Un preludio necesario: el vivo interés que nos despierta este relato rescatado por William Bollaert (1860), nos impulsa a desempolvarlo y socializarlo, convencidos de que la historia es de todos y que todos debemos contribuir con la premisa de poner en valor nuestro patrimonio cultural. Es un texto sumamente acotado, pero pleno de sentidos e invita a reflexionar:
“En 1830 se descubrió una huaca a la entrada del valle de Tarapacá; estaba enmarcada con piedras; en el centro, debajo de estas piedras, estaba sepultada una mujer indígena; en las cuatro esquinas, bajo una pila de tres piedras, habían varones. Entre otras especies depositadas estaba la figura de piedra de una mujer, la cara de plata” (1).
Bollaert nos ofrece por toda referencia geográfica “la entrada a la quebrada de Tarapacá” ¿Habrá sido en las proximidades de la desaparecida aldea de Iluga, frontera oriente de la pampa homónima o en Huarasiña, tramo inicial de la quebrada? Quizás nunca lo sepamos.
Lo primero que atinamos a especular es que se trata de una capacucha de carácter local o regional motivada por un suceso doméstico, pero deliberada no de manera autárquica, sino necesariamente autorizada, provista e implementada por la administración cuzqueña, como era de rigor, siendo este tipo de acontecimiento una instancia apropiada en que el Inca negociaba reciprocidad de lealtades con las provincias y sus respectivos curacas.
Pensemos, por ejemplo, en el tiempo requerido desde que el Inca daba la autorización, para organizar y preparar la ceremonia, recolectar los elementos rituales y disponer el traslado de la embajada protocolar de dignatarios, oficiantes y de las ofrendas humanas desde el Cuzco a Tarapacá, porque aunque éstas últimas hayan sido tarapaqueñas, igualmente debían someterse a ritos propiciatorios en la capital del imperio.
Era una procesión que demoraba meses y de tal dimensión sacra que a su paso por los pueblos la gente no podía ni siquiera asomarse a mirarla. Tiene que haber sido una caravana de muchas personas y una tropilla de llamos que cargaban los elementos necesarios, herramientas, además de alimentos, agua, etc.
¿Cuál fue la razón?
Conforme a la descripción que entrega Bollaert, en el centro de la sepultura descansaba el cuerpo de una mujer, signo de centralidad y de un simbolismo que desconocemos. Talvez fuera una hija que el curaca de Tarapaca ofrecía al Inca sellando un compromiso de lealtad y recompensada por éste en el marco de los protocolos de reciprocidad.
En cada uno de los cuatro extremos de la estructura funeraria -bajo sendas pilas de tres piedras-, yacía un varón. Es decir, se trata de una oblación colectiva: nada menos que cinco personas ¿Por qué tal cantidad de inmolados?
Probablemente una cifra directamente proporcional al objetivo del ritual desarrollado. Hasta donde hemos podido averiguar, sólo la aventajaría (con sus siete ofrendas humanas) la capacucha del volcán Misti, en Arequipa. Según el cronista español Martín de Murúa, la utilización de varias personas obedecía a una situación de crisis (2).
Diríase que estamos ante una capacucha de aristas que sorprenden y plantean más de una interrogante. ¿Qué razón hubo para escenificarla en el umbral de la quebrada de Tarapacá? ¿Oficiar un rito para aplacar una sequía devastadora o un desajuste en el sistema de regadío?
Tal vez sí. Según se desprende de investigaciones geológicas, en horizontes prehispánicos los flujos precordilleranos (quebradas de Aroma, Tarapacá y Quipisca), desembocaban en Pampa Iluga, donde se han hallado vestigios de canales de 4 a 5 metros de ancho y de una longitud máxima en línea recta de 8 kilómetros. Irrigaban a lo menos cuatro grandes sectores con extensos terrenos de cultivo. Su tamaño fluctuaba desde un pequeño establecimiento con una o dos casas y corrales, hasta planicies cultivadas de unas 1.000 hectáreas (3).
