Todos queríamos entrar a estudiar al Liceo, en ese entonces de hombres exclusivamente. Era otro mundo. Algo así como una dimensión nueva de la vida. El día anterior, se dormía abrazado a la almohada y a la ansiedad. En los pies de la cama o en una silla la camisa y el uniforme. Atrás quedaba, en mi caso, la Centenario. Los días previos, la matricula, la compra de los útiles que no eran más que dos o tres. La tenida comprada a cuotas y con intereses a escala humana. La insignia, símbolo de la ciudad que el Liceo, el más antiguo del Norte Grande, nos hacía lucir con orgullo.
Ya no había director como en la primaria, sino que ahora asomaba la figura del Rector, Orlando Graboloza que llegaba en bicicleta. Aparece el profesor jefe y junto a él, hombres y mujeres que nos enseñaban los secretos de Cervantes, la sutileza del francés o lo que se podía hacer con unos pinceles. Otros hacían de las matemáticas y de la geometría un mundo perfecto. Había en la vieja casona un pequeño anfiteatro y un laboratorio que funcionaba como pieza de museo. Y entre las dos escaleras un kiosco, del Fichero. Escribo desde mi generación que ahora cumple 50 años de egreso y con la ayuda de la memoria que a veces titubea.
En el patio se juntaban todos. Los que estaban por salir y querían ser abogados o médicos. Hombres que hace rato empezaron a afeitarse. Los admirábamos y le temíamos a la vez. Hacían sentir su presencia. Era un liceo republicano donde la política y los destinos del país se discutía. El libro de clases y el profesor tenían una autoridad nunca puesta en duda. La campana y su sonido marcaba el tiempo. Los deportes eran tan importantes como la química. La playa, cancha natural. El Deportivo Liceo marcó época en básquetbol. El 4 año A, egresados el 1972, nos seguimos juntando en la casa del profesor Jefe.
Escribo todo esto por que el 7 de junio cumple 136 años.
Publicado en La Estrella de Iquique el 5 de junio de 2022, página 11.