Guerra del Pacífico: 145 años después
Daniel Parodi Revoredo
“Debe quedar claro nuestro decidido apoyo a todos los procesos de integración económica y social presentes que vienen desarrollando el Perú y Chile, tanto como debe quedar clara nuestra postura que sostiene que, en simultaneo, una política de la reconciliación y resignificación del pasado doloroso es fundamental para la mejor convivencia entre peruanos y chilenos”
Un 5 de abril de 1879, Chile le declaró la guerra al Perú y, desde entonces, nuestros Estado, sociedad y nación se vieron envueltos en la luctuosa Guerra del Pacífico, que dejó un doloroso saldo en vida humanas, pérdidas económicas, crisis social e institucional y en la memoria colectiva. Las imágenes que saltan al consciente cuando la evocamos son diversas: nos imaginamos a Miguel Grau aún al frente del monitor Huáscar que sigue flameando la bandera peruana, a Francisco Bolognesi disparando herido, desde el suelo, por toda la eternidad, en el campo de Arica; a Alfonso Ugarte saltando de su morro para siempre y a Andrés Avelino Cáceres inalcanzable, eludiendo una y otra vez las maniobras de cerco del enemigo entre las dos cordilleras, una negra y otra blanca, que adornan nuestros picos altoandinos.
El monitor Huáscar surca los mares luciendo el pabellón nacional
Nos figuramos una guerra injusta en la que fuimos agredidos, invadidos y despojados por un voraz y ambicioso agresor, pero también cavilamos una clase dirigente local que faltó básicamente a su deber y no solo durante el conflicto, sino desde décadas antes, contribuyendo así, a que se generen las condiciones para ser arrastrados hacia él y perderlo. Y muchos se figuran también una sociedad fragmentada socioculturalmente que no pudo ofrecer resistencia al invasor. Inclusive, hay quienes culpan al Perú andino por la derrota. Es muy difundido el imaginario de que este peleaba por el caudillo que tenía al frente y no por su patria.
Carátula de libro animado que relata hazañas de Cáceres en la campaña de la Sierra o La Breña
Fue la guerra de desgaste, fue la única ocasión en la que el ejército invasor, en lugar de enfrentar a sus homólogos peruanos tuvo que enfrentar a una sociedad, una cultura y una geografía. Y resulta que cuando el inefable Miguel Iglesias firmó la apresurada paz de Ancón el 20 de octubre de 1883, Cáceres se reponía de la derrota de Huamacucho tres meses antes, en su cuartel general de Izcuchaca, con recursos y regimientos con los que no había contado hasta entonces y que le llegaron desde Arequipa. Más paradojas, más pétalos por desojar.
Qué hacer con la narrativa tradicional
Aunque con un enfoque distinto, acabo de referir los acontecimientos y héroes militares tradicionales de la Guerra el Pacífico, los que se enseñan en la escuela. Y he esbozado algunas de las narrativas más difundidas acerca de ellos. Pero la pregunta hoy es qué hacer con la guerra, qué hacer con el conflicto, qué hacer con el recuerdo, con la pena, con el despojo y con una rabia que en muchos peruanos es tan real como si apenas ayer hubiese concluido el evento histórico más dramáticos de nuestra historia republicana. Y lo fue porque significó el colapso de una institucionalidad erigida sobre el barro de la corrupción, la mezquindad del interés privado y la marginación deliberada de las grandes mayorías nacionales.
En el pasado he hablado de la reconciliación con Chile. He establecido una analogía asimétrica con procesos análogos que realizaron franceses y alemanes tras la Segunda Guerra Mundial y que el éxito coronó. El pasado es un campo de batalla en el presente, lo son las memorias, por eso nos peleamos por el OJO QUE LLORA, por el LUM. Los protagonistas del ahora tienen comprometidos profundos intereses por lograr que su narrativa del pasado se convierta en la narrativa nacional, oficial. Las preguntas para el caso que nos ocupa son dos: ¿debemos hacer de Chile un enemigo para toda la eternidad? ¿debemos hacer de la crítica a la conducción del país una autoflagelación que se aplica implacable a todos los estudiantes de cuarto año de secundaria?
Merkel y Macron (2018) se abrazan en las afueras del vagón del armisticio, donde se firmó en 1918 la Paz de Versalles. De esta manera resignifican el pasado doloroso y propugnan la reconciliación
La segunda cuestión es la más compleja. Si partimos de la premisa de filósofos como el Español Manuel Cruz, el pasado se escribe desde el presente y solo con un mejor presente podríamos resignificar el pasado a través del análisis y de la reflexión, sin por ello renunciar a la crítica cuando haya que hacerla. Pero el Perú nació con muchas cosas en contra, para comenzar, con la supervivencia de un Antiguo Régimen Hispano absolutamente enraizado en el novel país. Este régimen saboteó espontáneamente los infructuosos esfuerzos por construir algo que pudiese parecerse a una república democrática. Al final no resultó y no resulta hasta hoy ¿cómo dejar entonces de autoflagelarnos cuando la narración de lo que fuimos y somos es básicamente la misma?
La primera cuestión es casi tan compleja como la segunda. Al rencor peruano se le suma el orgullo chileno, de allí que la implementación de una serie de políticas -que impliquen gestos bilaterales respecto de la guerra- no está en la agenda de ninguno de ambos Estados. Para el caso peruano, es imposible que una casta de políticos que no entienden a Alberto Borea cuando hace uno de la palabra en el hemiciclo puedan siquiera imaginar que existe algo como la gestión y resignificación del pasado. De hecho existe una vasta literatura y son decenas de casos en los que se ha aplicado la reconciliación como una forma de superar -lo que no implica olvidar- el pasado doloroso que separa a dos grupos humanos. Entonces hemos optado por el pragmatismo: ¡qué bien el fallo de la Haya, qué bien la Alianza del Pacífico, qué bien las relaciones tacno-ariqueñas, qué bien los restaurantes peruanos en Chile! pero basta que un grupo de migrantes venezolanos genere alguna situación en la frontera común para que nuestra primera reacción, nuestra inercia común sea el conflicto, el elan de la confrontación, el ADN de la guerra.
Podemos seguir viviendo así porque no interfiere con los negocios (Hyman Roth dixit). No hace falta que Chile exprese sus sentimientos y lamentos al Perú ante tan dolorosa invasión, no hace falta que el Perú reconozca el gesto. No hace falta que se implementen políticas de la amistad, nadie las tiene referenciadas y nadie quiere comerse el pleito de legar a las nuevas generaciones una mirada del siglo XXI y no del siglo XIX acerca de un durísimo evento del pasado que hace rato debería exponerse tras la vitrina de un museo.
Somos rivales que al mismo tiempo hacen negocios entre sí y nos visitamos cotidianamente. Guardamos en nuestras entrañas una desconfianza densa, nebulosa, magmática a lo Corneluis Castoriadis, que expresamos en voz baja cuando estamos solos, entre connacionales. Nos encanta experimentar nuestra versión binacional del suplicio de Tántalo. Por eso seguimos viviendo con el agua de la paz a centímetros de la boca sin alcanzar a beberla. La soberbia y el rencor se interponen entre ella y nuestra sed.
Para concluir, y matizar, debe quedar meridianamente claro, nuestro decidido apoyo a todos los procesos de integración económica y social presentes, que líneas más arriba hemos mencionado, tanto como debe quedar clara nuestra postura que sostiene que, en simultaneo, una política de la reconciliación y resignificación del pasado doloroso es fundamental para la mejor convivencia entre peruanos y chilenos. Tómese en cuenta.
Fuente: http://blog.pucp.edu.pe/blog/daupare/2024/04/06/la-guerra-del-pacifico-145-anos-despues/