¿Qué hacen aquí esos vitrales?
El mundo es más chico de lo que aparenta, se dice a menudo, y esa expresión sale a colación cada vez que se nos hace familiar algo que, en otras condiciones, nos parecería extraño e inusual.
Sin embargo, para que esa expresión se nos haga realidad, se hace preciso agudizar la mirada y constatar que hay fenómenos sociales, culturales, económicos y políticos, entre otros, que hacen posible que el mundo se nos aparezca como pequeño.
A los tarapaqueños, el mundo siempre se nos ha insinuado pequeño. Y no porque tengamos consciencia de que así sea, y menos aún que eso sea realidad. Las distancias, sin embargo, a pesar de su fría objetividad, se pueden calentar o, al menos, entibiar. Para eso están los viajes, las cartas, y otras formas más modernas de saltarse las fronteras.
Veamos por qué.
Si bajamos por la calle Orella, nos encontramos con lo que fue la iglesia anglicana. ¿Anglicanos en Iquique? ¿En pleno territorio de la religiosidad popular? Obvio, la explotación del salitre convirtió al desierto tarapaqueño en un imán que atrajo a decenas de nacionalidades de todo el mundo. Los gringos trajeron su religión y —como si fuera poco— el fútbol, la hípica, el tenis, la esgrima, el boxeo (un irlandés instaló el primer gimnasio desde donde, después, el Tani Loayza se pasearía por el mundo). Pocos suizos hubo, y eso se nota en nuestra endémica condición de impuntuales. Los protestantes trajeron la Biblia y los comunistas la propia, Das Kapital de Marx, mientras los anarquistas leían a Proudhon. Ambos fundaban periódicos, fomentaban la cultura para que el proletariado encontrara en la revolución socialista su propio paraíso.
El catolicismo, a través de sus curas venidos todos del centro y sur de Chile, evangelizaba y chilenizaba a los indios y proletarios que cada 16 de julio le bailaban a la virgen del Carmen, en La Tirana. Para los curas y militares era la Patrona del Ejército y la Madre de Jesús; para los de acá, era simplemente “la china”. El anticlericalismo era el pan de cada día. Tarapacá fue, a su modo, una región diversa, multicultural.
Los ingleses no estaban solos; alemanes, franceses, austriacos, croatas, serbios, árabes, judíos, españoles (vascos, catalanes, andaluces), entre otros, marcaban esta ciudad con sus pasos y sus obras. Iquique amanecía con decenas de voces, cada una de ellas con acentos diferentes. Para los locales, todos los anteriores cabían bajo la etiqueta de “gringos”. No así los chinos, que en su silencio milenario rendían culto a Buda, jugaban cartas, regalaban terrenos para que se construyera la escuela Centenario y fumaban opio. Estos y los indios, aymaras y quechuas, concentraron el racismo ejercido por los europeos. Iquique no era una taza de leche.
La elite salitrera se concentró en Baquedano, hacia el sur. Construyó sus casas de madera, les puso balcones y un gran altillo, para mediar la entrada del calor y para mirar a las comparsas que, en carnaval, invertían el mundo, mojando a medio mundo, disfrazados de Otros. Otros construyeron miradores para divisar a los barcos que venían atracando en el puerto.
Pero para no olvidarse de su tierra de origen y tal vez para pensar que nunca más iban a regresar a sus tierras, construyeron el teatro Municipal, el casino Español, el palacio Astoreca. A otras edificaciones se la consumió el fuego, que cada cierto tiempo devora nuestra más preciada arquitectura. Una de ellas, el palacio Mujica o la ex Aduana.
Cada nacionalidad se las ingenió para dejar sus huellas. Casi todas las colonias formaron compañías de bomberos, clubes deportivos, clubes filantrópicos, logias masónicas. Los chinos nos marcaron con sus sabores a través de los chifas. Y así…
Una de las más elocuentes obras del tiempo del salitre, y que aún pervive pese a la indiferencia de muchos, es el palacio Astoreca. Una casona de la familia de don Juan Higinio Astoreca i Astoreca, que se diseñó para quedarse toda la vida. No se sabe por qué, de la noche a la mañana, vendió la inmensa casona al gobierno de turno. La leyenda urbana afirma que en ese palacio, por las noches, se pasean habitantes desconocidos. Se sienten pasos, se abren puertas y en el espejo aparece una figura enjuta.
La historia de ese palacio fue por mucho tiempo la historia de su mal uso. Por muchos años fue el lugar donde el gobierno regional —Intendencia en tiempos de la República— ejercía su autoridad. Y, por lo tanto, lugar de encuentros y desencuentros entre el Estado y la sociedad civil. Más de alguna vez sus vidrios fueron destrozados, en señal de protesta. Tiempos en que la noción de patrimonio no estaba tan de moda como ahora.
En su visita a Iquique, Fidel Castro, aparte de jugar baloncesto, se encontró con Allende, luego de saludar al intendente. Una fotografía inmortalizó ese momento. En los años duros y largos de la dictadura, una autoridad regional pretendió volver a ocupar ese lugar como casa-habitación. En tiempos de incordura, primó la cordura.
El Iquique y las salitreras tuvieron visitas ilustres. Escritores, poetas, músicos, pintores, príncipes. Eso sí, Caruso nunca cantó en el puerto de las siete letras. La fama de Iquique tuvo eco en lugares como Cantón o Ucrania. El salitre le hacía brillar los ojos a todo el mundo. Chile, paso a paso, dejaba de ser un país de campesinos y hacendados, y ante su curiosidad y susto a la vez, veía cómo los campesinos se transformaban en proletarios y soñaban con otro tipo de sociedad. Juan Tomas North y Luis Emilio Recabarren, ambos con dos nombres de pila, representaban intereses irreconciliables. El primero se hizo la América con el agua; el segundo, en su intento de sacar de la explotación a los trabajadores, continuó con la tradición de fundar una prensa libre, El Despertar de los Trabajadores. La casa del primero la arrasó el hambre inmobiliario. Una avenida recuerda al segundo.
De espejismos y vitrales
La modernidad europea, con la mano en la Biblia, se instaló en el desierto más jodido del mundo, según expresión de Hernán Rivera Letelier. Y no fue fácil. El desierto suele engañarnos con voces, colores y luces. Una de esos engaños, hermosos engaños, son los espejismos. Tretas de la geografía que nos hacen creer que el agua está a la vuelta, bajo ese jote carroñero que olfatea su futura presa. Son especies de arcoíris que habitan en esa superficie “donde nunca la flor creció”, según dice Francisco Pezoa, el poeta anarquista. Juegos de colores, señuelos para el empampado.
Los espejismos eran lo más parecido a los vitrales. Estos, de antigua data, románica tal vez, se desarrollaron en Europa y en el siglo XII alcanzaron quizá su máxima expresión. ¿Cómo llegaron por acá? Lo más probable es que, en estas tierras, artesanos y buscavidas, alentados por un espíritu estético cargado al barroquismo local, herencia española proveniente de la Conquista y luego de la Colonia, los hayan amalgamado en una reinvención de esas manifestaciones. No sabemos tampoco cuando los vitrales migraron de los templos a los palacios. La secularización de su uso se inscribe dentro de una tendencia de relocalizar, a través de juicios estéticos, un objeto fuera de su cuna de nacimiento.
El catolicismo ibérico, al llegar a estas tierras, fue arropado y reinventado por los de acá. La acción creativa, transformar lo extraño en algo conocido, es una virtud que aún poseemos. Ahí está Halloween con olor a salchipapas y choripan. Podemos suponer que don Juan Higinio tenía en su cabeza la idea de un vitral. Lo demás era buscar un maestro, de esos muchos que el ciclo salitrero produjo a granel. Lo mismo sucedió con los estandartes de las mancomunales y luego con los de los bailes religiosos. La inventiva local les puso lo que les faltaba y les quitó lo que no era funcional. Igual aconteció con las palabras. Las escucharon y las transformaron. De allí el guachimán, el wing, echar un luque y muchas otras más.
El vitral, al igual que los juegos como el bridge, el canto y el baile venidos del viejo mundo, se fue interculturizando. Ningún objeto atraviesa el océano sin ser bañado por la brisa marina y, en este caso, sin ser además golpeado por el sol tarapaqueño.
Pero, además, el palacio Astoreca era el modo que don Juan Higinio tenía de distinguirse del resto de la sociedad. No necesitaba decir “soy rico”. La inmensa casona hablaba por sí sola. Los vitrales eran, al igual que la loza y el piano, forma de distinguirse de los demás.
La casona, administrada por la Universidad Arturo Prat, ha sabido, cual porfiada memoria, recordarnos a la ciudad del salitre —que cada día pierde su presencia—, que a comienzos del siglo XX la modernidad occidental se erguía de un modo majestuoso. Una modernidad que se tiñó de rojos varias veces, sobre todo el 21 de diciembre de 1907, día de la matanza en la Escuela Santa María.
El vitral, al igual que los espejismos, el primero restaurado por manos prolijas y espíritus inquietos, nos remite a un pasado que nos sigue hablando con sus lenguas de colores. Los espejismos siguen con vida propia.
Bernardo Guerrero Jiménez