La existencia de dichos canales presupone la disponibilidad de recursos hídricos, no necesariamente provistos por las lluvias de verano, sino por flujos precordilleranos, si no permanentes, de más larga incidencia que los aluviones estacionales.
Panorama que habría colapsado a raíz de las fracturas tectónicas producidas por un terremoto cortó los valles en sentido Norte-Sur, haciendo que las aguas se infiltraran antes de llegar a la Pampa del Tamarugal. ¿Habrá correspondido a esta contingencia el hecho de que las aguas del río Tarapacá se filtran en importante medida a la altura de Pachica?
Sin lugar a dudas, fue un cataclismo que provocó un desbarajuste hidrológico con directa repercusión en las prácticas de riego y esto habría ocasionado a la vez el desplazamiento de comunidades hacia el curso superior de la quebrada (4).
Quedó encriptada
Cuando la capacucha estaba concebida para superar una situación de crisis e inestabilidad general o como respuesta a fenómenos naturales amenazantes, como un eclipse de sol, sequías desmedidas o epidemias, se imponía la necesidad de restablecer el equilibrio cósmico y/o el orden social del Tawantinsuyo.
Como el texto no expresa la condición etaria de las cinco personas dispuestas en esta instancia y dado que, en la generalidad de los casos una capacucha involucraba a niños o preadolescentes, habría que concluir que aquí se trataba adultos.
Entre las ofrendas materiales de tamaño reducido (pero de alta dimensión simbólica) se hallaba la figurina de piedra de una mujer, la que suponemos se corresponde a una de esas características estatuillas ubicable en otras capacuchas. Detalle no menor es que la cara de esta escultura era de plata.
Cabe señalar que en sus textos Bollaert emplea invariablemente el concepto huaca como sinónimo de sepultura (lo cual no es correcto), pero en este caso sí calza y progresa al rango superior de capacucha. Se sabe que luego de verificada uno de estas ofrendas de vidas humanas correspondía sellar el nicho con tierra y delimitarlo con piedras. El lugar quedaba homologado como santuario y, por ende, se convertía en un centro de peregrinaciones.
Aventuramos la idea de que tanto este hito sagrado, como su homólogo del Cerro Esmeralda hayan estado vertebrados al camino real de Calaumaña, que corría desde Tarapacá Viejo al mineral de Huantajaya. Como para imaginar una ruta sagrada de no menos de 60 kilómetros de largo que unía la precordillera, la pampa y la serranía costera, para rematar en un cerro y de cara al asentamiento indígena que recibirá el nombre Iquique.
Lamentable es que por el tiempo en que se descubrió la capacucha en comento (1830) no existieran arqueólogos que pudieran registrar y estudiar tan originales vestigios humanos y materiales para ofrecernos una explicación cabal acerca de dicho conjunto funerario, el que aparte de haber sido intervenido y seguramente saqueado, no fue tapado en debida forma y quedó finalmente encriptado por el tiempo, el viento y la arena. Si es que no también por los aluviones.
Braulio Olavarría Olmedo
Referencias bibliográficas:
William Bollaert: Descripción de la Provincia de Tarapacá, página 473. Norte Grande. Instituto de Geografía de la Universidad Católica de Chile. Vol. I Nos. 3-4 (marzo-diciembre 1975). Santiago, Chile. Traducción de Horacio Larraín Barros.
2. Martín Murúa: Historia general del Perú. Proyecto Fundación El Libro Total, página 420.
3. Juan Bergoeing, Oscar Bermúdez, Hugo Bodini, Jorge Checura y Luis Velozo: Pampa O’Brien. Objetivos metodológicos y conclusiones de la primera etapa. Universidad Católica de Chile-Universidad del Norte, julio-agosto 1971.
4. Reinaldo Boergel: Algunas aproximaciones recientes al problema de la evolución geomorfológica de la Pampa del Tamarugal (Norte de Chile), página 382. Norte Grande, Volumen I Nº 3-4, diciembre de 1975. Instituto de Geografía, Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile.