La historia oficial no tiene ni las ganas ni los instrumentos para dar cuenta de los hechos cotidianos. Me refiero a esa disciplina que hegemonizó el discurso histórico durante casi todo el siglo pasado. Si no era historia militar, era la narración de la lucha de clases. El sujeto, o sea los hombres y las mujeres de carne y hueso, aparecían condenados. Ya sea por esas fuerzas que desencadenan el heroísmo, o bien, por las cadenas de la miseria que lo destinaban a la miseria.
En otras palabras, la vida de todos los días, con sus cuotas de voluntarismo y de espontaneidad no tenía cabida en los libros de un Encina o de un Ramírez Necochea. Para mal de males, la mirada ilustrada -sea de derecha o de izquierda- percibía la fiesta como la veía Voltaire, o sea, un campo donde la ignorancia sentaba sus reales. De allí que haya que acudir a la literatura para encontrar lo lúdico de la vida. Para dar con el 18 en la pampa salitrera, hay que leer, entre otros, a Luis González Zenteno o Juanito Zola.
“¡Viva Chile, mi’her… mosa patria! ¡Viva! ¡Como el chileno no hay, all right! La gente se arracimaba en las puertas y veredas, y a la orilla de las vías férreas, las hinchadas cotas de los carrilanos ondulaban como banderas”. La frase tomada de la novela del escritor iquiqueño Luis González Zenteno (1910-1963), “Caliche” editada el año 1954, permite tener una idea de como se celebraba el 18 en estas tierras conquistadas, por el ejército de Chile a fines del siglo XIX.
Según el testimonio del folklorista Freddy Calatambo Albarracín (1924-2018) estas fiestas transcurrían en términos musicales entre algunas cuecas campesinas traídas en las maletas de los enganchados, los valses peruanos que rememoraban de algún modo la soberanía de ese país en estas pampas, y la música de pequeños grupos que interpretaban instrumentos de vientos. Me refiero a los aymaras que trabajan en la extracción del salitre. El hombre andino, con zampoñas y sicuris se conecta con los Mallkus o la Pachamama. Al igual que los chinos, los aymaras, eran los grupos marginados y sobre todo discriminados por el resto de la sociedad, incluso por los mismos trabajadores.
El folklorista ya citado, menciona que todo el mundo bailaba y cantaba los valses peruanos. Sólo de vez en cuando, un campesino, golpeaba la mesa y empezaba a payar recordando sus paisajes de su tierra natal. Era como una postal llena de árboles, vasijas de barro, en plena pampa.
Hay que agregar además que en la pampa salitrera del Norte Grande, tanto los bolivianos como los peruanos, también celebraban sus fiestas patrias. En ese espacio, todas las nacionalidades, recordaban, por lo menos por un rato, sus patrias.
Juanito Zola en su novela Tarapacá editada en 1903 en Iquique, dice con respecto a las fiestas patrias: ”En años anteriores, el 18 de Septiembre, era recibido con grandes preparativos, tanto por los operarios chilenos, como por los peruanos y bolivianos. Todos, contribuían con su bolsillo y con su persona, para hacer de ese aniversario americano una gran fiesta. Se confeccionaban programas, en los que figuraban el himno nacional, los cohetes, globos, carpas y demás diversiones populares”. La mirada anarquista del autor es enfática: “Las oficinas instigaban por debajo de cuerda a los trabajadores, para que se divirtieran, con el objeto de que le compraran licores, conservas y géneros, en la pulpería”.
La bandera flameando en medio de la pampa, una que otra cueca o paya, el sonido de los vientos andinos, y un solitario bombo ejecutado, tristemente, por algún chino, constituían una geografía musical variada y rica en matices.
El 18 en la pampa salitrera, era como decía Juanito Zola una fiesta americana. Pero, era también la ocasión para recordar que estas tierras tiene ahora nuevos dueños. Los enganchados que venían del Chile central y austral, la celebraban, y con ello, parecían conectarse más profundamente con sus raíces chilotas o talquinas. El resto de las nacionalidades compartían esa alegría.
Bernardo Guerrero