus restos depositados en una fosa común en cierto lugar de Huara (1891). Otros 500 fondeados en piques cercanos a la Oficina La Coruña (1925), todos ellos cubiertos con lápidas de cascote de caliche y piedras que testimonian el móvil de borrar, hacer desaparecer, no sólo a las ejecutados, sino también la culpa de los asesinos.
En un contexto de huelgas que se expanden por la horizontalidad de la pampa, se recurre a la tropa como factor disuasivo y la contingencia acaba terminando en un fatídico final, en virtud de la inexorable voluntad de alguien que no es juez. Incluso es más insensible que la propia alegoría de la justicia, ya que él tiene vendada tanto la vista como el corazón. Su sentencia se transmite por telégrafo desde la Moneda; porque, claro, Santiago es Chile. El Estado declara la guerra a los huelguistas y se sucede un correlato de órdenes, tan verticales como inflexibles.
Como en toda guerra, en ésta de tipo no convencional se trata lisa y llanamente de matar al enemigo. Y el enemigo es el que se sitúa al frente en actitud de arrogante desobediencia al estatus y al régimen laboral establecidos. Visto desde la racionalidad dominante, se daña la producción y se trastorna el esquema económico que eroga considerables ingresos a las arcas fiscales.
Los patrones británicos se cierran a las demandas de los obreros, la autoridad civil se encoge de hombros y se lava las manos, porque se trata de un problemas entre particulares. Y cuando las discusiones ya no dan para más, se recurre a una solución que está en el manual de la resolución extrema de conflictos sociales.
Quien detenta la fuerza combate ahora, ya no bajo la bandera de la patria, sino enarbolando la perversa insignia del castigo para aquel que de transgresor eventual se transmuta en antagonista peligroso. Hay que eliminarlo.
Si conjugamos el verbo de la muerte, su infinitivo sería matar, signo de premonitoria vocación estrenada en Santa Rosa de Huara, con guión estandarizado y tétrica música de fondo.
La rebeldía se mantiene terca, sin miedo al ultimátum de ordenar ¡fuego! Sólo pueden responder con una descarga de improperios, maldiciones y recados a tu madre.
El mando desenfunda la enronquecida sentencia y se percutan dóciles los gatillos.
Para impactar el infalible blanco de carne y hueso no hace falta afinar puntería; tirar y derribar ocurren al unísono, generando una cortina de ayes guturales y estertores que se ahogan en un manto de sangre.
Como tarea adicional, viene la cacería a pampa traviesa de desesperados fugitivos que sobreviven por contados minutos, porque la Parca a caballo la Parca es más veloz e infalible para asestar el lanzazo o la estocada.
Allá en La Coruña hubieron sucesos inusuales. Aparte del fusil y del traqueteo de la ametralladora, tronaron cañonazos. Y como colofón, vino el episodio del sarcasmo: en una segunda batalla, la última, pero más aterradora. Para despejar la tendalada de cuerpos abatidos, el verdugo debió convertirse en panteonero, viéndose obligado a labrar las zanjas del escarnio. Mortificante faena que multiplica vigores luchando contra la chusca y la toba hostilmente duras , renuentes a ser mortaja para la iniquidad.
Aturdidos y arrastrados por el peso abrumante de la conciencia, cuesta demasiado reprimir el vómito al tener que manipular despojos desgarrados, sanguinolientos y soportar ese vaho ominoso, último hálito de vida, que se desprende de los cadáveres todavía tibios. No es olor a muerte (porque la muerte no tiene olor), es olor a muerto.
Rumas de seres humanos aniquilados por el metal y el odio. Y hoy, como ayer, no faltan los que comentan que así tiene que ser: hay que matarlos bien matados.
Cavar es sinónimo de descender al infierno. Son órdenes y hay que cumplirlas a como dé lugar. Disparar no cuesta nada, pero cavar fosas y enterrar muertos es una tortura. Finalmente, misión cumplida. Una surrealista laya de her0ísmo.
Concluido el espeluznante funeral, silencio y olvido, epitafio de la impunidad.
Al día siguiente, cruza la pampa el cortejo de los muertos en vida: las viudas y los huérfanos de los desaparecidos para siempre. Y por siempre jamás, porque no pudieron decir adiós a sus seres queridos. Y más encima les negaron el derecho a ser velados y a ser sepultados en un camposanto.
En vez de esto, los escondieron en una fosa común, en un lugar ignorado y soterrado por el olvido. No se merecían ni siquiera una animita.
Quienes fueron capaces de todo eso, eran en verdad dueños de la vida y de la muerte.
Aquellas mujeres y niños fueron arrancados de lo que era su hogar y expulsados. Predestinados por su mala suerte, salieron con lo puesto, más pobres que nunca y desnudos como recién nacidos de ese parto mortal, sin saber adónde ir y sin aliento para soñar acaso un mañana misericordioso.
La pampa es dura, adversa; pero no es mala. No tiene culpa de las injusticias, de la miseria y de las mortandades desatadas. La naturaleza no escribe la historia y menos aún la historia negra.
A propósito de historia, valga una parrafada como réquiem y epitafio -por punzante, dolorosa e insoportable que resulte- en favor de quienes fueron víctimas de su precaridad socio-humana.
Si recordar estas cosas importuna y a más de alguno le resultan majaderas, roguemos todos no tener que volver a lamentarlas o negarlas, ya que asechan razones para maliciar que tal vez (toquemos madera) hoy es siempre todavía.
Nunca digas nunca.
No creas nunca en el nunca más.
Braulio Olavarría Olmedo