Bagaza. «Y se sentó. Los pasos de su compañero hacían chillar la arena de la calle.
-¡Huasito! ¡Huasito! –llamó-. ¡Huaso cabeza de adoquín! Hijo de una bagaza. Bergante de moledera.
Y como sus palabras no surtieran efecto, hizo rebotar un zapato en las calaminas» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 179).
Barrenos. «El camión cruzaba la pampa como un monstruo robusto, como un poderoso y gigantesco animal pleno de palpitaciones, de quejas, de siseos, de chirridos, que borraban de vez en cuando las explosiones del tubo de escape. La carrocería de madera iba un tanto dislocada, forcejeando con la pesada y suelta carga de tambores con combustible que Tursi llevaba a Santa Rita o California. El hombre guiaba el volante en mangas de camisa y los barrenos de sus ojos perforaban la huella blanca que los faroles del vehículo redescubrían» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 5).
Barreño. «Doña Pancha Catorce, dinámica y vociferante, dirigía personalmente la complicada faena del cambio.
-¡Cuidado con el plafonier, estúpido! ¡No me golpee el barreño, hijo descastado! ¡Ay el piano! ¡Se lo recomiendo que son regalo de mi tercer marido!» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 283).
Barretas. «Después, el caserío de Pozo Almonte, pórtico terroso de la Pampa del Tamarugal, la acogió con la pequeña hija. La vida hería con tenebrosas barretas, pero el alma erguida y la paciencia entera ponían a prueba todos los embates. También alguno de los antiquísimos minerales de Huantajaya –resabio vivo de la opulencia muerta- se hizo regazo caliente para los espesos fuegos que animaban a Sofía en sus bregas de aguerrido animal humano» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963: 61).
Bártulos. «En el bolsillo de la camisa de Garrido, la última carta de la Timona mostraba su esquina blanca.
-¿Qué te cuenta la negra? –preguntó Ureña.
-Muchas cosas. ¡Ah, don Reca está preparando sus bártulos!
-¿Cómo dices? –preguntó alarmado Ureña.
-Que don Reca se nos va». (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 183).
Basalto. «La humareda creció rápida, y se convirtió en una antorcha que iluminó desde el norte, la ciudad, el mar, los cerros, como si efectivamente el sol, desprendiéndose de su órbita, hubiera aterrizado en el puerto.
La gente huía desconcertada, sin rumbo fijo. El alambrado público se apagó y sólo el resplandor del siniestro iluminó la ciudad. Intenso, hermoso, gigantesco rubí en el puño de basalto de las rocas, aturdía ya aterraba a los habitantes» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 278).
Bergante. «Y se sentó. Los pasos de su compañero hacían chillar la arena de la calle.
-¡Huasito! ¡Huasito! –Llamó- ¡Huaso cabeza de adoquín! Hijo de una bagaza bergante de moledera.
Y como sus palabras no surtieran efecto, hizo rebotar un zapato en las calaminas» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 179).
Bichicuma. «-No, no hay nada para usted, señor –dijo.
El hombre celebró la respuesta con una sorda risa de bajo.
-¡Curioso! ¡Very curioso! No me han contestado –y acomodó sus gruesos lentes de tosco marco de carey en su cara de jamelgo-. Nunca sucede. ¡Never! ¡Oh!
-¿Tenía que recibir correspondencia de alguna parte?
-Yes, de Estados Unidos de Norteamérica. United States –pronunció con cerrado acento de bichicuma-» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 44).
«Oscilaban los letreros sobre las cabezas de los manifestantes. Monótonos estribillos hendían el aire.
¡Que les corten los guargüeros a los pulpos salitreros!
¡Bichicumas, lameplatos, saqueadores del nitrato!» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 174).
Biseles. «Los cerros de la costa destacan sus ancas obscuras de mulas pacientes en un cielo claro, un cielo que a medida que la vista se acostumbraba a la sombra, parecía espolvorado de azúcar flor. Era que las estrellas descendían de sus alturas para triturar a escasos cientos de metros sus cristales, mecer sus largas ebras de seda y divertirse con guiños y parpadeos. Por esta causa, las cimas onduladas de la cordillera marítima se adornaban de biseles» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 7).
Bobalicona. «Vivió para acunar sus ilusiones, para despejarle de problemas el camino, para apoyarlo y darle fuerzas, para que rindiera más en su faena, y él la recompensaba de esta manera. ¿Por qué? ¿En razón de qué? ¿Fue fingida su pasión? ¿Le mintió? Ingenua, bobalicona, estúpida, aceptó todo, todo, y… Soltó la costura y sollozó de bruces sobre la cubierta del mueble, estremecido el canastillo de su negro y crespo pelo. Le manaban a raudales las lágrimas y grases entrecortadas se le deshacían en la boca. «Vida cruel. ¡El dinero! Nunca pudimos formar casa. ¡Unas pocas monedas más y habríamos sido felices! ¡Dios mío!» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 168).
Bokele. «En las noches tenía pesadillas y al día siguiente despertaba ojeroso y mal humorado. Además, le subía también la temperatura.
-¡Benaiga con el hombre! –Lo increpaba el Boca- Si eso en el norte es más común que la caña de azúcar, huaso… No te amilanes. Yo, la primera vez ni me curé. A pura bokele con limón me la saqué del cuerpo. Te doy el dato.
-¡No! –bramaba él. ¡Déjame! ¡Déjame!- Y el Boca de jugo se encogía de hombros y se marchaba silbando» (Los Pampinos. Luis González Zenteno, 1956: 84).
Bonete. «-¿Esta aclarando? –preguntó Josefina.
-No, es la luna.
-¿Dónde, que no la veo?
-¡Allá! –y tendió la diestra hacia el horizonte.
Y este era el milagro. La mitad de una torta de miel aplastaba su bonete amarillo sobre los picachos de la cordillera andina, obscuros, imprecisos y agrietados como los muros de una milenaria ciudad» (Caliche. Luis González Zenteno, 1954: 13).
«Botella con Salitre». «-Si sube –dice-, vaya a Peña Chica y hable allí con Eudocio. Me ofreció hace tiempo una botella con salitre…
-¡Embelequera!… ¡Tan embelequera que eres, Candela!… Te consigo yo una botella con salitre, si la quieres…
-No, Reliquia… Es que yo la quiero de Eudocio» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán. 1963: 19).
Bozo. «Aún le quemaban ese beso y el roce de la lengua varona y del bozo recién insinuado en la piel del empeine, rosadilla, tostada, arenosa.
Acaso ella amara a Eudocio.
Pero lo cierto es que nunca se dijeron nada. Y lo cierto era también que no sabía qué mundo se le abrió a ella, como un abanico en la emoción, lo mismo que ese abanico que los rayos postreros de sol proyectaban entre la bruma sobre el mar irisado de espejos mágicos, al borde de aquél crepúsculo tan vivido en el recuerdo» (La Luz Viene del Mar. Nicomedes Guzmán, 1963:46).